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Crónica - 8 abril, 2022

‘Callejón de la purrututú’, una ventana a un mundo ido

Escribo sobre la última década de los años cincuenta del siglo pasado, donde una muchachada que vivía en calles vecinas a los callejones, nos dábamos cita allí para retozos en juegos de la infancia.

Callejón de la purrututú en Valledupar
Callejón de la purrututú en Valledupar

Callejones del viejo Valle, tatuados de centurias. Por ellos deambularon generaciones de antes en el mundo trivial de lo aldeano, sumidas en tradiciones y mitos que dan para breves crónicas solariegas con estampas de otros tiempos de aquél Valle de Upar que se deshizo.

Escribo sobre la última década de los años cincuenta del siglo pasado, donde una muchachada que vivía en calles vecinas a los callejones, nos dábamos cita allí para retozos en juegos de la infancia.

Todos los patios que lindaban con los callejones estaban circuidos con estacas de brasil, en los cuales había portillos que daban paso a los muchachos que transitaban de predio en predio, como amos de ellos, con el tácito consentimiento de sus dueños. Estos, atentos a nuestras diabluras, poseían el don del consejo, de la reprimenda o de la acusación a nuestros mayores, según la dosimetría que aparejara la falta.

‘LA PURRUTUTÚ’, FIGURA ICÓNICA VALLENATA

Una estampa de esa época era la figura de Encarnación Viña, ‘La purrututú’, apodo que devenía del canto de los palomos blancos de cría casera, y la nevada cabeza de ella, toda encanecida. Vestía frondosas polleras hasta el pegue de los tobillos, con telas estampadas de “negrito”. Su casa de habitación, aún en pie, es una esquina con paredes de adobón castellano y tejas rojas de canaletas, con un inmenso patio sombreado de frutales. 

La represión de los mayores era dura cuando se le irrespetaba voceándole el apodo o se hurtaba de su patio un mango o una papaya. Entonces a gritos pedía auxilio diciendo que estaba invadida por el “vandalaje”. 

Tenía allí un estanquillo que expendía Ron Caña, Centenario y aguardiente artesanal hecho de melaza que le traían de Atánquez, por lo que nunca faltaba allí una cofradía de tomatragos adictos al deporte del “ron-bol” que empinaban el codo todos los días del calendario gregoriano. De esos asistentes recordamos a los apodados ‘Yesca’, José ‘El Chueco’, ‘El Mácaro’, ‘Alcalá’ y ‘Salvita’. Este último, por cierto, tenía la encía arrasada de dientes, y un día se encontró con el doctor Rafael Castro Trespalacios, odontólogo vallenato, quien lo conminó a que fuera a su gabinete para donarle una prótesis dental, pero ‘Salvita’, en el encierro íntimo de su mundo etílico, le respondió al dentista: “Pa´ qué doctor… si el ron no se masca”.

PATRICIO VALDEZ, ‘EL PALENQUERO DE BREA’

Otro personaje que vivía en los callejones era Patricio Valdez, un abuelito palenquero hecho de tapalotodo, que por las calles daba empuje a una carreta con bastimentos y verduras. Con voz de pregón anunciaba su venta: “Plátano amarillo, plátano verde, el hombre cuando es celoso se acuesta pero no duerme”.  “Ahuya … pero no es perro, llama, pero no es candela”. “Ñame de playón, para morder con queso o chicharrón”. De su casa, hecha de tablas, en el silencio de la noche, sus hijos, que eran matarifes con mesa de carne en el mercado, doblaban sobre la lengua una hoja de limonero, disolviendo en la brisa, como si fuera una flauta, las tonadas de canciones antillanas. 

‘PACHO’ SOCARRÁS, EL SEPULTURERO

A las dos de la tarde cruzaba los callejones ‘Pacho’ Socarrás. Venía desde el Cementerio Central, donde dormía en el vientre vacío de una tumba por su oficio de enterrador, con su figura mediana de la cual resaltaba una narizota rojiza por los estragos del ron, unas cejas peludas y rebeldes, vestido todo de caqui, dando pasos imprecisos de achispado, articulando un monólogo en voz alta recargado con consonantes en simulación de frases en inglés. De vez en cuando, con el puño en alto a lo Gaitán, gritaba en castellano: “Mande el gobierno que mandare, que a mí no me importa nada”.

