Crónica que celebra la hermandad y el legado musical de la familia Romero Ospino, una dinastía vallenata cuya amistad y talento tejieron recuerdos imborrables en Villanueva y más allá.
Las buenas amistades permanecen en el tiempo cuando se apoyan en el respeto, la lealtad, la confianza, la buena comunicación y la asistencia mutua. Normalmente prosperan en personas formadas en hogares cimentados sobre sólidos principios morales y consistentes valores ciudadanos.
Estos conceptos básicos sobre la razón de ser de las buenas amistades sirven como introducción para reconocer la calidad como personas y la franqueza como amigos de cada uno de los miembros de la familia Romero Ospino, núcleo familiar conformado por un numeroso grupo de hermanos que se han destacado en los ámbitos social, familiar, musical y artístico gracias a sus ejemplares lazos de fraternidad que les han posibilitado alcanzar unidos, notables éxitos individuales y colectivos, haciéndolos merecedores del aprecio y admiración de quienes identificamos en ellos una hermandad que ha trascendido en nuestro entorno sociocultural, en razón de que todos, sin excepción, han respondido con calidad, humildad, talento y clase, a los más altos estándares del comportamiento social, expuestos con gran solvencia en los distintos escenarios donde han desarrollado sus vidas, confirmándose en cada uno de ellos una impecable conducta y una invariable muestra de señorío y don de gentes.
Se evidencia su buen desempeño social porque su amistad siempre se brinda de forma desinteresada y dispuesta a promover el crecimiento de las personas que se relacionan con ellos. Esa forma de interactuar se confirma en el trato cordial nacido de relaciones sanas y confiables; en la expresión amable y cortés hacia los demás; en la calidez de un saludo tras un encuentro casual; en la sonrisa franca que anuncia alegría verdadera; en el gesto afable impregnado de expresiones de cariño; en la actitud abierta para entender a los demás y aceptarlos como son; en la humildad y sencillez como asumen sus logros profesionales; en la ausencia de vanidad por las competencias y habilidades propias; en su inalterable caballerosidad no obstante ser reconocidos por sus exitosos proyectos musicales y artísticos.
Es de admirar que una familia de origen provinciano, compuesta por un numeroso grupo de hermanos, unidos tras un objetivo común, se haya podido destacar por su gran desempeño social y familiar, y puedan, adicionalmente, hacer gala de una apreciable habilidad para ejecutar el instrumento musical de sus preferencias, permitiéndoles modelar con ellos una propia identidad artística, siempre ligada a sus aspiraciones de realizarse individualmente sobre un instrumento específico, lo que les ha permitido integrarse con gran solvencia y profesionalismo a las agrupaciones que han conformado unidos a lo largo de su vida musical; pero además, cuando uno de ellos ha demostrado una inspiración excepcional para crear obras con un alto contenido poético que ya hacen parte del repertorio clásico de la música vallenata, y que no sólo han hecho historia dentro de nuestro folclor, sino que han impactado en el ámbito artístico y musical más allá de las fronteras patrias, convirtiéndose sus canciones tan llenas de creatividad y lirismo, en un referente para las nuevas generaciones de compositores. Ese talento individual y colectivo los ha llevado a ser reconocidos como una de las dinastías más representativas del folclor vallenato y portadores de una innegable impronta genética.
Los proyectos de vida de cada uno de los hermanos Romero Ospino siempre han girado en torno a la música y bajo un claro concepto de esfuerzo compartido. Han sabido rodearse de los mejores músicos para integrarlos a sus agrupaciones, que, gracias a su liderazgo, carisma y propuestas innovadoras, se han convertido en íconos dentro del mundo artístico y empresarial vallenato. Su capacidad de trabajo y su compromiso con la excelencia han sido los elementos diferenciadores que han potenciado sus sobresalientes condiciones a lo largo de su destacado recorrido musical.
