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Crónica - 11 abril, 2021

Crescencio Salcedo, el camino de la ‘pata pelá’ por Sabanalarga

“¿Estudiar? Bah. Copié el silbato del turpial”. ‘El Compae Lechuza’ o ‘El Compae Mochila’, como lo llamaban, era libre como el viento y jamás dio importancia a convencionalismos ni protocolos citadinos, pero su decencia y comportamiento social eran admirables.

Palomino, corregimiento del municipio de Pinillos, en el departamento de Bolívar, lo vio nacer el 27 de agosto de 1913, y en Medellín exhaló su último suspiro el 03 de marzo de 1976. Hace 45 años. Andariego, trashumante y filósofo, nunca usó zapatos, porque según él necesitaba el contacto permanente con la madre tierra. Podemos decir que era el símbolo de ‘La pata pelá’, como calificó Julio Erazo a las guamaleras en su famosa canción, o el ser de Pies descalzos, como lo dice Shakira.

‘El Compae Lechuza’ o ‘El Compae Mochila’, como lo llamaban, era libre como el viento y jamás dio importancia a convencionalismos ni protocolos citadinos, pero su decencia y comportamiento social eran admirables.

A principios de los años 50s, llegó Crescencio a Sabanalarga, para la época un pueblo de 20.000 habitantes, donde todos se conocían y el compadrazgo era una institución respetada y admirada, al punto de existir un pacto tácito de reprender y castigar al hijo del compadre si violaba en la calle las estrictas normas de comportamiento y urbanidad que se practicaban religiosamente.

Crescencio apareció en el pueblo y llegó directamente a la carrera 13 No. 19-34, casa del señor Jesús Peña Pérez, un hombre recto como una plomada, que se desempeñaba como uno de los tres zapateros del pueblo.

Allí en el cadrizo donde estaba el taller de zapatería, se acomodaba Crescencio sobre un grueso horcón, que tirado en el suelo servía de asiento a los visitantes y minutos después comenzaba el ritual de vaciar varias botellas de Ron Blanco con limón, mezcla conocida en el pueblo como ‘Gordolobo’, en compañía del señor Jesús y ‘Manco’ Viloria, quien realmente era cojo, un campesino capaz de entechar con palma amarga una casa de bahareque en medio día, a pesar de las limitaciones que le dejó en su niñez el poliomielitis; también tenía la habilidad de montarse de un salto desde el piso a su burro, su compañero inseparable.

A veces los acompañaba Pellito, hermano menor de Jesús y ayudante de albañilería, quien los martes bajo el guayabo negro que le producía el ron blanco, exclamaba cuando se llevaba el galón de mezcla al hombro: “¡Tan pesado como es este galón y tan liviano que es el vaso de cartón!”.

Los “lunes de zapatero”, y como zapatero que se respete, el señor Jesús no trabajaba ese día, y en medio de un silencio que solo interrumpía la flauta de Crescencio, escanciaban las botellas, mientras pensaban cómo hacer para comprar la otra. ¿Era un ritual, un compromiso, un pacto? No se sabe, lo cierto es que consumían todas las botellas, mientras el maestro Crescencio hacía sonar una flauta, de las muchas que llevaba en su mochila para vender a 40 centavos.

El profesor David Peña Gómez, residenciado en tierras sabaneras desde hace muchos años, hijo del zapatero anfitrión, nos recuerda con claridad muchos pasajes de este personaje, que con sus canciones traspasó las fronteras patrias.
“No era joven, no era viejo”, de pie se levantaba algo del piso, solo la visión de un ojo adornaba su rostro y escasos dientes mostraba su boca. Un sombrero vueltiao, algo averiado cubría su cabeza, una camisa blancuzca y raída, un pantalón caqui, siempre remangado en una boca pierna y una mochila infaltable que guardaba sus secretos; sus flautas de millo, sus gaitas cabezas de cera, que eran su patrimonio económico, su alma y su corazón. Por eso le decían Compae Mochila.

Crescencio, un trotamundos autóctono, autodidacta, formó parte del paisaje típico de Sabanalarga, recorriendo con su pata pelá sus calles caniculares, donde parecía que el tiempo se había detenido, y solo se podían ver sobre la arena, huellas de mulos y burros que se utilizaban para transportar agua y cosechas. Era un hombre sano, no era un vago, no era un indigente, no era un mendigo.

Era un gran artista, un cultivador del arte musical que jamás se imaginó que como una leyenda quedaría grabado en la memoria colectiva, social y sicológica del país, y más allá de nuestras fronteras, porque interpretaba todos los aires típicos con la gaita y con su silbido imitaba a la perfección los instrumentos de viento.

