En la escuela nos enseñaron a romper filas con un grito: “¡Viva Colombia, abajo el Perú!”.
En la escuela nos enseñaron a romper filas con un grito: “¡Viva Colombia, abajo el Perú!”. La mayoría de las tropas colombianas que mandaron a la frontera se perdieron en la selva. Los ejércitos enemigos no se encontraron nunca. Unos refugiados de la Primera Guerra Mundial que fundaron Avianca se pusieron al servicio del gobierno y se fueron a la guerra con sus aviones de papel de aluminio. Uno de ellos cayó en plena selva y las tambochas le comieron las piernas: yo lo conocí más tarde, llevando sus condecoraciones en silla de ruedas. Los aviadores alemanes al servicio de Colombia bombardearon con cocos una procesión del Corpus Christi en una aldea fronteriza del Perú.
Un militar colombiano cayó herido en una escaramuza y aquello fue como una lotería para el gobierno: llevaron al herido por todo el país, como una prueba de la crueldad de Sánchez Cerro, y tanto lo llevaron y trajeron que al pobre hombre, herido en un tobillo, se le gangrenó la pierna y murió. Tengo dos mil anécdotas como esta. Si tú investigas la historia del lado del Perú y yo la investigo del lado de Colombia, te aseguro que escribimos el libro más delirante, increíble y aparatoso que se pueda concebir.
A Mario, asegura Gabo, le atrajo la idea. Pero no tanto como a él mismo, que vislumbraba la magia de un Macondo amazónico. García Márquez insistió con nuevos anzuelos: “La posibilidad de dinamitar la patriotería convencional es sencillamente histórica”. Además de la importancia política de la aventura, ella entrañaba deliciosas peripecias, como un fracasado intento colombiano de reventar la guerra desde el aire mediante un sesquiplano que nunca llegó a elevarse más de diez metros y terminó dedicado a “hace giras turísticas a ras de agua en la bahía de Tumaco”. Para rematar, Gabo reveló que no solo contaba con el portentoso material sino también con el secreto de la receta: “Hay que tratarlo con la tranquila objetividad de un reportaje, con recursos y técnicas puramente periodísticos, y con una seriedad y una abundancia de datos que dejen a los mojigatos clavados en la pared”.
Pasado un tiempo, Aracataca atacó de nuevo.
Convencido de que era indispensable vincular “un cómplice peruano” al proyecto, García Márquez planteó a Vargas Llosa desenterrar viejos papeles de los archivos de ambos países y formuló una recomendación perentoria: guardar el secreto y luego sí “soltar el cañonazo”.
No hay cartas de MVLL al respecto. Todo indica que la propuesta no lo sedujo, pero el tema bélico le quedó sonando, pues en 1981 publicó La guerra del fin del mundo, novela de 928 páginas sobre un episodio histórico-religioso ocurrido en Brasil.
Gabo esperó otros dos meses, y el 12 de mayo de 1967 invitó de nuevo a su colega a reunirse y elaborar “un plan narrativo general”. No consta que el destinatario hubiera aceptado. Ni siquiera respondido.
Dieciocho días después estalló la bomba: con estrepitoso éxito instantáneo y universal se publicó ’Cien años de soledad’. Gabo subió a los cielos literarios en cuerpo y alma, a la manera de Remedios la Bella, y Vargas Llosa recibió la obra de su amigo como el máximo suceso del llamado Boom: la arrasadora presencia en las letras mundiales de un grupo de grandes escritores latinoamericanos.
Los Buendía enterraron para siempre el tema de la guerra amazónica. Sin embargo, la batalla entre Colombia y el Perú afloró de nuevo con ribetes extraños e inesperados. Pasado un tiempo en que anduvieron por rutas distintas, Gabo y Vargas Llosa volvieron a verse en Ciudad de México a principios de 1976. Asistían, con un grupo de amigos, al estreno de una película y aconteció lo impensable. GGM abrió los brazos para saludar al querido cuate y este le aplicó un puñetazo que le enlutó el ojo izquierdo durante semanas.
Nunca más se dirigieron la palabra. Nunca más se vieron. Nadie sabe aún qué ocurrió entre los dos grandes amigos. Se habla de celos profesionales, de diferencias políticas, de infidelidades y sospechas. ¡Quién sabe! Durante treinta y ocho años se produjeron reiterados intentos de reconciliación, pero todos fracasaron. Libros se publicaron, artículos especulativos salieron e hipótesis se barajaron. El misterio continúa.
Esa tarde del 12 de febrero se libró a trompada limpia la última batalla de la contienda entre vecinos y hermanos. Era el final de la guerra del Boom.
Por: Daniel Samper Pizano.