Es justo reconocer que muchos de estos logros tuvieron su origen en la temprana orientación para que preservaran la unidad familiar como un camino seguro hacia el éxito colectivo, lo que les ha permitido sobresalir como núcleo familiar en la búsqueda de mejores resultados para todos. Gracias a ese ejemplo y a la disciplina como norma de vida, han sabido mantenerse firmes en su propósito de crecer juntos, siempre bajo la consigna de que una familia unida les brindaría mayores ventajas para su desarrollo personal, artístico y empresarial.
Quienes hemos gozado de su distinción y aprecio podemos dar fe que su amistad fluye de manera natural y enaltece a quienes nos consideramos sus amigos. Pero, además, sin que ninguno de los que hemos compartido con ellos podamos establecer diferencias sobre cuál de todos tiene más mérito como persona, o más virtudes como amigo, porque a todos los consideramos seres excepcionales que han impactado en los afectos de quienes nos hemos asomado a su grata amistad, recibiendo de su parte solo gratitud inmensa por el cariño recibido.
Por las razones aquí expuestas es que he intentado explicarme el porqué de tanta calidad como personas, tanta bonhomía como amigos, tantos logros como familia y tantos éxitos como artistas, y solo encuentro una respuesta válida: por la sencillez, la humildad y la decencia demostrada en cada uno de sus actos, valores constituidos en ejes fundamentales de su desempeño social, el cual ha estado cimentado sobre unas excelentes relaciones públicas, acompañadas por el respeto y la calidez en el trato como una singular forma de responder al cariño que todos les prodigan.
Nuestra amistad con los hermanos Romero Ospino comenzó desde muy jóvenes en nuestra natal Villanueva, teniendo como referencia los buenos comentarios que hacía nuestro padre y familiares cercanos sobre las particulares condiciones del señor Escolástico Romero, en quien reconocían una calidad humana que lo diferenciaba del resto de los acordeoneros y músicos de la época. Hoy, esa misma calidad y condición humana también la exhiben sus hijos, quienes, formados en un hogar lleno de virtudes, moldearon desde la infancia el carácter y el buen desempeño social de toda su descendencia.
En el hogar de Escolástico Romero y Ana Antonia Ospino, más conocida como “La Vieja Nuñe”, nacieron nueve hijos a saber: Rafael, Norberto, Misael, Rosendo, Israel, Limédes, Dolvis, Omaira y Nubis. Todos los hijos varones se dedicaron a la música y con todos establecimos una buena amistad, siendo más próximos a nuestra generación Misael, Rosendo e Israel, con quienes coincidimos en ocasionales fiestas juveniles, o a veces, visitando a un grupo de amigas que ya empezaban a ser pretendidas como novias por algunos de los amigos de la época.
Desde entonces, un grupo de estudiantes de bachillerato que hacíamos el tránsito de la adolescencia a la juventud, comenzamos a consolidar con ellos una amistad sincera y desinteresada, la cual se convirtió en el eje fundamental de nuestros encuentros. Eran los tiempos en que el embrujo de los aires vallenatos comenzaba a penetrar con fuerza en el alma y en el sentir de la región y el país, a través de los cantos de Bovea y sus vallenatos y Alfredo Gutiérrez y su conjunto. Pocos años después, irrumpe con arrolladora fuerza la inconfundible voz de Jorge Oñate con los Hermanos López, y la unión y el estilo musical de Emiliano y “Poncho” Zuleta, quienes logran consolidarse como los más fieles exponentes del vallenato clásico, imprimiéndole un sello distintivo a nuestra música y proyectándola como la expresión folclórica más representativa del país.
Desde esa temprana edad y bajo esa seductora expresión musical, le fuimos dando paso a una juventud que durante las vacaciones llegaba repleta de entusiasmo, de hondos suspiros por secretos amores, del añorado encuentro con amigos, y el compartir en fiestas organizadas por ciertas familias para festejar el regreso de sus hijos. Fiestas que eran amenizadas por el conjunto de Norberto Romero quien acompañado de sus hermanos hacían las delicias de la mocedad de la época.
