“Frida es sinónimo de amor”. Eso escribió Diego Rivera y se lee en una de las plaquitas que están diseminadas por el amplio patio, y hay más frases románticas del muralista para la artista de vida enigmática, escandalosa, libre, fantástica, la misma que dijo: “Hacer el amor con Trotsky es como hacerlo con Dios”. El […]
“Frida es sinónimo de amor”. Eso escribió Diego Rivera y se lee en una de las plaquitas que están diseminadas por el amplio patio, y hay más frases románticas del muralista para la artista de vida enigmática, escandalosa, libre, fantástica, la misma que dijo: “Hacer el amor con Trotsky es como hacerlo con Dios”. El histórico patio, lleno de sombras, de rayos de sol filtrados por la fronda de los árboles, de fascinaciones de la casa donde nació y vivió Frida Kahlo, en ciudad de México. En ella entré como a un templo con la emoción reprimida y las expectativas abiertas. Ya había visto en el MOMA de New York su pintura, su autorretrato al lado de las Señoritas de Aviñón, de Picasso. Y me dije: “…se pintó y se pintó y se pintó”, figura que vi repetida o casi igual en uno de los salones que conducen a su dormitorio intacto, se nota el cuidado, en su cama con una colcha blanca tejida en crochet, y llena de catrinas, una de sus obsesiones.
Es un museo que sobresale en Coyoacán, a unas cuadras de donde mataron a Trotsky quien también vivió refugiado un tiempo en la Casa Azul hasta cuando rompió relaciones con Rivera, por sus amor fugaz con Frida, y a otras cuadras del célebre mercado donde se comen las mejores quesadillas, bullicioso y alegre nos daba la impresión de estar en la costa.
Yo creía que Frida había sido sobrevalorada, pero al conocer bien su historia y respirar el aire de sus aposentos, la solemnidad de su pequeña galería, la amplitud de su patio sombreado por grandes y frondosos árboles de sicomoro, su vida de creación, de desorden, ese que caracteriza a los espíritus libres, cambié de parecer y comprendí por qué en todas partes de Ciudad de México se venden desde camisetas, vasos, agendas, llaveros, lámparas, cuadritos, cajas de música, en fin, una extensa variedad de suvenires con la imagen de la mujer de cejas encontradas y vestido típicos que siempre la han hecho ver como una niña; sí, niña otro de los tratamientos tiernos de Diego y que están labrados en las ya mencionadas plaquitas: “Frida es ácida y tierna; dura como el acero y delicada y fina como el ala de una mariposa; adorable como una bella y profunda sonrisa y cruel como la amargura de la vida”.
Hay vidas que subyugan y hacen que uno se siente en la casa dónde transcurrieron a imaginar cómo sería ese personaje que ha inspirado a tantos y tantos, dando vueltas por la habitaciones, escudriñando en cada rincón, pero especialmente, cuando se ha sido artista, cuando su obra ha trascendido las fronteras del mundo, obras que se encuentra colgada de las antiguas paredes gruesas de barro centenario.
Valió la pena la larga espera, la cola para entrar, que se sobrellevó con una amena charla con una mejicana que quería saber de Colombia y yo que quería saber de México, porque en un escenario azul, en el que la vida se vivió en todos sus matices, no es fácil entrar.
“Frida es sinónimo de amor”. Eso escribió Diego Rivera y se lee en una de las plaquitas que están diseminadas por el amplio patio, y hay más frases románticas del muralista para la artista de vida enigmática, escandalosa, libre, fantástica, la misma que dijo: “Hacer el amor con Trotsky es como hacerlo con Dios”. El […]
“Frida es sinónimo de amor”. Eso escribió Diego Rivera y se lee en una de las plaquitas que están diseminadas por el amplio patio, y hay más frases románticas del muralista para la artista de vida enigmática, escandalosa, libre, fantástica, la misma que dijo: “Hacer el amor con Trotsky es como hacerlo con Dios”. El histórico patio, lleno de sombras, de rayos de sol filtrados por la fronda de los árboles, de fascinaciones de la casa donde nació y vivió Frida Kahlo, en ciudad de México. En ella entré como a un templo con la emoción reprimida y las expectativas abiertas. Ya había visto en el MOMA de New York su pintura, su autorretrato al lado de las Señoritas de Aviñón, de Picasso. Y me dije: “…se pintó y se pintó y se pintó”, figura que vi repetida o casi igual en uno de los salones que conducen a su dormitorio intacto, se nota el cuidado, en su cama con una colcha blanca tejida en crochet, y llena de catrinas, una de sus obsesiones.
Es un museo que sobresale en Coyoacán, a unas cuadras de donde mataron a Trotsky quien también vivió refugiado un tiempo en la Casa Azul hasta cuando rompió relaciones con Rivera, por sus amor fugaz con Frida, y a otras cuadras del célebre mercado donde se comen las mejores quesadillas, bullicioso y alegre nos daba la impresión de estar en la costa.
Yo creía que Frida había sido sobrevalorada, pero al conocer bien su historia y respirar el aire de sus aposentos, la solemnidad de su pequeña galería, la amplitud de su patio sombreado por grandes y frondosos árboles de sicomoro, su vida de creación, de desorden, ese que caracteriza a los espíritus libres, cambié de parecer y comprendí por qué en todas partes de Ciudad de México se venden desde camisetas, vasos, agendas, llaveros, lámparas, cuadritos, cajas de música, en fin, una extensa variedad de suvenires con la imagen de la mujer de cejas encontradas y vestido típicos que siempre la han hecho ver como una niña; sí, niña otro de los tratamientos tiernos de Diego y que están labrados en las ya mencionadas plaquitas: “Frida es ácida y tierna; dura como el acero y delicada y fina como el ala de una mariposa; adorable como una bella y profunda sonrisa y cruel como la amargura de la vida”.
Hay vidas que subyugan y hacen que uno se siente en la casa dónde transcurrieron a imaginar cómo sería ese personaje que ha inspirado a tantos y tantos, dando vueltas por la habitaciones, escudriñando en cada rincón, pero especialmente, cuando se ha sido artista, cuando su obra ha trascendido las fronteras del mundo, obras que se encuentra colgada de las antiguas paredes gruesas de barro centenario.
Valió la pena la larga espera, la cola para entrar, que se sobrellevó con una amena charla con una mejicana que quería saber de Colombia y yo que quería saber de México, porque en un escenario azul, en el que la vida se vivió en todos sus matices, no es fácil entrar.