LOS ESPANTOS DEL CALLEJÓN

Cuando a prima noche estaba la muchachada jugando a “la libertad”, no había miedo, pese a la luz anémica, moribunda siempre del alumbrado público, cuando la había. Entre los cuentos de espantos y “aparatos”, estaba el de un alemán, al parecer judío de raza, exiliado en estas tierras por la contienda de la guerra mundial, que defendía su vida vendiendo chorizos o longanizas, a quien le endemoniaban el genio gritándole “Hitler”, como apodo. Se decía que sufría de un espantoso dolor de cabeza, sin alivio pese a los medicamentos de receta y a los bebedizos de tusílago de María Socarrás.

Un día, llevado de la desesperación, se abrió el vientre con el cuchillo de los chorizos, echando sus intestinos a dos cerdos de su crianza. Su fantasma aparecía en los callejones, de noche, llevando la cabeza en una mano, aterrando a los del vecindario. 

‘El nazareno de la otra vida’, era otro aparato “que salía”. La noche del Jueves Santo, cuando algún feligrés abandonaba la procesión del Nazareno cargando la cruz, esa que amanece, para dormir lo que quedaba de la noche, en cualquier esquina de los callejones aparecía entonces encapuchado ese penitente de la otra vida, obligando a fuetazos al desertor a regresar al trasnochado desfile religioso.

LA MUCHACHADA DE ENTONCES

Los más asiduos visitantes de los callejones éramos: Jorge Luque (Bore), José Manuel Céspedes (Chenga), Leo Maya Martínez, José Rafael Ariza (El Pecoso), Hernán Araujo Rasgo, Tarsicio y Vicente Mendoza, Pedro y Calixto Ortega mis hermanos, Alberto y Ángel Pitre, Ramiro Leal, Rodolfo y Álvaro Martínez, Edinso Gámez, Álvaro Castro Castro y los más pequeños Napoleón Durán (Curuzú) y José Rodríguez (Calleja) a quienes protegíamos. 

No éramos una cofradía de querubes. A ratos, de travesuras pasábamos a maldades sin tener el alcance mental del mal resultado, y cuando éramos descubiertos venía el duro castigo de nuestros padres, por eso entre nosotros había un pacto de silencio como la omertá de la mafia siciliana. Un día, por ejemplo, se nos ocurrió atravesar un alambre liso a lo ancho del callejón de ‘La purrututú’, en las primeras horas de la noche, para que los cinéfilos que regresaban de la función vespertina del Teatro Cesar, al tomar la ruta del callejón para acortar camino, tropezaran y cayeran. 

Cuando eso ocurría reíamos a carcajadas en nuestros escondites antes de huir del lugar. En una de esas veces, no pasó nadie, pero se dejó la trampa tendida. (Cuando estudié abogacía, supe que eso se llamaba dolo eventual). Aconteció que Edinso Gámez (q.e.p.d.) uno de los autores de la idea, al llegar a su casa, su madre lo mandó a comprar algo en la tienda de Ramiro Leal, antes de que la cerraran. Édinso se hizo la señal de la cruz y con el terror de transitar el callejón desierto, se echó a correr  como un caballo desbocado, sin acordarse de su misma trampa. Al día siguiente tenía la boca monstruosa por la hinchazón y un diente menos había en ella.

Las peleas a puñetazos entre nosotros, significaba hombría, quizás influidos por el cine mejicano de la época. José Carrillo (José el Zurdo) era el campeón. Por un puntillo de honor a mi varonía, me le medía a sabiendas de mi inferioridad como púgil. Mi estrategia era moverme siempre a la derecha para alejar el trallazo de su izquierda que me podía mandar al suelo. 

Algunas noches, los muchachos del contorno nos sentábamos en el pretil de la casa esquinera del médico Maya Brugés, en la carrera sexta, para referir chistes vulgares de curas y monjas, de loros deslenguados y brujas escobajeras.