Y llegaron los estudios universitarios y con ellos el alejamiento de nuestro terruño, pero seguíamos con el alma ansiosa por el añorado reencuentro con lo que considerábamos esencial en nuestras vidas: la familia, la amistad, la tierra, y las parrandas vallenatas al lado de grandes amigos que habrían de dejar profundas huellas en el alma y en el corazón. En aquellos años de estudios universitarios, olvidándonos de libros y exámenes, le dábamos rienda suelta a nuestra juventud, organizando parrandas en donde acompañados por un acordeón, unos buenos tragos, y un delicioso sancocho, -casi siempre “de gallina robada”-, se vivieron épocas inolvidables.
Y allí aprendimos a celebrar la vida, a divertirnos sanamente, a parrandear a nuestras anchas, a fortalecer amistades, a descubrir un mundo de lealtad y compañerismo con la grata presencia de personajes que llegaron a convertirse en el alma de cada encuentro, como lo fueron “Ponchito” Cotes, Israel Romero y Rosendo Romero, al lado de Tilo Sierra, Esteban “Chiche” Ovalle y Fred Quintero, entre tantos amigos que me haría muy extenso nombrarlos a todos.
El menor del grupo era “El Pollo Isra” como le decíamos cariñosamente, quien se desempeñaba para esa época como auxiliar en la casa cural y acolito del párroco Bernabé Arismendi; pese que su edad apenas llegaba a la adolescencia, una vez cerradas las puertas de la casa cural, en una actitud de innegable complicidad, se prestaba para que pasáramos por él como a las diez de la noche para ser el acordeonero que amenizaría la parranda, siempre con el compromiso de devolverlo entre las tres y cuatro de la madrugada para poder acompañar los oficios religiosos sin que el sacerdote se diera cuenta de sus escapadas nocturnas.
Bajo esa estratagema no faltaba nada para que todo comenzara. Israel, con el acordeón al pecho, le sacaba hermosas notas tocando las más connotadas canciones de la época. A su lado, el inolvidable “Ponchito” Cotes, que con un solo silbido le indicaba el tono de la canción del viejo “Poncho” que debían interpretar; o también, anunciando alguna de sus nacientes canciones que más tarde se revelarían como verdaderos éxitos musicales. Y entonces, llegaba el turno de Rosendo con sus canciones románticas y unas letras que olían a monte, brisa y rocío de las madrugadas; que hablaban de amores tempranos, de noviazgos frustrados, de caminos polvorientes, de sueños y quimeras refundidas en los recodos de un pueblo que siempre lo devolvía a sus más gratos recuerdos de infancia.
Con ustedes, miembros de la familia Romero Ospino, compartimos mucho más que noches de parranda, música y alegría. Compartimos confianza, complicidad y momentos especiales en nuestra juventud. Ustedes fueron el alma de cada encuentro, acompañantes perfectos de aquella época en la que bastaba un acordeón, una caja y una guacharaca, para disfrutar de la vida. Hoy, la magia de la nostalgia nos permite evocar esos tiempos para confirmar que la felicidad nos envolvía en el bullicio de las parrandas y en los encuentros con los amigos de siempre; porque así, saboreábamos la vida como si no nos importara el mañana; porque los recuerdos de esos años siguen instalados en lo profundo de nuestros corazones.
También hoy, muchos de nosotros están dispersos. Cada uno definió su proyecto de vida. Algunos viven en otras ciudades. Otros ya se han ido, pero sus recuerdos han quedado tatuados en nuestros corazones. Pero basta que suene el acordeón de Israel en una emisora; o que se escuche una nueva versión de alguna de las canciones de Rosendo; o que alguien recuerde a “Ponchito” Cotes cantando “La parranda y la mujer”, para que volvamos a estar ahí; en la esquina del encuentro previo a la parranda de ese día, en el estanco comprando whisky o aguardiente, en el acogedor patio donde haríamos la parranda, en la serenata para una novia de cualquier amigo, en el mercado del pueblo degustando deliciosas arepuelas, o inmersos en los recuerdos de esa juventud en la que no alcanzábamos a advertir que estábamos viviendo nuestros mejores días, y que de verdad, éramos inmensamente felices.
