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Cultura - 24 febrero, 2014

Pichola, el hombre de las almojábanas

Aunque a sus 61 años Luis Ernesto Moscote Sierra no ha llegado a amasar una fortuna, ni tampoco se ha podido comprar el carro de sus sueños ? en el que a veces se imagina paseando junto a su familia por los extensos sabanales del Cesar?, puede decir a boca llena que vive tranquilo gracias […]

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Aunque a sus 61 años Luis Ernesto Moscote Sierra no ha llegado a amasar una fortuna, ni tampoco se ha podido comprar el carro de sus sueños ? en el que a veces se imagina paseando junto a su familia por los extensos sabanales del Cesar?, puede decir a boca llena que vive tranquilo gracias a su trabajo de almojabanero. A pesar de que sus exiguas ganancias no le han permitido darse lujos, por lo menos hambre no ha aguantado, aclara. Seguramente por eso se aferra, como ceiba que ha echado raíces en tierra fértil, a la plaza principal de La Paz (Cesar): allí vende, desde hace 20 años, sus amasijos.

A un costado de Oficopias, el negocio de su comadre Diana Oñate, se le ve recostado en su silla Rimax bajo la sombra de un árbol, sosteniendo en sus muslos un platón de almojábanas. Estos alimentos hechos de maíz, queso costeño y azúcar, le permiten a Pichola (como le dicen desde niño) y a más de un centenar de hombres y mujeres, conseguir el sustento para sus familias.

Pichola sabe que cada vez son menos las personas dedicadas al negocio de la almojábana, pero él sigue en la esquina que lo vio llegar hace 20 años conservando la herencia y la tradición de la tierra de las almojábanas.

En La Paz, municipio ubicado a 20 minutos de Valledupar, las almojábanas son el producto insigne. Desde mediados del siglo pasado, el oficio se comenzó a popularizar cuando un puñado de matronas se desperdigó por las calles más transitadas del pueblo para pregonar este alimento. El paso obligado de carros, buses y colectivos por este paraje donde la carretera se ramifica al oriente hacia Manaure (Cesar), al occidente a Valledupar, y al norte a Villanueva (Guajira), convirtió a las almojabaneras en blanco de viajeros y transeúntes hambrientos o deseosos de llevarle un presente a sus seres queridos.

La gente todavía evoca las célebres almojábanas de doña Alicia Sierra, de 93 años, que hace más de una década dejó de venderlas porque la energía y los ímpetus se le esfumaron hace rato ya; después de fregarse toda una vida “lavando ajeno” (lavar ropa por encargo) y preparando almojábanas para mantener a sus cinco hijos ?Elvira, Altamira, Elvia, Nidia Ester y Pichola?, el retiro fue más que justo. Cuando tenía 30 años, ella vendía una almojábana por 1 centavo; hoy cuestan entre $500 y $1.000.

Almojábanas por gasolina

La comercialización de este amasijo, también conocido como ‘el pan de La Paz’, ha servido como fuente de empleo y como símbolo de identidad cultural para este municipio, donde abunda la informalidad y la falta de oportunidades. En los últimos años, sin embargo, debido al incremento desaforado del contrabando de gasolina que se transporta desde la frontera colombo-venezolana de La Guajira, muchos almojabaneros han decidido cambiarse a ese negocio. Según investigaciones de la Universidad Popular del Cesar, una cuarta parte de los 24 mil habitantes de La Paz vive hoy de esta actividad clandestina y por eso, en muchos patios donde antes olía a maíz tierno y se encendían desde temprano hornos de barro atestados de almojábanas, ahora se ven pimpinas desparramadas a la espera de ser llenadas de combustible venezolano.

El oficio

De lunes a viernes, como aplicado oficinista, Luis Ernesto comienza su jornada a las 6:30 a.m., cuando llega al patio donde paga diariamente $3.000 de alquiler por el horno de barro en el que cocina las almojábanas. Allí, rodeado de gallinas cariocas que picotean afanosamente el suelo, Pichola mezcla maíz, queso y azúcar hasta conseguir un compacto amasijo que luego, con paciencia de artesano, esculpe en forma de aros y alargadas lengüetas.

Cuando tenía 41 años decidió, tozudo como es él, convertirse en almojabanero. Después de haber invertido buena parte de sus bríos juveniles en cuanta faena del campo le hubieron encomendado, entendió que su verdadera pasión no estaba en esas agitadas jornadas de azadón, pica y pala bajo el fogonazo ardiente de las tardes caribes, sino en un oficio más tranquilo.

Hace siete años contrata los servicios de Nilda Villazón, una experimentada almojabanera de 65 años que le ayuda a amasar las 130 unidades que vende en promedio y para las cuales requiere 25 libras de maíz, 15 libras de queso costeño y 10 libras de azúcar; el maíz, además, debe dejarse en remojo durante tres días. De hacerlo así, se consigue un producto de excelente calidad. “Pasarse de cantidad o echarle menos por ahorrarse unos pesos, sería un gran error”, advierte Luis. Esto trastocaría los sabores y texturas que hicieron célebre por muchos años a doña Alicia; no en vano, hoy la clientela reconoce en Pichola la herencia de su madre.