En la escuela nos enseñaron a romper filas con un grito: “¡Viva Colombia, abajo el Perú!”.
En la escuela nos enseñaron a romper filas con un grito: “¡Viva Colombia, abajo el Perú!”. La mayoría de las tropas colombianas que mandaron a la frontera se perdieron en la selva. Los ejércitos enemigos no se encontraron nunca. Unos refugiados de la Primera Guerra Mundial que fundaron Avianca se pusieron al servicio del gobierno y se fueron a la guerra con sus aviones de papel de aluminio. Uno de ellos cayó en plena selva y las tambochas le comieron las piernas: yo lo conocí más tarde, llevando sus condecoraciones en silla de ruedas. Los aviadores alemanes al servicio de Colombia bombardearon con cocos una procesión del Corpus Christi en una aldea fronteriza del Perú.
Un militar colombiano cayó herido en una escaramuza y aquello fue como una lotería para el gobierno: llevaron al herido por todo el país, como una prueba de la crueldad de Sánchez Cerro, y tanto lo llevaron y trajeron que al pobre hombre, herido en un tobillo, se le gangrenó la pierna y murió. Tengo dos mil anécdotas como esta. Si tú investigas la historia del lado del Perú y yo la investigo del lado de Colombia, te aseguro que escribimos el libro más delirante, increíble y aparatoso que se pueda concebir.
A Mario, asegura Gabo, le atrajo la idea. Pero no tanto como a él mismo, que vislumbraba la magia de un Macondo amazónico. García Márquez insistió con nuevos anzuelos: “La posibilidad de dinamitar la patriotería convencional es sencillamente histórica”. Además de la importancia política de la aventura, ella entrañaba deliciosas peripecias, como un fracasado intento colombiano de reventar la guerra desde el aire mediante un sesquiplano que nunca llegó a elevarse más de diez metros y terminó dedicado a “hace giras turísticas a ras de agua en la bahía de Tumaco”. Para rematar, Gabo reveló que no solo contaba con el portentoso material sino también con el secreto de la receta: “Hay que tratarlo con la tranquila objetividad de un reportaje, con recursos y técnicas puramente periodísticos, y con una seriedad y una abundancia de datos que dejen a los mojigatos clavados en la pared”.
Pasado un tiempo, Aracataca atacó de nuevo.
Convencido de que era indispensable vincular “un cómplice peruano” al proyecto, García Márquez planteó a Vargas Llosa desenterrar viejos papeles de los archivos de ambos países y formuló una recomendación perentoria: guardar el secreto y luego sí “soltar el cañonazo”.
No hay cartas de MVLL al respecto. Todo indica que la propuesta no lo sedujo, pero el tema bélico le quedó sonando, pues en 1981 publicó La guerra del fin del mundo, novela de 928 páginas sobre un episodio histórico-religioso ocurrido en Brasil.
Gabo esperó otros dos meses, y el 12 de mayo de 1967 invitó de nuevo a su colega a reunirse y elaborar “un plan narrativo general”. No consta que el destinatario hubiera aceptado. Ni siquiera respondido.
Dieciocho días después estalló la bomba: con estrepitoso éxito instantáneo y universal se publicó ’Cien años de soledad’. Gabo subió a los cielos literarios en cuerpo y alma, a la manera de Remedios la Bella, y Vargas Llosa recibió la obra de su amigo como el máximo suceso del llamado Boom: la arrasadora presencia en las letras mundiales de un grupo de grandes escritores latinoamericanos.
Los Buendía enterraron para siempre el tema de la guerra amazónica. Sin embargo, la batalla entre Colombia y el Perú afloró de nuevo con ribetes extraños e inesperados. Pasado un tiempo en que anduvieron por rutas distintas, Gabo y Vargas Llosa volvieron a verse en Ciudad de México a principios de 1976. Asistían, con un grupo de amigos, al estreno de una película y aconteció lo impensable. GGM abrió los brazos para saludar al querido cuate y este le aplicó un puñetazo que le enlutó el ojo izquierdo durante semanas.
Nunca más se dirigieron la palabra. Nunca más se vieron. Nadie sabe aún qué ocurrió entre los dos grandes amigos. Se habla de celos profesionales, de diferencias políticas, de infidelidades y sospechas. ¡Quién sabe! Durante treinta y ocho años se produjeron reiterados intentos de reconciliación, pero todos fracasaron. Libros se publicaron, artículos especulativos salieron e hipótesis se barajaron. El misterio continúa.
Esa tarde del 12 de febrero se libró a trompada limpia la última batalla de la contienda entre vecinos y hermanos. Era el final de la guerra del Boom.
Por: Daniel Samper Pizano.