Poco después Israel decide iniciar estudios de Derecho de la Universidad Libre de Barranquilla y en esa ciudad se concreta la unión con el también villanuevero Daniel Celedón, cantante con quien alcanzó muchos éxitos musicales; para luego, en 1976, junto a Rafael Orozco Maestre, crear la agrupación El Binomio de Oro marcando un hito en la historia del vallenato, convirtiéndose esa agrupación en un referente del género vallenato y llevando nuestra música más allá de nuestras fronteras. Tras este recorrido, ya no queda duda que Israel Romero Ospino, el afamado “Pollo Isra”, logró conquistar un universo musical inimaginable gracias a las prodigiosas notas de su acordeón y a su sencilla condición humana. Con su virtuosismo excepcional y su inigualable jerarquía interpretativa, ha ganado con creces un lugar en las páginas más gloriosas de nuestro folclor, siempre acompañado por la melodiosa voz de Rafael Orozco, sumada a las hermosas composiciones de su hermano Rosendo y el respaldo musical de sus hermanos y sobrinos, y hoy con su hijo Israel David, con quienes ha dado testimonio vivo de una herencia musical inigualable.
En el nombre de amigos como: Gregorio Daza, “El Chacho” Lacouture, Ramiro y Guillermo Lacouture, “Beto” Peralta, Oscar Martinez, “Yayo” Daníes, “El Chijo” Orozco, “Beto” Barros, Armando “El Sollado” Araque, Jorge Luis Cantillo, Hernán Dangond, “El Moro” Mazeneth, Johnny Meza, Luis Edo García, Augusto Orozco, “Los Mellos” Orozco, Joaquín Orozco, Jose Aníbal y Fernando Castañeda, “El Pájaro” Pareja, Rodrigo Daza, Gustavo Bula, Rodrigo Olivella, Hernán Baquero, Efraín y Juan Carlos Orcasitas, “El Chino” Socarrás, entre muchos otros, les damos las gracias por tantas vivencias, por tantas alegrías, y por haber sido parte de una época de nuestras vidas que siempre llevaremos en el corazón.
Por Jaime José Orozco O.
Crónica que celebra la hermandad y el legado musical de la familia Romero Ospino, una dinastía vallenata cuya amistad y talento tejieron recuerdos imborrables en Villanueva y más allá.
Las buenas amistades permanecen en el tiempo cuando se apoyan en el respeto, la lealtad, la confianza, la buena comunicación y la asistencia mutua. Normalmente prosperan en personas formadas en hogares cimentados sobre sólidos principios morales y consistentes valores ciudadanos.
Estos conceptos básicos sobre la razón de ser de las buenas amistades sirven como introducción para reconocer la calidad como personas y la franqueza como amigos de cada uno de los miembros de la familia Romero Ospino, núcleo familiar conformado por un numeroso grupo de hermanos que se han destacado en los ámbitos social, familiar, musical y artístico gracias a sus ejemplares lazos de fraternidad que les han posibilitado alcanzar unidos, notables éxitos individuales y colectivos, haciéndolos merecedores del aprecio y admiración de quienes identificamos en ellos una hermandad que ha trascendido en nuestro entorno sociocultural, en razón de que todos, sin excepción, han respondido con calidad, humildad, talento y clase, a los más altos estándares del comportamiento social, expuestos con gran solvencia en los distintos escenarios donde han desarrollado sus vidas, confirmándose en cada uno de ellos una impecable conducta y una invariable muestra de señorío y don de gentes.
Se evidencia su buen desempeño social porque su amistad siempre se brinda de forma desinteresada y dispuesta a promover el crecimiento de las personas que se relacionan con ellos. Esa forma de interactuar se confirma en el trato cordial nacido de relaciones sanas y confiables; en la expresión amable y cortés hacia los demás; en la calidez de un saludo tras un encuentro casual; en la sonrisa franca que anuncia alegría verdadera; en el gesto afable impregnado de expresiones de cariño; en la actitud abierta para entender a los demás y aceptarlos como son; en la humildad y sencillez como asumen sus logros profesionales; en la ausencia de vanidad por las competencias y habilidades propias; en su inalterable caballerosidad no obstante ser reconocidos por sus exitosos proyectos musicales y artísticos.
