“Entonces el rey se arrepintió profundamente de lo que había dicho, pero debido a los juramentos que había hecho delante de sus invitados, no le podía negar lo que pedía. Así que envió de inmediato a un verdugo a la prisión para que le cortara la cabeza a Juan y se la trajera”. San Marcos […]
“Entonces el rey se arrepintió profundamente de lo que había dicho, pero debido a los juramentos que había hecho delante de sus invitados, no le podía negar lo que pedía. Así que envió de inmediato a un verdugo a la prisión para que le cortara la cabeza a Juan y se la trajera”. San Marcos 6,26-27. NTV
Seguramente que estaba determinado que Juan fuera muerto. ¡Pero, carambas, que manera tan triste! Su destino fue decidido en medio de la algarabía y el jolgorio, donde las emociones priman sobre los juicios correctos y justos. Herodes Antipas, rey de la Galilea, celebrando la fiesta de su cumpleaños, daba una cena a sus príncipes y tribunos y a los altos dignatarios de Galilea. Tal vez bajo los efectos del vino e incitado por los agraciados movimientos danzantes de la hija de Herodías, mujer de su hermano y con quien el pretendía casarse, encontró la manera perfecta de congraciarse con sus invitados y le hizo a la joven una oferta tan generosa que no podía menos que impresionar a todos los presentes: ¡Pídeme lo que quieras y yo te lo daré!
Lo exagerado de su oferta, sin embargo, revela que Herodes habló lo primero que se le vino a la mente, sin medir las consecuencias de sus palabras y su voto. Así murió Juan el Bautista, víctima de la intriga de una amante descarada y del descontrol de un perverso gobernante en una fiesta de cumpleaños.
¡Cuán profundos pueden ser nuestros deseos por agradar e impresionar a los demás! Es un deseo de quedar bien siempre, de impactar a la gente con la manera en que actuamos para ganarnos su aprecio y favor. Ciertamente, todos tenemos la necesidad de ser amados, aceptados y reconocidos; pero cuando ese deseo está exacerbado se convierte en una obsesión y no nos alcanzan las horas ni los días para servir a otros y procurar la ocasión de recibir expresiones de amistad, aprecio y gratitud.
La historia de Herodes nos ilustra hasta que punto podemos llegar a enredarnos si permitimos que esos deseos nos desborden y gobiernen nuestro caminar. Luego, al rey, “le cayó el veinte” y entonces se entristeció por la palabra empeñada, repentinamente se dio cuenta de que su promesa había sido totalmente alocada y de cuán estúpido había sido. Pero, su deseo de no desprestigiar su imagen frente a los demás, era mucho más fuerte que su incomodidad y tristeza momentáneas. Lo esperado hubiera sido el cambio, aceptar la ligereza de sus palabras, replantear la promesa y recomponer el rumbo. Pero, el arrepentimiento requería el coraje y la valentía que tales hombres no poseen.
Amados amigos lectores, En nuestro afán de agradar a otros, muchas veces nos comprometemos con cosas que no podemos cumplir. -No tan severas como esta- pero también acabamos involucrados en situaciones no deseadas o detestables. Las palabras impulsivas y las promesas sin intención de compromiso tienden con el paso del tiempo, a erosionar nuestro verdadero sentimiento de valía y afectan nuestra autoimagen; sobre todo, si no podemos cumplir lo prometido. Jesús nos enseñó que nuestro hablar debía ser sin juramentos: “Sí, sí” o “No, no”, porque lo que es más de esto, de mal procede. Y claro, cuando a Dios hagas promesa, no tardes en cumplirla, porque él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes a Dios. Mejor es no prometer que prometer y no cumplir.
Te mando un fuerte abrazo en Cristo.
“Entonces el rey se arrepintió profundamente de lo que había dicho, pero debido a los juramentos que había hecho delante de sus invitados, no le podía negar lo que pedía. Así que envió de inmediato a un verdugo a la prisión para que le cortara la cabeza a Juan y se la trajera”. San Marcos […]
“Entonces el rey se arrepintió profundamente de lo que había dicho, pero debido a los juramentos que había hecho delante de sus invitados, no le podía negar lo que pedía. Así que envió de inmediato a un verdugo a la prisión para que le cortara la cabeza a Juan y se la trajera”. San Marcos 6,26-27. NTV
Seguramente que estaba determinado que Juan fuera muerto. ¡Pero, carambas, que manera tan triste! Su destino fue decidido en medio de la algarabía y el jolgorio, donde las emociones priman sobre los juicios correctos y justos. Herodes Antipas, rey de la Galilea, celebrando la fiesta de su cumpleaños, daba una cena a sus príncipes y tribunos y a los altos dignatarios de Galilea. Tal vez bajo los efectos del vino e incitado por los agraciados movimientos danzantes de la hija de Herodías, mujer de su hermano y con quien el pretendía casarse, encontró la manera perfecta de congraciarse con sus invitados y le hizo a la joven una oferta tan generosa que no podía menos que impresionar a todos los presentes: ¡Pídeme lo que quieras y yo te lo daré!
Lo exagerado de su oferta, sin embargo, revela que Herodes habló lo primero que se le vino a la mente, sin medir las consecuencias de sus palabras y su voto. Así murió Juan el Bautista, víctima de la intriga de una amante descarada y del descontrol de un perverso gobernante en una fiesta de cumpleaños.
¡Cuán profundos pueden ser nuestros deseos por agradar e impresionar a los demás! Es un deseo de quedar bien siempre, de impactar a la gente con la manera en que actuamos para ganarnos su aprecio y favor. Ciertamente, todos tenemos la necesidad de ser amados, aceptados y reconocidos; pero cuando ese deseo está exacerbado se convierte en una obsesión y no nos alcanzan las horas ni los días para servir a otros y procurar la ocasión de recibir expresiones de amistad, aprecio y gratitud.
La historia de Herodes nos ilustra hasta que punto podemos llegar a enredarnos si permitimos que esos deseos nos desborden y gobiernen nuestro caminar. Luego, al rey, “le cayó el veinte” y entonces se entristeció por la palabra empeñada, repentinamente se dio cuenta de que su promesa había sido totalmente alocada y de cuán estúpido había sido. Pero, su deseo de no desprestigiar su imagen frente a los demás, era mucho más fuerte que su incomodidad y tristeza momentáneas. Lo esperado hubiera sido el cambio, aceptar la ligereza de sus palabras, replantear la promesa y recomponer el rumbo. Pero, el arrepentimiento requería el coraje y la valentía que tales hombres no poseen.
Amados amigos lectores, En nuestro afán de agradar a otros, muchas veces nos comprometemos con cosas que no podemos cumplir. -No tan severas como esta- pero también acabamos involucrados en situaciones no deseadas o detestables. Las palabras impulsivas y las promesas sin intención de compromiso tienden con el paso del tiempo, a erosionar nuestro verdadero sentimiento de valía y afectan nuestra autoimagen; sobre todo, si no podemos cumplir lo prometido. Jesús nos enseñó que nuestro hablar debía ser sin juramentos: “Sí, sí” o “No, no”, porque lo que es más de esto, de mal procede. Y claro, cuando a Dios hagas promesa, no tardes en cumplirla, porque él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes a Dios. Mejor es no prometer que prometer y no cumplir.
Te mando un fuerte abrazo en Cristo.