Cuando hay gratitud hay amor, hoy siento que debo darle gracias a Dios por permitirnos disfrutar la vida de la vieja Chayo por más de ochenta y cinco años; el nueve de noviembre de este año con un sancocho de gallina criolla, a solicitud de ella, celebraríamos ese gran suceso. Pero no fue así, no nos alcanzó el tiempo para cumplir su deseo, fue a su encuentro con Dios antes de lo esperado por nosotros.
Siento que debo darle gracias a mi madre, por haber sido tan generosa en su amor, ese amor puro y sincero que solo las madres buenas suelen brindar para hijos, nietos y bisnietos, para la familia en general y los amigos que supieron ganarse su corazón. Hay gratitud por el tiempo compartido que fue sustancioso y puro.
Hay gratitud por lo que significa tener una madre valiente, una guerrera de la vida que pensó siempre en sus hijos antes que en ella. Así lo demostró hasta en el ocaso de su vida que confinada a una cama logró reunir en amor a toda la familia. Creo que fuimos justos los dos en el amor que compartimos; en el amor que sentimos: tú conmigo, yo contigo.
Porque al final del sendero cuando se llega a la meta, debe ser muy duro y triste mirar hacia atrás y no sentir el calor ni el olor de la compañía de nadie; nos llenamos de gratitud porque fue multitudinario su adiós; mucha gente acompañó su recorrido hasta esa última morada terrenal y su encuentro con Dios. Gracias a los amigos que pusieron una flor en su tumba, lograron con ello que su partida no tuviera olor a olvido y la fragancia de un poema en un valle de poesía llenara nuestros corazones.
María del Rosario Vergara Reyes, mi madre; es la madre que todos tenemos: amorosa, dedicada y especial, que no claudica en su empeño de cultivar valores, de sembrar esperanzas y cosechar hijos de virtud.
Es la madre que necesita este mundo tan convulsionado y agitado por la injusticia, la falta de valores y principios que no permiten hacer un oasis en medio del desierto. No tuvimos grandes cosas y señalo lo material; pero si de amor he de hablar nos bastó el camino, ese que Dios nos señaló para andar y tropezar, unidos.
No fuiste exigente, solo pediste lo necesario; un techo y salud para tus hijos. Tu alma indomable y valiente con tu ejemplo de ser fuerte, Dios con tu nobleza bendijo. ¡Caminante del camino! Creo que fuimos justos los dos en el amor que sentimos, tú mi madre yo tu hijo; amor que nos profesamos y el señor del cielo bendijo.
Tu mano junto a la mía, sapiencia y veteranía surcaron tus años de amor en el ocaso de flor. Orgullosos de ti estamos tus hijos. Erguidos y con el corazón henchido de amor; del mismo que nos brindaste y hoy más que nunca sentimos.
¡Hermosa madre me regaló Dios, una como la mía… quizás la tuya señor! Adiós y gracias vieja Chayo, un hasta pronto nos separa. Saludas a mi padre de mi parte, dale un abrazo y dile que lo quiero.
Quien debe estar feliz es el viejo Rober, tu hijo; juntos de nuevo en el cielo. Sólo Eso.