Es de admirar que una familia de origen provinciano, compuesta por un numeroso grupo de hermanos, unidos tras un objetivo común, se haya podido destacar por su gran desempeño social y familiar, y puedan, adicionalmente, hacer gala de una apreciable habilidad para ejecutar el instrumento musical de sus preferencias, permitiéndoles modelar con ellos una propia identidad artística, siempre ligada a sus aspiraciones de realizarse individualmente sobre un instrumento específico, lo que les ha permitido integrarse con gran solvencia y profesionalismo a las agrupaciones que han conformado unidos a lo largo de su vida musical; pero además, cuando uno de ellos ha demostrado una inspiración excepcional para crear obras con un alto contenido poético que ya hacen parte del repertorio clásico de la música vallenata, y que no sólo han hecho historia dentro de nuestro folclor, sino que han impactado en el ámbito artístico y musical más allá de las fronteras patrias, convirtiéndose sus canciones tan llenas de creatividad y lirismo, en un referente para las nuevas generaciones de compositores. Ese talento individual y colectivo los ha llevado a ser reconocidos como una de las dinastías más representativas del folclor vallenato y portadores de una innegable impronta genética.
Los proyectos de vida de cada uno de los hermanos Romero Ospino siempre han girado en torno a la música y bajo un claro concepto de esfuerzo compartido. Han sabido rodearse de los mejores músicos para integrarlos a sus agrupaciones, que, gracias a su liderazgo, carisma y propuestas innovadoras, se han convertido en íconos dentro del mundo artístico y empresarial vallenato. Su capacidad de trabajo y su compromiso con la excelencia han sido los elementos diferenciadores que han potenciado sus sobresalientes condiciones a lo largo de su destacado recorrido musical.
Es justo reconocer que muchos de estos logros tuvieron su origen en la temprana orientación para que preservaran la unidad familiar como un camino seguro hacia el éxito colectivo, lo que les ha permitido sobresalir como núcleo familiar en la búsqueda de mejores resultados para todos. Gracias a ese ejemplo y a la disciplina como norma de vida, han sabido mantenerse firmes en su propósito de crecer juntos, siempre bajo la consigna de que una familia unida les brindaría mayores ventajas para su desarrollo personal, artístico y empresarial.
Quienes hemos gozado de su distinción y aprecio podemos dar fe que su amistad fluye de manera natural y enaltece a quienes nos consideramos sus amigos. Pero, además, sin que ninguno de los que hemos compartido con ellos podamos establecer diferencias sobre cuál de todos tiene más mérito como persona, o más virtudes como amigo, porque a todos los consideramos seres excepcionales que han impactado en los afectos de quienes nos hemos asomado a su grata amistad, recibiendo de su parte solo gratitud inmensa por el cariño recibido.
Por las razones aquí expuestas es que he intentado explicarme el porqué de tanta calidad como personas, tanta bonhomía como amigos, tantos logros como familia y tantos éxitos como artistas, y solo encuentro una respuesta válida: por la sencillez, la humildad y la decencia demostrada en cada uno de sus actos, valores constituidos en ejes fundamentales de su desempeño social, el cual ha estado cimentado sobre unas excelentes relaciones públicas, acompañadas por el respeto y la calidez en el trato como una singular forma de responder al cariño que todos les prodigan.
Nuestra amistad con los hermanos Romero Ospino comenzó desde muy jóvenes en nuestra natal Villanueva, teniendo como referencia los buenos comentarios que hacía nuestro padre y familiares cercanos sobre las particulares condiciones del señor Escolástico Romero, en quien reconocían una calidad humana que lo diferenciaba del resto de los acordeoneros y músicos de la época. Hoy, esa misma calidad y condición humana también la exhiben sus hijos, quienes, formados en un hogar lleno de virtudes, moldearon desde la infancia el carácter y el buen desempeño social de toda su descendencia.
