Era la hora en que el pueblo moría devorado por su propio silencio. La brasa del sol señoreaba su ardentía en lo más arriba del cielo dando rebrillo en las hojas de los árboles como presagio de las lluvias que vendrían en abril.
Era la hora en que el pueblo moría devorado por su propio silencio. La brasa del sol señoreaba su ardentía en lo más arriba del cielo dando rebrillo en las hojas de los árboles como presagio de las lluvias que vendrían en abril. De rato en rato, como único vestigio de vida, con desgarradora tristeza trepidaba el vibrato de un rey de gallinero, respondido al instante por la garganta de otros gallos por allá en los últimos patios.
Era la primera tarde. De repente, en ese pueblo tullido de aburrimiento, se escuchó en la calle el ruido de pisadas afanosas. Cuatro policías arreaban a trece adultos que vestían la túnica amoratada de los penitentes de la Hermandad de Jesús.
La acusación era feísima. Se supo que, cuando terminaba la procesión de la noche anterior, unos nazarenos se habían cargado una arroba de carne tasajeada que estaba tendida sobre una cuerda en el patio de la Policía. Un chivato había dado el dato del traspatio donde se fogateaban las pencas del robo.
La nueva de los penitentes en la cárcel voló con alas de noticia absurda, de puerta a puerta y se fue por los patios. Entonces, salió la gente que se encaminó hacia a la estación de Policía. Las ramas de los árboles que daban con el patio de está, fueron ocupadas por una muchachada que desde allí atisbaba a los detenidos que no cupieron en un calabozo de dos por dos, y de pie permanecían mudos con la cara encapuchada para cubrir la vergüenza. Pero los muchachos, como una pandilla de simios, barajaban nombres según la apariencia del reo: “que aquel del rincón, por lo papujo se parecía a Faustino Ochoa; que aquel derrengado podía ser Roberto Rosado; que aquel cascorvo era Fidelito Urdiales; que aquel culichupao y cojo sería Cheíto Romero”.
Ya era una muchedumbre frente a la Policía, cuando apareció Peregrino Montero, el capitán de los nazarenos, con la Biblia y un Código Penal. Lucía el prestigio apabullante de ser un entendido en leyes desde cuando fue escribiente de un juzgado en una ciudad, y porque recitaba renglones de la encíclica de un papa, lo que le daba el talante de erudito en asuntos de curas, laberintos de latines y aforismos de abogados.
Su figura repujada, como la de un cardenal del Renacimiento, no iba con el ayuno de Cuaresma. Traspuso el umbral de la Policía con la respiración pedregosa, lo que revelaba su estado de ira santa. Tomó asiento con un ademán de enojo.
El gentío llevó taburetes y sombrillas. Otros anudaron las puntas del pañuelo para usarlo como un gorro que los cubriera de la dictadura del sol. Todos esperaban ansiosos la voz de la defensa, que no sería otra que la garganta autorizada de Peregrino Montero.
Los vendedores ambulantes de Semana Santa ahora estaban allí. El carrito de los helados; el de algodón de azúcar; el de las crispetas; el de la chicha. Una señora soplaba con una tapa de olla un anafe para montar sus calderos de fritanga, y el señor de la ruleta llegó con su mesa y su mantel de hule con las figuras de una rosa, un enano, un payaso y otros monicongos. Alguien propuso traer la bocina de la cantina de Julio Luque para transmitir el debate, a lo que se oponía el Comisario, pero el defensor de los reos le atajó la negativa con un gesto ciceroniano de la mano, y entonces dijo: “Con el respeto que debo a su autoridad, le recuerdo que vox populi, voz Dei, es decir, la voz del pueblo es la voz de Dios”.
De mala gana entonces el Comisario consintió en que trajeran el altoparlante de “La Chispa”, la cantina de Julio. La voz de Peregrino ahora era potente a través del altavoz. Su oración forense comenzó con una invocación cuando, levantando las manos y los ojos al cielo, exclamó: ¡Exurge Domine et judicam causan tuam!
Luego con aire de suficiencia paseó una mirada sobre el montón silencioso de los concurrentes que oían sus palabras. Después hizo la traducción, añadiendo: “¡Levántate Señor y juzga tu causa!”
Argumentó después que la acusación atacaba la base del Concordato entre el Vaticano y el Gobierno porque violaba el respeto a las comunidades católicas. Sostenía que los reos comieron de aquella carne sustraída del patio de la Policía, sólo como invitados a esa comilona por uno de los nazarenos y éste, a su vez, invitado por alguien ajeno a la Comunidad de Jesús, había llevado a los otros, pero por existir un parentesco en un grado cercano de sangre con ese primer invitante, no estaba obligado a declarar contra sí mismo, ni contra un pariente, según el principio nemo tenetur se ipsum acusare. Además, invocaba in dubio pro reo, que significa que la duda se resuelve a favor del acusado. Alegaba que no hubo delito in fraganti porque no fueron sorprendidos en el momento del robo y por eso ese caso era una detención arbitraria que no aguantaba un habeas corpus. Aducía que el Comisario era el jefe jerárquico del puesto de policía y por tanto violaba el principio nemo ese iudex in sua causa potest, que traduce: nadie podía ser juez y parte, y por tanto lo recusaba como autoridad idónea para conocer del asunto.
Dos horas llevaba Peregrino Montero desarrollando esos temas con tono de tribuno ofendido, pero hubo de suspender dos veces porque afuera ocurría una pelea de perros que se batían en un revoltijo de rugidos y dientes alborotando a la gente con gritos de apuestas. Después, dos mujeres fueron causa de frases mugres, revolcones y desgreños, en un cuerpo a cuerpo por el suelo a causa de un marido mal compartido.
Supo el Comisario, que el cura del lugar había mandado un escrito de queja al obispo del Vicariato, y que éste lo había retrasmitido por teléfono a la Capital, al propio Nuncio Apostólico, quien se aprestaba a dejar una nota de protesta ante el alto Gobierno. Además, se decía que todos los nazarenos del pueblo se iban a una huelga de hambre por el atropello a la dignidad de sus hermanos de cofradía. También se comentaba que venía “María la Bandida”, la camioneta de Héctor Merlano, apiñada de periodistas batuteados por Carlos Quintero y Armando Gnecco.
El Comisario soplaba su nariz en un pañuelo, indicio de su nerviosismo. Había llegado de forastero a ese pueblo caliente para hacer su judicatura y titularse de abogado en una vetusta universidad de dominicos. Era su primer caso y aún sus mejillas tenían el rubor de zapote, como es propio en la gente de las cordilleras. Estaba convencido que los nazarenos eran los del robo, pero ese asunto parroquial iba tomando mala cara, y sólo había un indicio débil en contra de ellos porque nada desmentía sus coartadas de estar en el sitio de la fogata por una tercera invitación. Quiso entonces poner fin a todo ese asunto del cual presentía una complicación si seguía sin darle una solución de ya. Entonces, cuando nadie lo esperaba, sentenció de tajo: “En nombre de la justicia declaro no probados los cargos y mando que los presos queden en libertad”.
Dicho tal veredicto, una mujer con un delantal ceñido a la cintura apareció en la calle y abriéndose paso a empellones llegó a la puerta de la Policía. Con voz alta para superar el murmullo de su aparición repentina, gritó: “¡Pido justicia! Quiero que estos nazarenos sinvergüenzas me paguen los cinco pesos que me prometieron para asar la carne”.
El Comisario mostró una sonrisa ancha. Por fin había aparecido la prueba reina para condenar a los reos del famoso robo. Entonces habló: “¡Se reabre el caso para examinar otra evidencia!”.
Pero Peregrino Montero le salió al quite: “¡Nanai cucas, Comisario! Ya usted dictó sentencia. Invoco el principio jurídico de non bis in ídem, que significa no dos veces por lo mismo. Este asunto es res iudicata, esto es: caso juzgado. ¡Ya tenemos justicia soberana!”.
El Comisario movió la cabeza de un lado a otro en un gesto de impotencia. En verdad, era cosa juzgada por ser un asunto de única instancia. Al instante, remordido por su fallo atolondrado y su propia debilidad en el caso que había cerrado, no reparó en que estaba allí ante la bocina de la cantina, y por eso se sorprendió cuando escuchó en ella su misma voz, que también oyeron todos, cuando dijo. “En esta patria de pícaros hasta las leyes hacen trampa”.
Ya el sol hundido en el horizonte daba su último reflejo en las nubes más altas coloreándolas con cuajarones de sangre.
El Comisario deambuló por las calles del pueblo cavilando en los acontecimientos de la tarde. Había estudiado leyes para rendir culto a la verdad como fin de la justicia, pero ahora entendía que las realidades iban en contravía de sus libros idealistas. Sentía un latigazo al recordar al padre Vaccaro, su profesor de Ética, cuando repetía en la cátedra: “Hay que hacer justicia aun cuando se desgajen los cielos”. Dedujo además que perdería su cargo de Comisario por sus últimas e impulsivas palabras en esa querella, y lo asimiló como un castigo justo por su aturdido temor en el fallo.
Se sintió mejor después de estas conjeturas y un rato más tarde, con menos peso en el alma, sus pasos, calle arriba, se fueron deshaciendo en el betún de la noche.
