No me gustan esas gentes que imprimen a su paso un lenguaje incendiario destructivo. Por mucha retórica que se utilice, la falsedad nos destruye nuestra alentada existencia. No olvidemos que la evidencia siempre triunfa por sí misma. Por tanto, a las cosas hay que llamarlas por su nombre. A mi juicio, hay que poner techo […]
No me gustan esas gentes que imprimen a su paso un lenguaje incendiario destructivo. Por mucha retórica que se utilice, la falsedad nos destruye nuestra alentada existencia. No olvidemos que la evidencia siempre triunfa por sí misma. Por tanto, a las cosas hay que llamarlas por su nombre. A mi juicio, hay que poner techo en algunas actitudes. Ya está bien de esparcir veneno hacia aquellas personas que piensan diferente a nosotros. Un respeto, por favor. Cuidado con el odio sembrado, tan de moda en esta época, por cierto extendido como la pólvora a través de las diversas redes sociales, pues este modo de proceder engañando, de confundirlo todo, lo que genera es un ambiente trágico de violencia y crueldad que nos acaba devorando como especie. En consecuencia, todos estamos llamados a promover otras miradas más auténticas, otras visiones más verídicas, también a pronunciar otros discursos menos vengativos, para poder defender aquellos valores que nos unen, y así también poder cimentar una sola familia humana que, como tal, no tiemble de frío.
El vínculo que nos une no es tanto de sangre, sino de respeto y de consideración. No lo tenemos fácil.
Indudablemente, si queremos contribuir al cambio de comportamiento, no puede quedar nada impune, lo que nos exige reconstruirnos bajo otros espacios más equitativos, mediante un clima de sinceridad que movilice nuestras propias energías hacia el encuentro con el prójimo, hasta hacerlo próximo a cada cual. En efecto, todos estamos llamados a ser comunidad, y en esto la fuerza de lo armónico, es primordial. Nunca habrá sosiego entre análogos si cultivamos la hipocresía como diálogo, y este conversar lo adoctrinamos a nuestro antojo. Pensemos que la certeza es única como únicos somos también nosotros, y que es verdaderamente lo que nos acerca. Quizás tengamos que regresar, una vez más, a ese aliento que nace del propio devenir de las cosas para poder entendernos y, bajo esta potestad de familia pensante, poder decidir racionalmente entre tanta diversidad. Ahora bien, hay que estar alerta, con esa atmósfera de manipuladores que nos gobiernan a veces, pues su fuerza es realmente demoledora.
Al fin y al cabo, todos somos un pedazo de alguien metafóricamente y, asimismo, un trozo del universo. En consecuencia, en lugar de estas retóricas repelentes que, personalmente me agotan, prefiero la estética de la moral que al menos nos corrige y nos hace sentir bien.
No me gustan esas gentes que imprimen a su paso un lenguaje incendiario destructivo. Por mucha retórica que se utilice, la falsedad nos destruye nuestra alentada existencia. No olvidemos que la evidencia siempre triunfa por sí misma. Por tanto, a las cosas hay que llamarlas por su nombre. A mi juicio, hay que poner techo […]
No me gustan esas gentes que imprimen a su paso un lenguaje incendiario destructivo. Por mucha retórica que se utilice, la falsedad nos destruye nuestra alentada existencia. No olvidemos que la evidencia siempre triunfa por sí misma. Por tanto, a las cosas hay que llamarlas por su nombre. A mi juicio, hay que poner techo en algunas actitudes. Ya está bien de esparcir veneno hacia aquellas personas que piensan diferente a nosotros. Un respeto, por favor. Cuidado con el odio sembrado, tan de moda en esta época, por cierto extendido como la pólvora a través de las diversas redes sociales, pues este modo de proceder engañando, de confundirlo todo, lo que genera es un ambiente trágico de violencia y crueldad que nos acaba devorando como especie. En consecuencia, todos estamos llamados a promover otras miradas más auténticas, otras visiones más verídicas, también a pronunciar otros discursos menos vengativos, para poder defender aquellos valores que nos unen, y así también poder cimentar una sola familia humana que, como tal, no tiemble de frío.
El vínculo que nos une no es tanto de sangre, sino de respeto y de consideración. No lo tenemos fácil.
Indudablemente, si queremos contribuir al cambio de comportamiento, no puede quedar nada impune, lo que nos exige reconstruirnos bajo otros espacios más equitativos, mediante un clima de sinceridad que movilice nuestras propias energías hacia el encuentro con el prójimo, hasta hacerlo próximo a cada cual. En efecto, todos estamos llamados a ser comunidad, y en esto la fuerza de lo armónico, es primordial. Nunca habrá sosiego entre análogos si cultivamos la hipocresía como diálogo, y este conversar lo adoctrinamos a nuestro antojo. Pensemos que la certeza es única como únicos somos también nosotros, y que es verdaderamente lo que nos acerca. Quizás tengamos que regresar, una vez más, a ese aliento que nace del propio devenir de las cosas para poder entendernos y, bajo esta potestad de familia pensante, poder decidir racionalmente entre tanta diversidad. Ahora bien, hay que estar alerta, con esa atmósfera de manipuladores que nos gobiernan a veces, pues su fuerza es realmente demoledora.
Al fin y al cabo, todos somos un pedazo de alguien metafóricamente y, asimismo, un trozo del universo. En consecuencia, en lugar de estas retóricas repelentes que, personalmente me agotan, prefiero la estética de la moral que al menos nos corrige y nos hace sentir bien.