La vida le sonreía a Santiago de Siliceo. A los treinta y cinco años era cónsul en Cuba y distinguido del rey Felipe II de España y Portugal, por influencia de sus tíos en la Corte, viejos traficantes de esclavos.
Santiago invirtió su herencia en aquella aventura de comprar negros en África a reyezuelos de allá que vendían a su propia gente o que cautivaban en sus guerras locales. Aquí venía con su primer buque velero, el Bartolomé de Braganza, rumbo a América con una cargazón de esclavos compuesta por treinta y nueve muleques (niños entre ocho y doce años), setenta y dos mulecones (entre doce y dieciocho años), noventa y seis mujeres y ciento dos varones adultos.
Era un negocio doblado. Vendía esclavos en los puertos de América y a su regreso repletaba el velero con barriles de azúcar, maderas finas y cueros para el puerto de Lisboa.
Debía hacer riqueza rápida, no importaba que el tráfico de carne humana y las desgracias de unas vidas, así fueran de negros, perturbaran su conciencia de cristiano. Se compraría un título de marqués o conde y viviría en un castillo sobre cuyas almenas ondearía el pabellón de su nuevo linaje, rodeado de criados que se doblegarían a su grito de amo autoritario. Anhelaba un caballo de esbelta estampa para lucir las plumas galantes de su sombrero por las callejas de Coimbra y entrever la figura de una dama que espiaría su paso desde algún balcón morisco.
Las bodegas del velero estaban ahítas de negros, o “piezas de Indias”, como se decía. Su boticario los había escogido rechazando canosos, desmochados, tuertos, enfermos de venéreas y desdentados. Los varones llevaban su marca en la frente, y en el seno las mujeres, de un hierrillo al rojo vivo.
Un mes de travesía llevaba. Con los vientos alisios llegaría a Cuba en otro mes. Pero quiso el destino cambiarlo todo cuando su obrajero vino una mañana a decirle que los muleques tenían hilillos de sangre en las narices y en las axilas unos bultillos. Era un brote de peste que urgió atender al boticario del barco. En adelante habría un aislamiento total. Ninguno de la tripulación podría violar negras cautivas; se aumentaría el agua y la ración de boniato, y se obligaría a los negros a bailar a latigazos para ejercitarlos. Cuando abrían las bodegas donde iban apresados, un vaho de podredumbre salía y el Cónsul atacado de ahogos sentía el revuelco de su estómago queriendo echar su dieta de oporto y pan moreno. Los emplastos del boticario eran inútiles. Se vino la catástrofe.
Tres muleques, cinco mulecones, cuatro mujeres y ocho hombres expiraron en un día. El obrajero y el boticario se apestaron y murieron. El mar recibía a diario su cuota de muertos. En un desfile, los tiburones seguían al buque con paciente espera. El Cónsul en su camarote hizo la promesa, si salía vivo, de ir a Burgos y tomar las sandalias de romero y peregrino en el Camino de Santiago.
El Cónsul sabe que está arruinado. Un día una montaña cierra el paso a su velero. Ha llegado a Cuba. Espera que las autoridades hicieran la inspección que mandan las cédulas reales. Santiago de Siliceo, viste sus galas de Cónsul y con sebo de olor se alisa el pelo que ata con una cinta. En una barcaza llegan los funcionarios para la inspección y se vuelven con más prisa de la que llegan.
El Cónsul rumia pacientemente su desplome. En un papel escribe su testamento. A lo lejos, sobre las murallas, los guardias del Castillo de los Tres Reyes de la Cabaña apagaron sus fogatas con las que con ron blanco vencieron el frío de la noche. Arriba en el cielo azuloso, un revuelo de aves negras trazan sus espirales de muerte y se van posando sobre la arboladura del barco. El Cónsul sabe lo que eso significa.
Llama a los últimos tres hombres de su tripulación y nadie contesta. Entonces con suavidad su dedo oprime el gatillo de un mosquete cuya boquilla pone bajo su barbilla. La turba de gallinazos voló con torpeza cuando retumbó la descarga esa mañana de 1585.
Por Rodolfo Ortega Montero