Por: Rodolfo Ortega Montero
Era la hora en que el pueblo moría devorado por su propio silencio. La brasa del sol señoreaba su ardentía en lo más arriba del cielo dando rebrillo en las hojas de los árboles como presagio de las lluvias que vendrían en abril.
Era la hora en que el pueblo moría devorado por su propio silencio. La brasa del sol señoreaba su ardentía en lo más arriba del cielo dando rebrillo en las hojas de los árboles como presagio de las lluvias que vendrían en abril. De rato en rato, como único vestigio de vida, con desgarradora tristeza trepidaba el vibrato de un rey de gallinero, respondido al instante por la garganta de otros gallos por allá en los últimos patios.
Era la primera tarde. De repente, en ese pueblo tullido de aburrimiento, se escuchó en la calle el ruido de pisadas afanosas. Cuatro policías arreaban a trece adultos que vestían la túnica amoratada de los penitentes de la Hermandad de Jesús.
La acusación era feísima. Se supo que, cuando terminaba la procesión de la noche anterior, unos nazarenos se habían cargado una arroba de carne tasajeada que estaba tendida sobre una cuerda en el patio de la Policía. Un chivato había dado el dato del traspatio donde se fogateaban las pencas del robo.
La nueva de los penitentes en la cárcel voló con alas de noticia absurda, de puerta a puerta y se fue por los patios. Entonces, salió la gente que se encaminó hacia a la estación de Policía. Las ramas de los árboles que daban con el patio de está, fueron ocupadas por una muchachada que desde allí atisbaba a los detenidos que no cupieron en un calabozo de dos por dos, y de pie permanecían mudos con la cara encapuchada para cubrir la vergüenza. Pero los muchachos, como una pandilla de simios, barajaban nombres según la apariencia del reo: “que aquel del rincón, por lo papujo se parecía a Faustino Ochoa; que aquel derrengado podía ser Roberto Rosado; que aquel cascorvo era Fidelito Urdiales; que aquel culichupao y cojo sería Cheíto Romero”.
Ya era una muchedumbre frente a la Policía, cuando apareció Peregrino Montero, el capitán de los nazarenos, con la Biblia y un Código Penal. Lucía el prestigio apabullante de ser un entendido en leyes desde cuando fue escribiente de un juzgado en una ciudad, y porque recitaba renglones de la encíclica de un papa, lo que le daba el talante de erudito en asuntos de curas, laberintos de latines y aforismos de abogados.
Su figura repujada, como la de un cardenal del Renacimiento, no iba con el ayuno de Cuaresma. Traspuso el umbral de la Policía con la respiración pedregosa, lo que revelaba su estado de ira santa. Tomó asiento con un ademán de enojo.
El gentío llevó taburetes y sombrillas. Otros anudaron las puntas del pañuelo para usarlo como un gorro que los cubriera de la dictadura del sol. Todos esperaban ansiosos la voz de la defensa, que no sería otra que la garganta autorizada de Peregrino Montero.
Los vendedores ambulantes de Semana Santa ahora estaban allí. El carrito de los helados; el de algodón de azúcar; el de las crispetas; el de la chicha. Una señora soplaba con una tapa de olla un anafe para montar sus calderos de fritanga, y el señor de la ruleta llegó con su mesa y su mantel de hule con las figuras de una rosa, un enano, un payaso y otros monicongos. Alguien propuso traer la bocina de la cantina de Julio Luque para transmitir el debate, a lo que se oponía el Comisario, pero el defensor de los reos le atajó la negativa con un gesto ciceroniano de la mano, y entonces dijo: “Con el respeto que debo a su autoridad, le recuerdo que vox populi, voz Dei, es decir, la voz del pueblo es la voz de Dios”.
De mala gana entonces el Comisario consintió en que trajeran el altoparlante de “La Chispa”, la cantina de Julio. La voz de Peregrino ahora era potente a través del altavoz. Su oración forense comenzó con una invocación cuando, levantando las manos y los ojos al cielo, exclamó: ¡Exurge Domine et judicam causan tuam!
Luego con aire de suficiencia paseó una mirada sobre el montón silencioso de los concurrentes que oían sus palabras. Después hizo la traducción, añadiendo: “¡Levántate Señor y juzga tu causa!”
