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Croniquilla: Casa Belén

En la carrera 6 con la calle 14 está la Casa Belén.

Daniel Palacios tuvo la cordial distinción de llevarme a un recorrido por la casa restaurada. Sus gruesas paredes de adobones y su techo de canaletas recamado de tejas moriscas, habían sido rehechos con la maestría de Santander Beleño, el arquitecto, el artista nuestro de las reconstrucciones de caserones y monumentos de los tiempos virreinales.

Fue de grato asombro comparar la misma casona de don Sebastián Martínez Villazón que frecuentaba en su espacioso patio con la muchachada de ese entonces, en retozos y juegos con Rodolfo y Álvaro, sus hijos, nuestros contemporáneos.

Allí también habitaban sus hermanas doncellas, apetecidas por galanes que merodeaban el entorno hogareño. Eran ellas Yolanda, Ana Julia, Teresa, Alba y Carolina, ahora ascendientes de familias de distinción en el solar vallenato.

La casa remodelada viste “su mejor vellorí” colonial con el uso de un restaurante pulcro y elegante, que luce el bienaventurado nombre galileo de Casa Belén.

Ahí está con ese retoque de ahora que no desdice de su pasado, cuando las manos de aquellos maestros de la albañilería pusieron su ciencia y su arte en la colocación matemática de sus vigas, pendolones, cabrias, jambas y arquitrabes, así como un cielorraso, o falso techo interior, cubierto con una esterilla de cañabrava.

No faltaban los míticos comentarios de la gente del vecindario vallenato que hacían de esos caserones doblegados por el peso de sus paredones de adobe crudo, en especial de esta por haber sido un convento, pues decían que en algunas noches se escuchaba el susurro de voces en oración, de tintineos de campanillas de misa, y de pasos tardos y apagados por los corredores, lo que suponía el tránsito errabundo de las almas de los monjes en expiación de sus penas por sus vergüenzas mundanas.

Como siempre he sido un fervoroso cultor del pasado, en ese recorrido con el doctor Palacios Rubio por esa casa que otrora fuera un convento, el primero en la ciudad de Upar, según datos aun no lo suficiente documentados, reparé en un paredón ahumado de vejez, hecho con piedras de canto rodado extraídas del lecho de basalto del rio Guatapurí, que en la restauración se tuvo el buen cuidado de conservarlo intocado. Allí en esa estancia, Aníbal Martínez Zuleta había habilitado su bufete de abogado, unos años atrás, donde concurrían visitantes y clientes en ese trajín diario de incisos, alegatos y silogismos jurídicos.

Recordé haber asistido a una invitación en Madrid que a Mary y a mí nos hizo Cecilia Porras, (una amiga de antaño, hermana del torero José Porras que hacia vibrar de emoción a los hispanos en las plazas taurinas de allá),  a Casa Botín, el restaurante más viejo del mundo, fundado en 1725, en tiempos del rey Felipe V, “el Animoso”, en una casona de grueso corpachón de adobes que queda a pocos metros de la Plaza Mayor, sobre la Calle de los Cuchilleros, nombre tomado de esos artesanos  que allí templaban  el acero para la forja de armas blancas. Cochinillos, estofados y asado de carnero es lo más servido allí de la cocina peninsular.

Entre sus sótanos, con el claroscuro de lamparines y velones que dan una iluminación muriente, bajo arcadas de ladrillos desnudos y ahumados de centurias, se hacía el remedo de un antillano garito de piratas.

En esta casa se guardan muchos recuerdos e historias de Valledupar. 

Pero volvamos a Casa Belén. Debió construirse allí el convento que hubo, con las severas reglamentaciones que para aquel entonces regulaban los corazones de manzana, la altura de los techos, el grosor de las paredes, la anchura de las calles, el tamaño de las plazas, según fuese ciudad, villa o poblado en clima de temperamento frio o caliente, según nos ilustra José María Ots Capdequi, el jurista e historiador español en su obra ‘Derecho Indiano’, compilación que nos trae las disposiciones del derecho castellano reformado para las colonias de América, cuando llegó a Colombia para dictar cátedra en la Universidad Nacional, perseguido por los falangistas de Franco, en la guerra civil  de 1936. 

Esa averiguatoria de la edad precisa del convento, de la ahora Casa Belén, la encomiendo a Carlos Liñán Pitre, un acucioso joven amigo que ya ha desentrañado algo del pasado comarcano nuestro, con su visita a los Archivos de Sevilla, en especial sobre el asentamiento de las primeras órdenes religiosas en este territorio, cuya temática acopia en una obra en preparación. 

Alguna vez el Alcalde Rodolfo Campo Soto tuvo la feliz idea de dar fisonomía al Centro Histórico, labor que continuaron otros burgomaestres. Ojalá que los valduparenses disfruten esos espacios hechos para las andaduras de a pie, y paladéen los sabores criollos de esta Provincia, bajo el dosel de un encarpado así como lo hacen los toledanos, salmantinos burgaleses, madrileños y sevillanos, que al aire libre degustan sus viandas, vinos, tapas y gazpachos de sus trattorias y restaurantes en el espacio descomplicado de sus calles vetustas y plazas mayores de sus centros históricos.

Durante un tiempo, siendo personero de esta ciudad, en años de la década del setenta, me propuse tener la precisión sobre la extensión de los ejidos municipales, esa merced otorgada por el rey Felipe II en la época de la Colonia, para el crecimiento de la urbe, así como para que los avecindados que no poseyeran predios rurales, tuviesen espacio para proveerse de leña y pastura de sus semovientes. 

Tales ejidos fueron medidos en varas castellanas, en una legua de contorno, medida desde el punto central del poblado.  La lógica siempre inducia al error de pensar que el centro era la plaza principal, pero según la legislación indiana que nos regía, el corazón de una urbe debía tomarse desde su primer convento.

Entonces cuando tengamos la certeza de que la casona de los Martínez Torres fue el primero, cobraría la relevancia histórica, además, de que es el punto céntrico desde el cual se hizo la célebre mensura, cuando se levantaban las primeras paredes de calicanto apenas, en una aldehuela con casitas de pesebre decembrino, hechas de varejones y barro amasado, cobijadas con techumbre de palma montañera. 

Por lo pronto, Casa Belén, es un espléndido regalo que nos llega elegante y oportuno, en el remozado corazón de esta grata urbe provinciana.

POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN

Categories: Crónica
Tags: casa belen
Rodolfo Ortega Montero: