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Columnista - 21 mayo, 2016

Un blindaje simbólico

La guerrilla siempre trató con desdén a los ciudadanos y a la opinión pública. Bajo el dogma comunista siempre creyeron que los gobiernos, simples agentes de una élite explotadora, podían imponer cualquier acuerdo a la sociedad. Así, a las Farc no les importaba seducir políticamente. Al contrario, los actos criminales y el asesinato de uniformados […]

La guerrilla siempre trató con desdén a los ciudadanos y a la opinión pública. Bajo el dogma comunista siempre creyeron que los gobiernos, simples agentes de una élite explotadora, podían imponer cualquier acuerdo a la sociedad. Así, a las Farc no les importaba seducir políticamente.

Al contrario, los actos criminales y el asesinato de uniformados fueron el pan de cada día en la campaña presidencial del 2014, a tal punto que la paz pesó menos de lo esperado en el resultado electoral y la reelección de Santos estuvo en vilo.

Hoy, cuando la verdadera garantía de los acuerdos de La Habana pasa por el apoyo ciudadano –y allí deberían concentrarse los esfuerzos–, los negociadores distraen la atención con un exceso de creatividad como si la paz no fuera capaz de venderse sola y como presagio de su propia insostenibilidad. La rimbombante y florida propuesta de que el acuerdo final entre a formar parte del bloque de constitucionalidad por medio de un Acuerdo Especial, en el marco de los Convenios de Ginebra, tiene de todo menos de blindaje jurídico.

En el mejor de los casos puede constituirse en una hábil jugada del Gobierno que despeja algunos temores para avanzar hacia la firma del acuerdo y galvanizar apoyos para el plebiscito. Pero también es un rebuscado saludo a la bandera, muy propio de sus auténticos autores intelectuales, quienes, si por ellos fuera, ya estaríamos en campaña para una constituyente.

Y será un saludo a la bandera porque los Acuerdos Especiales de los Convenios de Ginebra son para humanizar la guerra, no para firmar la paz. Terminan cuando finaliza el conflicto armado, y no, como se quiere ahora desde Colombia, adoptarlos en el colofón del mismo. Si en aras de la discusión, se acepta el argumento de Humberto de la Calle, según el cual si los Acuerdos Especiales buscan aminorar los estragos de la guerra, ¿qué mejor herramienta que darla por terminada?, se estaría en todo caso frente a dos grandes inconvenientes.

El primero, la ausencia de una normatividad internacional que regule tal fin del conflicto, porque no fueron concebidos para ello, y segundo, las posibles violaciones al instrumento no tendrían ninguna consecuencia en el plano internacional, en especial porque predomina el derecho interno. Además, hipotéticamente, si de replantear el acuerdo final de paz se tratara, sería en lo fundamental por falta de cárcel a los autores de crímenes atroces, lo cual no riñe con el derecho internacional, y bastaría con una reforma constitucional.

Comparaciones con exóticos ejemplos como los de Mali o Burundi no son las mejores. Son estados fallidos que han vivido verdaderas guerras étnicas, que han requerido de complejas operaciones de intervención internacional y a los que Naciones Unidas impone sus resoluciones como única alternativa.

Es entonces simbólico el Acuerdo Especial como fórmula para blindar las negociaciones de La Habana. Si bien termina siendo una estrategia política, con tintes jurídicos, que será útil a la hora de la validación del acuerdo de paz, el Gobierno está en mora de enfocar todos sus esfuerzos hacia el plebiscito, el más expedito de los mecanismos. Y en ese escenario, pocas dudas me caben que Santos y el Gobierno, con el apoyo de la izquierda y toda la maquinaria política, lograrán su aprobación y revestirán el acuerdo final con alguna coraza mejor. Pero ojo, solo en el corto plazo, porque dentro de un periodo más extenso dependerá de que no haya un nuevo ciclo de violencia. En ese caso, Uribe puede resurgir como el ave Fénix, el llamado Acuerdo Especial mostrar su fragilidad y las Farc lamentar el tardío reconocimiento de privilegiar la política por encima la guerra.