UN VIAJE AL NORTE

Cualquier día no volvió al fresco cadrizo de zapatería y nunca más volvieron a verlo en Sabanalarga, cuentan que se dirigió a La Guajira, donde vivió ocho años con los indígenas aprendiendo los secretos de la naturaleza y escudriñando las bondades de algunas plantas curativas, que después utilizaba como curandero por muchos pueblos que visitó, antes de dirigirse a Medellín, donde vivió hasta sus últimos días, pregonando sus canciones y su visión natural del mundo, que siempre vio desnudo como sus pies.
Sus composiciones, con el sello característico de la nostalgia y la gratitud, se seguirán escuchando mientras le cantemos al tiempo que vivimos y tememos. El Compae Lechuza, como también le decían, siempre tuvo como pentagrama al turpial, según su propia confesión, y es el creador del famoso himno decembrino ‘El año viejo’, considerado una joya latinoamericana.

“Yo no olvido al año viejo/
porque me ha dejado cosas muy buenas/
me dejó una chiva/
me dejó una burra negra/
una yegua blanca/
y una buena suegra”.

En la voz del mejicano Tony Camargo, recientemente fallecido a los 94 años (2020) y la Orquesta del maestro Rafael de Paz, este clásico melodioso y nostálgico fue grabado en 1953, y cuenta con muchas versiones, más de treinta internacionales, especialmente las de Gilberto Santa Rosa, Oscar de León, Yuri, Celia Cruz, Mariachi Potros de México, Raúl Di Blasio, Celso Piña, Los Flamers, Samo y Los Socios del Ritmo, Los Melódicos, Gabriel Thiago, Rigo Tovar, Orquesta Tabaco y Ron, La Banda Misteriosa, Mariachi Gallos de México, Orestes Perrami, Los Príncipes, El Dúo Bordonero, Mariachi Juvenil de México, Rodrigo de la Cadena y el colombiano nacido en El Campano, departamento de Córdoba, Aniceto Molina, quien la grabó viviendo en la ciudad de San Antonio, Texas.

Podemos asegurar que es la canción colombiana con más versiones de orquestas internacionales, al lado de ‘Se va el caimán’, ‘La gota fría’, ‘La negra’ y ‘La casa en el aire’. También son inolvidables La múcura, que inmortalizara el gran Benny Moré y El cafetal, interpretada por Los Panchos, Alfredo Rolando Ortiz y su arpa mágica, la orquesta Son de Cuba y muchas agrupaciones más.

Crescencio también vivió en Barranquilla, donde vendía sus flautas y gaitas en la puerta de la Heladería Americana, Calle 35 (San Blas) entre Progreso y 20 de julio (carreras 41 y 43) y nuestro Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, lo recuerda en su obra, Vivir para contarla, así: otro cantante muy popular era Crescencio Salcedo, un indio descalzo que se plantaba en la esquina de la lunchería Americana, para cantar a palo seco las canciones de las cosechas propias y ajenas con la voz que tenía algo de hojalata, pero con un arte muy suyo que lo impuso entre la muchedumbre diaria de la calle San Blas. Buena parte de mi primera juventud, la pasé cerca de él, sin saludarlo siquiera, sin dejarme ver, hasta aprenderme de memoria las canciones de su vasto repertorio de todos.

“NO SOY COMPOSITOR”

Crescencio Salcedo Monroy, hijo del acordeonero Lucas Salcedo Salcedo, tenía un concepto muy pragmático sobre los compositores, y aseguraba que no le gustaba presentarse como compositor de una obra.

“Nadie compone, todo está compuesto, lo que se hace es recoger fragmentos de lo que está perfectamente hecho. Uno lo que hace es descomponer. Siempre he dicho que lo único que puede estar a cargo de uno es la vida autoral. Lo único que podemos ser es autores, porque recogemos el motivo primero que los demás, últimamente tampoco quiero que me llamen autor, porque todo esto que he podido recoger siempre han sido las costumbres del pueblo y estas costumbres deben quedar siempre completamente libres. Así he recogido algunas melodías que han sido gustosas tanto en Colombia como en otros países, y no quiero reconocimientos a mi persona, sino a Colombia, para que sepan que nuestro país no es escombro de materia, sino que tiene sentimiento, que es la grandeza de la materia”.

Definitivamente, la diferencia está dentro del tarro, como me contó desde Cartagena el investigador cultural Fidel Lettou, porque hasta el propio Antonio ‘Toño’ Fuentes, músico de academia, con estudios en Estados Unidos, le tocó viajar a Palomino a conseguir la autorización de Crescencio para poder grabar La Múcura.

La familia Peña Gómez aún conserva la propiedad del inmueble, donde este músico elemental como el agua, comenzó a moldear bajo el estremecimiento de los tragos de Ron Blanco con limón, las tres canciones de talla universal que nunca podrán olvidarse.
¡Crescencio Salcedo, genio y figura hasta la sepultura!

Por: Samuel Muñoz Muñoz.