Por tamaño y calidad, las almojábanas de Pichola son de las más apetecidas en la comarca. “Yo no le negaba nada a mis amasijos, por eso eran tan buenos. Ahora Pichola es el que continúa con la tradición”, afirma orgullosa doña Alicia que, ataviada con un sencillo pero primoroso traje de popelina verde pastel, descansa en el pórtico de su casa del barrio 7 de Julio en donde la brisa le acaricia suavemente el rostro. “Me siento cansada, me duelen las piernas, casi no puedo caminar”, se queja con una voz lánguida, y se acomoda aparatosamente en su asiento. Cuando ella dejó de vender, la fama de su hijo se acrecentó debido a que la gente se dio cuenta que sus almojábanas eran hechas con harina del mismo costal.

La venta

A las 8:30 a.m. Pichola transpira gruesos goterones de la frente cuando saca del horno sus ocres y esponjosas almojábanas, antes pálidas y tristes. Agradece a Nilda por el estupendo trabajo de siempre y mientras se despiden, observa satisfecho el resultado: un puñado de manjares calientes, sudorosos y provocativos que despiden un olor a tierra húmeda y silvestre que se propaga por el solar. Entonces los acomoda en su platón y se dirige, con su paso cansino, a la esquina de siempre.

Allí, para vender lo que con tanto esmero ha preparado, emplea sus métodos: todos esos años sentado en el mismo sitio, analizando factores climáticos, horarios de llegada y salida de buses y automóviles, y fechas de eventos especiales, le han servido para intuir la cantidad de clientes. Le gusta tantear las cuatro esquinas que bordean su pequeño territorio, y escrutar los carros que rugen con su marcha presurosa por la autopista, que se pierde al final del horizonte; a esa hora, arde el pavimento y se torna brillante con el reflejo de la luz blanquecina del Sol. Pichola saluda con ademan familiar a las señoras que salen de la iglesia, le grita a su compadre ‘el viejo’ Gusta, cuando pasa en su mototaxi, que “no vaya a olvida traerme la leña”; y le entrega a un niño de ojos vivaces un par de monedas para que le compre una bolsa de agua.

*Extracto de la crónica “Pichola, el hombre de las almojábanas”, presentada en el marco del proyecto ‘Las Fronteras Cuentan’, el Ministerio de Cultura.

Por: Rafael Caro Suárez / EL PILÓN

Cultura
24 febrero, 2014

Pichola, el hombre de las almojábanas

Aunque a sus 61 años Luis Ernesto Moscote Sierra no ha llegado a amasar una fortuna, ni tampoco se ha podido comprar el carro de sus sueños ? en el que a veces se imagina paseando junto a su familia por los extensos sabanales del Cesar?, puede decir a boca llena que vive tranquilo gracias […]


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Aunque a sus 61 años Luis Ernesto Moscote Sierra no ha llegado a amasar una fortuna, ni tampoco se ha podido comprar el carro de sus sueños ? en el que a veces se imagina paseando junto a su familia por los extensos sabanales del Cesar?, puede decir a boca llena que vive tranquilo gracias a su trabajo de almojabanero. A pesar de que sus exiguas ganancias no le han permitido darse lujos, por lo menos hambre no ha aguantado, aclara. Seguramente por eso se aferra, como ceiba que ha echado raíces en tierra fértil, a la plaza principal de La Paz (Cesar): allí vende, desde hace 20 años, sus amasijos.

A un costado de Oficopias, el negocio de su comadre Diana Oñate, se le ve recostado en su silla Rimax bajo la sombra de un árbol, sosteniendo en sus muslos un platón de almojábanas. Estos alimentos hechos de maíz, queso costeño y azúcar, le permiten a Pichola (como le dicen desde niño) y a más de un centenar de hombres y mujeres, conseguir el sustento para sus familias.

Pichola sabe que cada vez son menos las personas dedicadas al negocio de la almojábana, pero él sigue en la esquina que lo vio llegar hace 20 años conservando la herencia y la tradición de la tierra de las almojábanas.

En La Paz, municipio ubicado a 20 minutos de Valledupar, las almojábanas son el producto insigne. Desde mediados del siglo pasado, el oficio se comenzó a popularizar cuando un puñado de matronas se desperdigó por las calles más transitadas del pueblo para pregonar este alimento. El paso obligado de carros, buses y colectivos por este paraje donde la carretera se ramifica al oriente hacia Manaure (Cesar), al occidente a Valledupar, y al norte a Villanueva (Guajira), convirtió a las almojabaneras en blanco de viajeros y transeúntes hambrientos o deseosos de llevarle un presente a sus seres queridos.