Jesús Zuleta (Manito Chuva, por mote cariñoso) quien vivía en el callejón, era un gran narrador de cuentos, entre los que recuerdo había uno titulado “El Turco Rabón”. Chuva Zuleta, guitarrista después, compondría “Palito e´Totumo”, un canto alusivo a ese pasado de los callejones.

Un día, alguien de nosotros tuvo la pintoresca idea de hacer el concurso de expulsar el chorro de orín más lejos. Los concursantes tomaban agua hasta el hartazgo una media hora antes, y el juez (porque había un juez) trazaba una línea en el suelo del “meadódromo”. Los candidatos pisaban la raya y se desabotonaban la bragueta. A la voz de tres soltaban el chorro. El juez, con una cabuya medía las distancias para decidir el ganador de un trompo torneado en la carpintería de Herrera, como trofeo de esa extraña olimpiada de meones.

DOS CENTAUROS DE LOS CALLEJONES

Dos jinetes transitaban los callejones. ‘Mingo’ Corzo sobre una mula rucia, a pasitrote tomaba el rumbo de Los Besotes para atender una vacada ajena, y José Antonio Borrego en una mula torda con el norte puesto a Ariguaní. Ambos, se nos antojaba pensar, eran una especie de centauros de los mitos griegos. A Borrego lo vi una tarde de fervor liberal, embutirle un trago, a pico de su botella, al candidato presidencial del M.R.L, Alfonso López Michelsen.

UN EJEMPLO VIVO DE SUPERACIÓN

Luis Jiménez Zapata, mi colega, abogado de la Universidad Nacional, cuando niño habitaba una casa de bahareque en el callejón. Abrumado de orfandad temprana por la muerte de su padre, con valentía y nobleza, día a día defendía el pan de ‘Milla’, su mamá, y el de sus hermanos menores, voceando a temprana hora la venta de arepuelas y caribañolas. Después atendía sus deberes escolares. Por eso era consentido y admirado por los mayores en el solar vallenato, en especial por mis padres. 

Por cierto, que un día cuando pasaba por la casa de mis hermosas primas, las hermanas Luque Soto, en la carrera sexta, anunciando su venta, alguna de ellas lo invitó a bailar ‘Cosita Linda’, un merecumbé que hacía fama por aquellas calendas. Atento y des- complicado, Luis entró a la sala con el descuido de dejar el perol de su venta en la puerta. Unos muchachos lo desocuparon. Cuando terminó el baile, el parejo, con la cara angustiada, comprobó la evidencia del robo. Pronto hubo el arrepentimiento de los implicados. Varios de ellos (omito sus nombres para que no me digan sapo) buscaron sus libretas de estampillas pegadas con el dibujo de un panal de abejas y se fueron a la Caja de Ahorros (hoy Banco Agrario) para sacar los centavos ahorrados y reparar el daño ocasionado, pero las hermanas Luque ya habían cubierto el valor del pillaje. El doctor Jiménez, ganó fama de ser un juez y fiscal probo y luminoso.

LA ESCUELA PARROQUIAL

El extremo de El callejón de la purrututú’, daba frente a la Escuela Parroquial Vicente de Valencia, nombre venerado de un capuchino español, su fundador, esa misma que el obispo Valbuena Jáuregui, por decisión abusiva le cambió el nombre por Pablo Sexto, a espalda de los vallenatos. Allí por igual se educaban ricos y pobres. Su rector era Miguel Arroyo, un nativo de San Sebastián de Rábago (hoy Nabusimake), con el auxilio de Blas Orozco, Lola Urrutia y después Cecilia Ustariz. 

El maestro ‘Migue’ poseía una palmeta gruesa de madera para disciplinar, con el nombre grabado a navaja de “Doña Perfecta”, la que tratábamos de quebrar, según creíamos, frotándonos ají picante en la palma de la mano que soportaba el castigo. El jueves era el día cívico de la escuela. Esa tarde se izaba la bandera y se repartían bolsas de leche en polvo que en tambores de cartón enviaban de Estados Unidos a través de caritas. 

Los muchachos se atosigaban de ese polvo crudo. Al día siguiente las bombas atómicas de Nagasaki e Hiroshima en Japón, contaminaron menos el ambiente de lo que, a escala, ocurría en los salones de la escuela.