Crónica
11 abril, 2021

Crescencio Salcedo, el camino de la ‘pata pelá’ por Sabanalarga

“¿Estudiar? Bah. Copié el silbato del turpial”. ‘El Compae Lechuza’ o ‘El Compae Mochila’, como lo llamaban, era libre como el viento y jamás dio importancia a convencionalismos ni protocolos citadinos, pero su decencia y comportamiento social eran admirables.


Palomino, corregimiento del municipio de Pinillos, en el departamento de Bolívar, lo vio nacer el 27 de agosto de 1913, y en Medellín exhaló su último suspiro el 03 de marzo de 1976. Hace 45 años. Andariego, trashumante y filósofo, nunca usó zapatos, porque según él necesitaba el contacto permanente con la madre tierra. Podemos decir que era el símbolo de ‘La pata pelá’, como calificó Julio Erazo a las guamaleras en su famosa canción, o el ser de Pies descalzos, como lo dice Shakira.

‘El Compae Lechuza’ o ‘El Compae Mochila’, como lo llamaban, era libre como el viento y jamás dio importancia a convencionalismos ni protocolos citadinos, pero su decencia y comportamiento social eran admirables.

A principios de los años 50s, llegó Crescencio a Sabanalarga, para la época un pueblo de 20.000 habitantes, donde todos se conocían y el compadrazgo era una institución respetada y admirada, al punto de existir un pacto tácito de reprender y castigar al hijo del compadre si violaba en la calle las estrictas normas de comportamiento y urbanidad que se practicaban religiosamente.

Crescencio apareció en el pueblo y llegó directamente a la carrera 13 No. 19-34, casa del señor Jesús Peña Pérez, un hombre recto como una plomada, que se desempeñaba como uno de los tres zapateros del pueblo.

Allí en el cadrizo donde estaba el taller de zapatería, se acomodaba Crescencio sobre un grueso horcón, que tirado en el suelo servía de asiento a los visitantes y minutos después comenzaba el ritual de vaciar varias botellas de Ron Blanco con limón, mezcla conocida en el pueblo como ‘Gordolobo’, en compañía del señor Jesús y ‘Manco’ Viloria, quien realmente era cojo, un campesino capaz de entechar con palma amarga una casa de bahareque en medio día, a pesar de las limitaciones que le dejó en su niñez el poliomielitis; también tenía la habilidad de montarse de un salto desde el piso a su burro, su compañero inseparable.

A veces los acompañaba Pellito, hermano menor de Jesús y ayudante de albañilería, quien los martes bajo el guayabo negro que le producía el ron blanco, exclamaba cuando se llevaba el galón de mezcla al hombro: “¡Tan pesado como es este galón y tan liviano que es el vaso de cartón!”.

Los “lunes de zapatero”, y como zapatero que se respete, el señor Jesús no trabajaba ese día, y en medio de un silencio que solo interrumpía la flauta de Crescencio, escanciaban las botellas, mientras pensaban cómo hacer para comprar la otra. ¿Era un ritual, un compromiso, un pacto? No se sabe, lo cierto es que consumían todas las botellas, mientras el maestro Crescencio hacía sonar una flauta, de las muchas que llevaba en su mochila para vender a 40 centavos.

El profesor David Peña Gómez, residenciado en tierras sabaneras desde hace muchos años, hijo del zapatero anfitrión, nos recuerda con claridad muchos pasajes de este personaje, que con sus canciones traspasó las fronteras patrias.
“No era joven, no era viejo”, de pie se levantaba algo del piso, solo la visión de un ojo adornaba su rostro y escasos dientes mostraba su boca. Un sombrero vueltiao, algo averiado cubría su cabeza, una camisa blancuzca y raída, un pantalón caqui, siempre remangado en una boca pierna y una mochila infaltable que guardaba sus secretos; sus flautas de millo, sus gaitas cabezas de cera, que eran su patrimonio económico, su alma y su corazón. Por eso le decían Compae Mochila.

Crescencio, un trotamundos autóctono, autodidacta, formó parte del paisaje típico de Sabanalarga, recorriendo con su pata pelá sus calles caniculares, donde parecía que el tiempo se había detenido, y solo se podían ver sobre la arena, huellas de mulos y burros que se utilizaban para transportar agua y cosechas. Era un hombre sano, no era un vago, no era un indigente, no era un mendigo.

Era un gran artista, un cultivador del arte musical que jamás se imaginó que como una leyenda quedaría grabado en la memoria colectiva, social y sicológica del país, y más allá de nuestras fronteras, porque interpretaba todos los aires típicos con la gaita y con su silbido imitaba a la perfección los instrumentos de viento.