Argumentó después que la acusación atacaba la base del Concordato entre el Vaticano y el Gobierno porque violaba el respeto a las comunidades católicas. Sostenía que los reos comieron de aquella carne sustraída del patio de la Policía, sólo como invitados a esa comilona por uno de los nazarenos y éste, a su vez, invitado por alguien ajeno a la Comunidad de Jesús, había llevado a los otros, pero por existir un parentesco en un grado cercano de sangre con ese primer invitante, no estaba obligado a declarar contra sí mismo, ni contra un pariente, según el principio nemo tenetur se ipsum acusare. Además, invocaba in dubio pro reo, que significa que la duda se resuelve a favor del acusado. Alegaba que no hubo delito in fraganti porque no fueron sorprendidos en el momento del robo y por eso ese caso era una detención arbitraria que no aguantaba un habeas corpus. Aducía que el Comisario era el jefe jerárquico del puesto de policía y por tanto violaba el principio nemo ese iudex in sua causa potest, que traduce: nadie podía ser juez y parte, y por tanto lo recusaba como autoridad idónea para conocer del asunto.
Dos horas llevaba Peregrino Montero desarrollando esos temas con tono de tribuno ofendido, pero hubo de suspender dos veces porque afuera ocurría una pelea de perros que se batían en un revoltijo de rugidos y dientes alborotando a la gente con gritos de apuestas. Después, dos mujeres fueron causa de frases mugres, revolcones y desgreños, en un cuerpo a cuerpo por el suelo a causa de un marido mal compartido.
Supo el Comisario, que el cura del lugar había mandado un escrito de queja al obispo del Vicariato, y que éste lo había retrasmitido por teléfono a la Capital, al propio Nuncio Apostólico, quien se aprestaba a dejar una nota de protesta ante el alto Gobierno. Además, se decía que todos los nazarenos del pueblo se iban a una huelga de hambre por el atropello a la dignidad de sus hermanos de cofradía. También se comentaba que venía “María la Bandida”, la camioneta de Héctor Merlano, apiñada de periodistas batuteados por Carlos Quintero y Armando Gnecco.
El Comisario soplaba su nariz en un pañuelo, indicio de su nerviosismo. Había llegado de forastero a ese pueblo caliente para hacer su judicatura y titularse de abogado en una vetusta universidad de dominicos. Era su primer caso y aún sus mejillas tenían el rubor de zapote, como es propio en la gente de las cordilleras. Estaba convencido que los nazarenos eran los del robo, pero ese asunto parroquial iba tomando mala cara, y sólo había un indicio débil en contra de ellos porque nada desmentía sus coartadas de estar en el sitio de la fogata por una tercera invitación. Quiso entonces poner fin a todo ese asunto del cual presentía una complicación si seguía sin darle una solución de ya. Entonces, cuando nadie lo esperaba, sentenció de tajo: “En nombre de la justicia declaro no probados los cargos y mando que los presos queden en libertad”.
Dicho tal veredicto, una mujer con un delantal ceñido a la cintura apareció en la calle y abriéndose paso a empellones llegó a la puerta de la Policía. Con voz alta para superar el murmullo de su aparición repentina, gritó: “¡Pido justicia! Quiero que estos nazarenos sinvergüenzas me paguen los cinco pesos que me prometieron para asar la carne”.
El Comisario mostró una sonrisa ancha. Por fin había aparecido la prueba reina para condenar a los reos del famoso robo. Entonces habló: “¡Se reabre el caso para examinar otra evidencia!”.
Pero Peregrino Montero le salió al quite: “¡Nanai cucas, Comisario! Ya usted dictó sentencia. Invoco el principio jurídico de non bis in ídem, que significa no dos veces por lo mismo. Este asunto es res iudicata, esto es: caso juzgado. ¡Ya tenemos justicia soberana!”.
El Comisario movió la cabeza de un lado a otro en un gesto de impotencia. En verdad, era cosa juzgada por ser un asunto de única instancia. Al instante, remordido por su fallo atolondrado y su propia debilidad en el caso que había cerrado, no reparó en que estaba allí ante la bocina de la cantina, y por eso se sorprendió cuando escuchó en ella su misma voz, que también oyeron todos, cuando dijo. “En esta patria de pícaros hasta las leyes hacen trampa”.
Ya el sol hundido en el horizonte daba su último reflejo en las nubes más altas coloreándolas con cuajarones de sangre.
El Comisario deambuló por las calles del pueblo cavilando en los acontecimientos de la tarde. Había estudiado leyes para rendir culto a la verdad como fin de la justicia, pero ahora entendía que las realidades iban en contravía de sus libros idealistas. Sentía un latigazo al recordar al padre Vaccaro, su profesor de Ética, cuando repetía en la cátedra: “Hay que hacer justicia aun cuando se desgajen los cielos”. Dedujo además que perdería su cargo de Comisario por sus últimas e impulsivas palabras en esa querella, y lo asimiló como un castigo justo por su aturdido temor en el fallo.
Se sintió mejor después de estas conjeturas y un rato más tarde, con menos peso en el alma, sus pasos, calle arriba, se fueron deshaciendo en el betún de la noche.
Por: Rodolfo Ortega Montero