Por Rodolfo Ortega Montero

Crónica
8 abril, 2022

‘Callejón de la purrututú’, una ventana a un mundo ido

Escribo sobre la última década de los años cincuenta del siglo pasado, donde una muchachada que vivía en calles vecinas a los callejones, nos dábamos cita allí para retozos en juegos de la infancia.


Callejón de la purrututú en Valledupar
Callejón de la purrututú en Valledupar

Callejones del viejo Valle, tatuados de centurias. Por ellos deambularon generaciones de antes en el mundo trivial de lo aldeano, sumidas en tradiciones y mitos que dan para breves crónicas solariegas con estampas de otros tiempos de aquél Valle de Upar que se deshizo.

Escribo sobre la última década de los años cincuenta del siglo pasado, donde una muchachada que vivía en calles vecinas a los callejones, nos dábamos cita allí para retozos en juegos de la infancia.

Todos los patios que lindaban con los callejones estaban circuidos con estacas de brasil, en los cuales había portillos que daban paso a los muchachos que transitaban de predio en predio, como amos de ellos, con el tácito consentimiento de sus dueños. Estos, atentos a nuestras diabluras, poseían el don del consejo, de la reprimenda o de la acusación a nuestros mayores, según la dosimetría que aparejara la falta.

‘LA PURRUTUTÚ’, FIGURA ICÓNICA VALLENATA

Una estampa de esa época era la figura de Encarnación Viña, ‘La purrututú’, apodo que devenía del canto de los palomos blancos de cría casera, y la nevada cabeza de ella, toda encanecida. Vestía frondosas polleras hasta el pegue de los tobillos, con telas estampadas de “negrito”. Su casa de habitación, aún en pie, es una esquina con paredes de adobón castellano y tejas rojas de canaletas, con un inmenso patio sombreado de frutales. 

La represión de los mayores era dura cuando se le irrespetaba voceándole el apodo o se hurtaba de su patio un mango o una papaya. Entonces a gritos pedía auxilio diciendo que estaba invadida por el “vandalaje”. 

Tenía allí un estanquillo que expendía Ron Caña, Centenario y aguardiente artesanal hecho de melaza que le traían de Atánquez, por lo que nunca faltaba allí una cofradía de tomatragos adictos al deporte del “ron-bol” que empinaban el codo todos los días del calendario gregoriano. De esos asistentes recordamos a los apodados ‘Yesca’, José ‘El Chueco’, ‘El Mácaro’, ‘Alcalá’ y ‘Salvita’. Este último, por cierto, tenía la encía arrasada de dientes, y un día se encontró con el doctor Rafael Castro Trespalacios, odontólogo vallenato, quien lo conminó a que fuera a su gabinete para donarle una prótesis dental, pero ‘Salvita’, en el encierro íntimo de su mundo etílico, le respondió al dentista: “Pa´ qué doctor… si el ron no se masca”.

PATRICIO VALDEZ, ‘EL PALENQUERO DE BREA’

Otro personaje que vivía en los callejones era Patricio Valdez, un abuelito palenquero hecho de tapalotodo, que por las calles daba empuje a una carreta con bastimentos y verduras. Con voz de pregón anunciaba su venta: “Plátano amarillo, plátano verde, el hombre cuando es celoso se acuesta pero no duerme”.  “Ahuya … pero no es perro, llama, pero no es candela”. “Ñame de playón, para morder con queso o chicharrón”. De su casa, hecha de tablas, en el silencio de la noche, sus hijos, que eran matarifes con mesa de carne en el mercado, doblaban sobre la lengua una hoja de limonero, disolviendo en la brisa, como si fuera una flauta, las tonadas de canciones antillanas. 

‘PACHO’ SOCARRÁS, EL SEPULTURERO

A las dos de la tarde cruzaba los callejones ‘Pacho’ Socarrás. Venía desde el Cementerio Central, donde dormía en el vientre vacío de una tumba por su oficio de enterrador, con su figura mediana de la cual resaltaba una narizota rojiza por los estragos del ron, unas cejas peludas y rebeldes, vestido todo de caqui, dando pasos imprecisos de achispado, articulando un monólogo en voz alta recargado con consonantes en simulación de frases en inglés. De vez en cuando, con el puño en alto a lo Gaitán, gritaba en castellano: “Mande el gobierno que mandare, que a mí no me importa nada”.