En el hogar de Escolástico Romero y Ana Antonia Ospino, más conocida como “La Vieja Nuñe”, nacieron nueve hijos a saber: Rafael, Norberto, Misael, Rosendo, Israel, Limédes, Dolvis, Omaira y Nubis. Todos los hijos varones se dedicaron a la música y con todos establecimos una buena amistad, siendo más próximos a nuestra generación Misael, Rosendo e Israel, con quienes coincidimos en ocasionales fiestas juveniles, o a veces, visitando a un grupo de amigas que ya empezaban a ser pretendidas como novias por algunos de los amigos de la época.
Desde entonces, un grupo de estudiantes de bachillerato que hacíamos el tránsito de la adolescencia a la juventud, comenzamos a consolidar con ellos una amistad sincera y desinteresada, la cual se convirtió en el eje fundamental de nuestros encuentros. Eran los tiempos en que el embrujo de los aires vallenatos comenzaba a penetrar con fuerza en el alma y en el sentir de la región y el país, a través de los cantos de Bovea y sus vallenatos y Alfredo Gutiérrez y su conjunto. Pocos años después, irrumpe con arrolladora fuerza la inconfundible voz de Jorge Oñate con los Hermanos López, y la unión y el estilo musical de Emiliano y “Poncho” Zuleta, quienes logran consolidarse como los más fieles exponentes del vallenato clásico, imprimiéndole un sello distintivo a nuestra música y proyectándola como la expresión folclórica más representativa del país.
Desde esa temprana edad y bajo esa seductora expresión musical, le fuimos dando paso a una juventud que durante las vacaciones llegaba repleta de entusiasmo, de hondos suspiros por secretos amores, del añorado encuentro con amigos, y el compartir en fiestas organizadas por ciertas familias para festejar el regreso de sus hijos. Fiestas que eran amenizadas por el conjunto de Norberto Romero quien acompañado de sus hermanos hacían las delicias de la mocedad de la época.
Y llegaron los estudios universitarios y con ellos el alejamiento de nuestro terruño, pero seguíamos con el alma ansiosa por el añorado reencuentro con lo que considerábamos esencial en nuestras vidas: la familia, la amistad, la tierra, y las parrandas vallenatas al lado de grandes amigos que habrían de dejar profundas huellas en el alma y en el corazón. En aquellos años de estudios universitarios, olvidándonos de libros y exámenes, le dábamos rienda suelta a nuestra juventud, organizando parrandas en donde acompañados por un acordeón, unos buenos tragos, y un delicioso sancocho, -casi siempre “de gallina robada”-, se vivieron épocas inolvidables.
Y allí aprendimos a celebrar la vida, a divertirnos sanamente, a parrandear a nuestras anchas, a fortalecer amistades, a descubrir un mundo de lealtad y compañerismo con la grata presencia de personajes que llegaron a convertirse en el alma de cada encuentro, como lo fueron “Ponchito” Cotes, Israel Romero y Rosendo Romero, al lado de Tilo Sierra, Esteban “Chiche” Ovalle y Fred Quintero, entre tantos amigos que me haría muy extenso nombrarlos a todos.
El menor del grupo era “El Pollo Isra” como le decíamos cariñosamente, quien se desempeñaba para esa época como auxiliar en la casa cural y acolito del párroco Bernabé Arismendi; pese que su edad apenas llegaba a la adolescencia, una vez cerradas las puertas de la casa cural, en una actitud de innegable complicidad, se prestaba para que pasáramos por él como a las diez de la noche para ser el acordeonero que amenizaría la parranda, siempre con el compromiso de devolverlo entre las tres y cuatro de la madrugada para poder acompañar los oficios religiosos sin que el sacerdote se diera cuenta de sus escapadas nocturnas.
Bajo esa estratagema no faltaba nada para que todo comenzara. Israel, con el acordeón al pecho, le sacaba hermosas notas tocando las más connotadas canciones de la época. A su lado, el inolvidable “Ponchito” Cotes, que con un solo silbido le indicaba el tono de la canción del viejo “Poncho” que debían interpretar; o también, anunciando alguna de sus nacientes canciones que más tarde se revelarían como verdaderos éxitos musicales. Y entonces, llegaba el turno de Rosendo con sus canciones románticas y unas letras que olían a monte, brisa y rocío de las madrugadas; que hablaban de amores tempranos, de noviazgos frustrados, de caminos polvorientes, de sueños y quimeras refundidas en los recodos de un pueblo que siempre lo devolvía a sus más gratos recuerdos de infancia.
Con ustedes, miembros de la familia Romero Ospino, compartimos mucho más que noches de parranda, música y alegría. Compartimos confianza, complicidad y momentos especiales en nuestra juventud. Ustedes fueron el alma de cada encuentro, acompañantes perfectos de aquella época en la que bastaba un acordeón, una caja y una guacharaca, para disfrutar de la vida. Hoy, la magia de la nostalgia nos permite evocar esos tiempos para confirmar que la felicidad nos envolvía en el bullicio de las parrandas y en los encuentros con los amigos de siempre; porque así, saboreábamos la vida como si no nos importara el mañana; porque los recuerdos de esos años siguen instalados en lo profundo de nuestros corazones.
También hoy, muchos de nosotros están dispersos. Cada uno definió su proyecto de vida. Algunos viven en otras ciudades. Otros ya se han ido, pero sus recuerdos han quedado tatuados en nuestros corazones. Pero basta que suene el acordeón de Israel en una emisora; o que se escuche una nueva versión de alguna de las canciones de Rosendo; o que alguien recuerde a “Ponchito” Cotes cantando “La parranda y la mujer”, para que volvamos a estar ahí; en la esquina del encuentro previo a la parranda de ese día, en el estanco comprando whisky o aguardiente, en el acogedor patio donde haríamos la parranda, en la serenata para una novia de cualquier amigo, en el mercado del pueblo degustando deliciosas arepuelas, o inmersos en los recuerdos de esa juventud en la que no alcanzábamos a advertir que estábamos viviendo nuestros mejores días, y que de verdad, éramos inmensamente felices.
Poco después Israel decide iniciar estudios de Derecho de la Universidad Libre de Barranquilla y en esa ciudad se concreta la unión con el también villanuevero Daniel Celedón, cantante con quien alcanzó muchos éxitos musicales; para luego, en 1976, junto a Rafael Orozco Maestre, crear la agrupación El Binomio de Oro marcando un hito en la historia del vallenato, convirtiéndose esa agrupación en un referente del género vallenato y llevando nuestra música más allá de nuestras fronteras. Tras este recorrido, ya no queda duda que Israel Romero Ospino, el afamado “Pollo Isra”, logró conquistar un universo musical inimaginable gracias a las prodigiosas notas de su acordeón y a su sencilla condición humana. Con su virtuosismo excepcional y su inigualable jerarquía interpretativa, ha ganado con creces un lugar en las páginas más gloriosas de nuestro folclor, siempre acompañado por la melodiosa voz de Rafael Orozco, sumada a las hermosas composiciones de su hermano Rosendo y el respaldo musical de sus hermanos y sobrinos, y hoy con su hijo Israel David, con quienes ha dado testimonio vivo de una herencia musical inigualable.
En el nombre de amigos como: Gregorio Daza, “El Chacho” Lacouture, Ramiro y Guillermo Lacouture, “Beto” Peralta, Oscar Martinez, “Yayo” Daníes, “El Chijo” Orozco, “Beto” Barros, Armando “El Sollado” Araque, Jorge Luis Cantillo, Hernán Dangond, “El Moro” Mazeneth, Johnny Meza, Luis Edo García, Augusto Orozco, “Los Mellos” Orozco, Joaquín Orozco, Jose Aníbal y Fernando Castañeda, “El Pájaro” Pareja, Rodrigo Daza, Gustavo Bula, Rodrigo Olivella, Hernán Baquero, Efraín y Juan Carlos Orcasitas, “El Chino” Socarrás, entre muchos otros, les damos las gracias por tantas vivencias, por tantas alegrías, y por haber sido parte de una época de nuestras vidas que siempre llevaremos en el corazón.
Por Jaime José Orozco O.