Por John Mario González

Columnista
21 mayo, 2016

Un blindaje simbólico

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
El Pilón

La guerrilla siempre trató con desdén a los ciudadanos y a la opinión pública. Bajo el dogma comunista siempre creyeron que los gobiernos, simples agentes de una élite explotadora, podían imponer cualquier acuerdo a la sociedad. Así, a las Farc no les importaba seducir políticamente. Al contrario, los actos criminales y el asesinato de uniformados […]


La guerrilla siempre trató con desdén a los ciudadanos y a la opinión pública. Bajo el dogma comunista siempre creyeron que los gobiernos, simples agentes de una élite explotadora, podían imponer cualquier acuerdo a la sociedad. Así, a las Farc no les importaba seducir políticamente.

Al contrario, los actos criminales y el asesinato de uniformados fueron el pan de cada día en la campaña presidencial del 2014, a tal punto que la paz pesó menos de lo esperado en el resultado electoral y la reelección de Santos estuvo en vilo.

Hoy, cuando la verdadera garantía de los acuerdos de La Habana pasa por el apoyo ciudadano –y allí deberían concentrarse los esfuerzos–, los negociadores distraen la atención con un exceso de creatividad como si la paz no fuera capaz de venderse sola y como presagio de su propia insostenibilidad. La rimbombante y florida propuesta de que el acuerdo final entre a formar parte del bloque de constitucionalidad por medio de un Acuerdo Especial, en el marco de los Convenios de Ginebra, tiene de todo menos de blindaje jurídico.

En el mejor de los casos puede constituirse en una hábil jugada del Gobierno que despeja algunos temores para avanzar hacia la firma del acuerdo y galvanizar apoyos para el plebiscito. Pero también es un rebuscado saludo a la bandera, muy propio de sus auténticos autores intelectuales, quienes, si por ellos fuera, ya estaríamos en campaña para una constituyente.

Y será un saludo a la bandera porque los Acuerdos Especiales de los Convenios de Ginebra son para humanizar la guerra, no para firmar la paz. Terminan cuando finaliza el conflicto armado, y no, como se quiere ahora desde Colombia, adoptarlos en el colofón del mismo. Si en aras de la discusión, se acepta el argumento de Humberto de la Calle, según el cual si los Acuerdos Especiales buscan aminorar los estragos de la guerra, ¿qué mejor herramienta que darla por terminada?, se estaría en todo caso frente a dos grandes inconvenientes.

El primero, la ausencia de una normatividad internacional que regule tal fin del conflicto, porque no fueron concebidos para ello, y segundo, las posibles violaciones al instrumento no tendrían ninguna consecuencia en el plano internacional, en especial porque predomina el derecho interno. Además, hipotéticamente, si de replantear el acuerdo final de paz se tratara, sería en lo fundamental por falta de cárcel a los autores de crímenes atroces, lo cual no riñe con el derecho internacional, y bastaría con una reforma constitucional.

Comparaciones con exóticos ejemplos como los de Mali o Burundi no son las mejores. Son estados fallidos que han vivido verdaderas guerras étnicas, que han requerido de complejas operaciones de intervención internacional y a los que Naciones Unidas impone sus resoluciones como única alternativa.

Es entonces simbólico el Acuerdo Especial como fórmula para blindar las negociaciones de La Habana. Si bien termina siendo una estrategia política, con tintes jurídicos, que será útil a la hora de la validación del acuerdo de paz, el Gobierno está en mora de enfocar todos sus esfuerzos hacia el plebiscito, el más expedito de los mecanismos. Y en ese escenario, pocas dudas me caben que Santos y el Gobierno, con el apoyo de la izquierda y toda la maquinaria política, lograrán su aprobación y revestirán el acuerdo final con alguna coraza mejor. Pero ojo, solo en el corto plazo, porque dentro de un periodo más extenso dependerá de que no haya un nuevo ciclo de violencia. En ese caso, Uribe puede resurgir como el ave Fénix, el llamado Acuerdo Especial mostrar su fragilidad y las Farc lamentar el tardío reconocimiento de privilegiar la política por encima la guerra.

Por John Mario González