LOS ESPANTOS DEL CALLEJÓN

Cuando a prima noche estaba la muchachada jugando a “la libertad”, no había miedo, pese a la luz anémica, moribunda siempre del alumbrado público, cuando la había. Entre los cuentos de espantos y “aparatos”, estaba el de un alemán, al parecer judío de raza, exiliado en estas tierras por la contienda de la guerra mundial, que defendía su vida vendiendo chorizos o longanizas, a quien le endemoniaban el genio gritándole “Hitler”, como apodo. Se decía que sufría de un espantoso dolor de cabeza, sin alivio pese a los medicamentos de receta y a los bebedizos de tusílago de María Socarrás.

Un día, llevado de la desesperación, se abrió el vientre con el cuchillo de los chorizos, echando sus intestinos a dos cerdos de su crianza. Su fantasma aparecía en los callejones, de noche, llevando la cabeza en una mano, aterrando a los del vecindario. 

‘El nazareno de la otra vida’, era otro aparato “que salía”. La noche del Jueves Santo, cuando algún feligrés abandonaba la procesión del Nazareno cargando la cruz, esa que amanece, para dormir lo que quedaba de la noche, en cualquier esquina de los callejones aparecía entonces encapuchado ese penitente de la otra vida, obligando a fuetazos al desertor a regresar al trasnochado desfile religioso.

LA MUCHACHADA DE ENTONCES

Los más asiduos visitantes de los callejones éramos: Jorge Luque (Bore), José Manuel Céspedes (Chenga), Leo Maya Martínez, José Rafael Ariza (El Pecoso), Hernán Araujo Rasgo, Tarsicio y Vicente Mendoza, Pedro y Calixto Ortega mis hermanos, Alberto y Ángel Pitre, Ramiro Leal, Rodolfo y Álvaro Martínez, Edinso Gámez, Álvaro Castro Castro y los más pequeños Napoleón Durán (Curuzú) y José Rodríguez (Calleja) a quienes protegíamos. 

No éramos una cofradía de querubes. A ratos, de travesuras pasábamos a maldades sin tener el alcance mental del mal resultado, y cuando éramos descubiertos venía el duro castigo de nuestros padres, por eso entre nosotros había un pacto de silencio como la omertá de la mafia siciliana. Un día, por ejemplo, se nos ocurrió atravesar un alambre liso a lo ancho del callejón de ‘La purrututú’, en las primeras horas de la noche, para que los cinéfilos que regresaban de la función vespertina del Teatro Cesar, al tomar la ruta del callejón para acortar camino, tropezaran y cayeran. 

Cuando eso ocurría reíamos a carcajadas en nuestros escondites antes de huir del lugar. En una de esas veces, no pasó nadie, pero se dejó la trampa tendida. (Cuando estudié abogacía, supe que eso se llamaba dolo eventual). Aconteció que Edinso Gámez (q.e.p.d.) uno de los autores de la idea, al llegar a su casa, su madre lo mandó a comprar algo en la tienda de Ramiro Leal, antes de que la cerraran. Édinso se hizo la señal de la cruz y con el terror de transitar el callejón desierto, se echó a correr  como un caballo desbocado, sin acordarse de su misma trampa. Al día siguiente tenía la boca monstruosa por la hinchazón y un diente menos había en ella.

Las peleas a puñetazos entre nosotros, significaba hombría, quizás influidos por el cine mejicano de la época. José Carrillo (José el Zurdo) era el campeón. Por un puntillo de honor a mi varonía, me le medía a sabiendas de mi inferioridad como púgil. Mi estrategia era moverme siempre a la derecha para alejar el trallazo de su izquierda que me podía mandar al suelo. 

Algunas noches, los muchachos del contorno nos sentábamos en el pretil de la casa esquinera del médico Maya Brugés, en la carrera sexta, para referir chistes vulgares de curas y monjas, de loros deslenguados y brujas escobajeras.