La gente todavía evoca las célebres almojábanas de doña Alicia Sierra, de 93 años, que hace más de una década dejó de venderlas porque la energía y los ímpetus se le esfumaron hace rato ya; después de fregarse toda una vida “lavando ajeno” (lavar ropa por encargo) y preparando almojábanas para mantener a sus cinco hijos ?Elvira, Altamira, Elvia, Nidia Ester y Pichola?, el retiro fue más que justo. Cuando tenía 30 años, ella vendía una almojábana por 1 centavo; hoy cuestan entre $500 y $1.000.

Almojábanas por gasolina

La comercialización de este amasijo, también conocido como ‘el pan de La Paz’, ha servido como fuente de empleo y como símbolo de identidad cultural para este municipio, donde abunda la informalidad y la falta de oportunidades. En los últimos años, sin embargo, debido al incremento desaforado del contrabando de gasolina que se transporta desde la frontera colombo-venezolana de La Guajira, muchos almojabaneros han decidido cambiarse a ese negocio. Según investigaciones de la Universidad Popular del Cesar, una cuarta parte de los 24 mil habitantes de La Paz vive hoy de esta actividad clandestina y por eso, en muchos patios donde antes olía a maíz tierno y se encendían desde temprano hornos de barro atestados de almojábanas, ahora se ven pimpinas desparramadas a la espera de ser llenadas de combustible venezolano.

El oficio

De lunes a viernes, como aplicado oficinista, Luis Ernesto comienza su jornada a las 6:30 a.m., cuando llega al patio donde paga diariamente $3.000 de alquiler por el horno de barro en el que cocina las almojábanas. Allí, rodeado de gallinas cariocas que picotean afanosamente el suelo, Pichola mezcla maíz, queso y azúcar hasta conseguir un compacto amasijo que luego, con paciencia de artesano, esculpe en forma de aros y alargadas lengüetas.

Cuando tenía 41 años decidió, tozudo como es él, convertirse en almojabanero. Después de haber invertido buena parte de sus bríos juveniles en cuanta faena del campo le hubieron encomendado, entendió que su verdadera pasión no estaba en esas agitadas jornadas de azadón, pica y pala bajo el fogonazo ardiente de las tardes caribes, sino en un oficio más tranquilo.

Hace siete años contrata los servicios de Nilda Villazón, una experimentada almojabanera de 65 años que le ayuda a amasar las 130 unidades que vende en promedio y para las cuales requiere 25 libras de maíz, 15 libras de queso costeño y 10 libras de azúcar; el maíz, además, debe dejarse en remojo durante tres días. De hacerlo así, se consigue un producto de excelente calidad. “Pasarse de cantidad o echarle menos por ahorrarse unos pesos, sería un gran error”, advierte Luis. Esto trastocaría los sabores y texturas que hicieron célebre por muchos años a doña Alicia; no en vano, hoy la clientela reconoce en Pichola la herencia de su madre.

Por tamaño y calidad, las almojábanas de Pichola son de las más apetecidas en la comarca. “Yo no le negaba nada a mis amasijos, por eso eran tan buenos. Ahora Pichola es el que continúa con la tradición”, afirma orgullosa doña Alicia que, ataviada con un sencillo pero primoroso traje de popelina verde pastel, descansa en el pórtico de su casa del barrio 7 de Julio en donde la brisa le acaricia suavemente el rostro. “Me siento cansada, me duelen las piernas, casi no puedo caminar”, se queja con una voz lánguida, y se acomoda aparatosamente en su asiento. Cuando ella dejó de vender, la fama de su hijo se acrecentó debido a que la gente se dio cuenta que sus almojábanas eran hechas con harina del mismo costal.

La venta

A las 8:30 a.m. Pichola transpira gruesos goterones de la frente cuando saca del horno sus ocres y esponjosas almojábanas, antes pálidas y tristes. Agradece a Nilda por el estupendo trabajo de siempre y mientras se despiden, observa satisfecho el resultado: un puñado de manjares calientes, sudorosos y provocativos que despiden un olor a tierra húmeda y silvestre que se propaga por el solar. Entonces los acomoda en su platón y se dirige, con su paso cansino, a la esquina de siempre.

Allí, para vender lo que con tanto esmero ha preparado, emplea sus métodos: todos esos años sentado en el mismo sitio, analizando factores climáticos, horarios de llegada y salida de buses y automóviles, y fechas de eventos especiales, le han servido para intuir la cantidad de clientes. Le gusta tantear las cuatro esquinas que bordean su pequeño territorio, y escrutar los carros que rugen con su marcha presurosa por la autopista, que se pierde al final del horizonte; a esa hora, arde el pavimento y se torna brillante con el reflejo de la luz blanquecina del Sol. Pichola saluda con ademan familiar a las señoras que salen de la iglesia, le grita a su compadre ‘el viejo’ Gusta, cuando pasa en su mototaxi, que “no vaya a olvida traerme la leña”; y le entrega a un niño de ojos vivaces un par de monedas para que le compre una bolsa de agua.

*Extracto de la crónica “Pichola, el hombre de las almojábanas”, presentada en el marco del proyecto ‘Las Fronteras Cuentan’, el Ministerio de Cultura.

Por: Rafael Caro Suárez / EL PILÓN