UN VIAJE AL NORTE

Cualquier día no volvió al fresco cadrizo de zapatería y nunca más volvieron a verlo en Sabanalarga, cuentan que se dirigió a La Guajira, donde vivió ocho años con los indígenas aprendiendo los secretos de la naturaleza y escudriñando las bondades de algunas plantas curativas, que después utilizaba como curandero por muchos pueblos que visitó, antes de dirigirse a Medellín, donde vivió hasta sus últimos días, pregonando sus canciones y su visión natural del mundo, que siempre vio desnudo como sus pies.
Sus composiciones, con el sello característico de la nostalgia y la gratitud, se seguirán escuchando mientras le cantemos al tiempo que vivimos y tememos. El Compae Lechuza, como también le decían, siempre tuvo como pentagrama al turpial, según su propia confesión, y es el creador del famoso himno decembrino ‘El año viejo’, considerado una joya latinoamericana.

“Yo no olvido al año viejo/
porque me ha dejado cosas muy buenas/
me dejó una chiva/
me dejó una burra negra/
una yegua blanca/
y una buena suegra”.

En la voz del mejicano Tony Camargo, recientemente fallecido a los 94 años (2020) y la Orquesta del maestro Rafael de Paz, este clásico melodioso y nostálgico fue grabado en 1953, y cuenta con muchas versiones, más de treinta internacionales, especialmente las de Gilberto Santa Rosa, Oscar de León, Yuri, Celia Cruz, Mariachi Potros de México, Raúl Di Blasio, Celso Piña, Los Flamers, Samo y Los Socios del Ritmo, Los Melódicos, Gabriel Thiago, Rigo Tovar, Orquesta Tabaco y Ron, La Banda Misteriosa, Mariachi Gallos de México, Orestes Perrami, Los Príncipes, El Dúo Bordonero, Mariachi Juvenil de México, Rodrigo de la Cadena y el colombiano nacido en El Campano, departamento de Córdoba, Aniceto Molina, quien la grabó viviendo en la ciudad de San Antonio, Texas.

Podemos asegurar que es la canción colombiana con más versiones de orquestas internacionales, al lado de ‘Se va el caimán’, ‘La gota fría’, ‘La negra’ y ‘La casa en el aire’. También son inolvidables La múcura, que inmortalizara el gran Benny Moré y El cafetal, interpretada por Los Panchos, Alfredo Rolando Ortiz y su arpa mágica, la orquesta Son de Cuba y muchas agrupaciones más.

Crescencio también vivió en Barranquilla, donde vendía sus flautas y gaitas en la puerta de la Heladería Americana, Calle 35 (San Blas) entre Progreso y 20 de julio (carreras 41 y 43) y nuestro Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, lo recuerda en su obra, Vivir para contarla, así: otro cantante muy popular era Crescencio Salcedo, un indio descalzo que se plantaba en la esquina de la lunchería Americana, para cantar a palo seco las canciones de las cosechas propias y ajenas con la voz que tenía algo de hojalata, pero con un arte muy suyo que lo impuso entre la muchedumbre diaria de la calle San Blas. Buena parte de mi primera juventud, la pasé cerca de él, sin saludarlo siquiera, sin dejarme ver, hasta aprenderme de memoria las canciones de su vasto repertorio de todos.

“NO SOY COMPOSITOR”

Crescencio Salcedo Monroy, hijo del acordeonero Lucas Salcedo Salcedo, tenía un concepto muy pragmático sobre los compositores, y aseguraba que no le gustaba presentarse como compositor de una obra.

“Nadie compone, todo está compuesto, lo que se hace es recoger fragmentos de lo que está perfectamente hecho. Uno lo que hace es descomponer. Siempre he dicho que lo único que puede estar a cargo de uno es la vida autoral. Lo único que podemos ser es autores, porque recogemos el motivo primero que los demás, últimamente tampoco quiero que me llamen autor, porque todo esto que he podido recoger siempre han sido las costumbres del pueblo y estas costumbres deben quedar siempre completamente libres. Así he recogido algunas melodías que han sido gustosas tanto en Colombia como en otros países, y no quiero reconocimientos a mi persona, sino a Colombia, para que sepan que nuestro país no es escombro de materia, sino que tiene sentimiento, que es la grandeza de la materia”.

Definitivamente, la diferencia está dentro del tarro, como me contó desde Cartagena el investigador cultural Fidel Lettou, porque hasta el propio Antonio ‘Toño’ Fuentes, músico de academia, con estudios en Estados Unidos, le tocó viajar a Palomino a conseguir la autorización de Crescencio para poder grabar La Múcura.

La familia Peña Gómez aún conserva la propiedad del inmueble, donde este músico elemental como el agua, comenzó a moldear bajo el estremecimiento de los tragos de Ron Blanco con limón, las tres canciones de talla universal que nunca podrán olvidarse.
¡Crescencio Salcedo, genio y figura hasta la sepultura!

Por: Samuel Muñoz Muñoz.