Jesús Zuleta (Manito Chuva, por mote cariñoso) quien vivía en el callejón, era un gran narrador de cuentos, entre los que recuerdo había uno titulado “El Turco Rabón”. Chuva Zuleta, guitarrista después, compondría “Palito e´Totumo”, un canto alusivo a ese pasado de los callejones.

Un día, alguien de nosotros tuvo la pintoresca idea de hacer el concurso de expulsar el chorro de orín más lejos. Los concursantes tomaban agua hasta el hartazgo una media hora antes, y el juez (porque había un juez) trazaba una línea en el suelo del “meadódromo”. Los candidatos pisaban la raya y se desabotonaban la bragueta. A la voz de tres soltaban el chorro. El juez, con una cabuya medía las distancias para decidir el ganador de un trompo torneado en la carpintería de Herrera, como trofeo de esa extraña olimpiada de meones.

DOS CENTAUROS DE LOS CALLEJONES

Dos jinetes transitaban los callejones. ‘Mingo’ Corzo sobre una mula rucia, a pasitrote tomaba el rumbo de Los Besotes para atender una vacada ajena, y José Antonio Borrego en una mula torda con el norte puesto a Ariguaní. Ambos, se nos antojaba pensar, eran una especie de centauros de los mitos griegos. A Borrego lo vi una tarde de fervor liberal, embutirle un trago, a pico de su botella, al candidato presidencial del M.R.L, Alfonso López Michelsen.

UN EJEMPLO VIVO DE SUPERACIÓN

Luis Jiménez Zapata, mi colega, abogado de la Universidad Nacional, cuando niño habitaba una casa de bahareque en el callejón. Abrumado de orfandad temprana por la muerte de su padre, con valentía y nobleza, día a día defendía el pan de ‘Milla’, su mamá, y el de sus hermanos menores, voceando a temprana hora la venta de arepuelas y caribañolas. Después atendía sus deberes escolares. Por eso era consentido y admirado por los mayores en el solar vallenato, en especial por mis padres. 

Por cierto, que un día cuando pasaba por la casa de mis hermosas primas, las hermanas Luque Soto, en la carrera sexta, anunciando su venta, alguna de ellas lo invitó a bailar ‘Cosita Linda’, un merecumbé que hacía fama por aquellas calendas. Atento y des- complicado, Luis entró a la sala con el descuido de dejar el perol de su venta en la puerta. Unos muchachos lo desocuparon. Cuando terminó el baile, el parejo, con la cara angustiada, comprobó la evidencia del robo. Pronto hubo el arrepentimiento de los implicados. Varios de ellos (omito sus nombres para que no me digan sapo) buscaron sus libretas de estampillas pegadas con el dibujo de un panal de abejas y se fueron a la Caja de Ahorros (hoy Banco Agrario) para sacar los centavos ahorrados y reparar el daño ocasionado, pero las hermanas Luque ya habían cubierto el valor del pillaje. El doctor Jiménez, ganó fama de ser un juez y fiscal probo y luminoso.

LA ESCUELA PARROQUIAL

El extremo de El callejón de la purrututú’, daba frente a la Escuela Parroquial Vicente de Valencia, nombre venerado de un capuchino español, su fundador, esa misma que el obispo Valbuena Jáuregui, por decisión abusiva le cambió el nombre por Pablo Sexto, a espalda de los vallenatos. Allí por igual se educaban ricos y pobres. Su rector era Miguel Arroyo, un nativo de San Sebastián de Rábago (hoy Nabusimake), con el auxilio de Blas Orozco, Lola Urrutia y después Cecilia Ustariz. 

El maestro ‘Migue’ poseía una palmeta gruesa de madera para disciplinar, con el nombre grabado a navaja de “Doña Perfecta”, la que tratábamos de quebrar, según creíamos, frotándonos ají picante en la palma de la mano que soportaba el castigo. El jueves era el día cívico de la escuela. Esa tarde se izaba la bandera y se repartían bolsas de leche en polvo que en tambores de cartón enviaban de Estados Unidos a través de caritas. 

Los muchachos se atosigaban de ese polvo crudo. Al día siguiente las bombas atómicas de Nagasaki e Hiroshima en Japón, contaminaron menos el ambiente de lo que, a escala, ocurría en los salones de la escuela.

Por Rodolfo Ortega Montero