Publicidad
Categorías
Categorías
Columnista - 24 noviembre, 2013

Regresó mi amigo

La partida para siempre de un amigo nos produce dolor y nos deja remembranzas. El dolor es finito, los recuerdos son perpetuos. No ocurre lo mismo cuando la ausencia es temporal.

Por Luis Augusto González Pimienta

La partida para siempre de un amigo nos produce dolor y nos deja remembranzas. El dolor es finito, los recuerdos son perpetuos. No ocurre lo mismo cuando la ausencia es temporal.

La ilusión del reencuentro nunca se pierde, así la vela que la ilumina comience a consumirse. Algún día volverá, se dice, a manera de plegaria.

Desde luego hay casos de casos. Amigos que se esfuman por complicaciones económicas insuperables, otros que se van en procura de un ascenso profesional, o los que persiguen mejorar su salud o los que simplemente quieren un cambio radical en sus vidas. Las razones son múltiples y no intento hacer un catálogo.

Por estos días reapareció un amigo que estaba extraviado, sin que hubiera ningún motivo que justificara su lejanía. Hace cuatro años desapareció del panorama y poco o nada se sabía de él.

Se dijo que había trasladado su residencia a Bogotá y que de vez en cuando concurría a alguna reunión privada. Era como si quisiera evitar que se enteraran de sus andanzas.

Al principio me interesé mucho por su situación, pero poco a poco ese interés decayó, hasta extinguirse. Y había razones para que sucediera, pues sabiendo él que yo indagaba por su existencia, jamás se dignó corresponderme con una llamada o un simple correo electrónico. Era fácil entender que mi amistad no le interesaba y así lo asumí.

En el entretanto, mi vida continuó sin sobresaltos. Sencilla, organizada, plana. Arrancándole hojas al almanaque y divirtiéndome con las cosas elementales.

Hace poco supe de mi amigo. Me llegó una invitación a seguirlo en twitter. Confieso que no le puse atención porque he desarrollado una fobia a las redes sociales. Lo sorprendente fue su reaparición. 

Más adelante me llegó al correo electrónico un saludo extremadamente meloso del personaje redivivo. No lo contesté. De ahí en más, la profusión de mensajes fue tal, que parecía una campaña publicitaria de las que nos atosigan a diario ofreciendo gangas, tarjetas de crédito, suscripciones, viajes, equipos de última tecnología y que nos importunan hasta la neurosis.

Cuando creía superado el hostigamiento electrónico, deslizaron por debajo de la puerta un sobre. Lo abrí imaginando que ante la cercanía de la Navidad empezaban a llegar las tarjetas alusivas a la época, esas que se miran, se agradecen y se botan, o de una invitación a un cumpleaños de los que se festejan ahora, que más parecen un matrimonio. Nada de eso.

Mi amigo, el resucitado, convocaba a una reunión política para trazar planes para las elecciones que se avecinan.

Fue obvio: mi amigo quiere volver al Congreso. 

 

Columnista
24 noviembre, 2013

Regresó mi amigo

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Luis Augusto González Pimienta

La partida para siempre de un amigo nos produce dolor y nos deja remembranzas. El dolor es finito, los recuerdos son perpetuos. No ocurre lo mismo cuando la ausencia es temporal.


Por Luis Augusto González Pimienta

La partida para siempre de un amigo nos produce dolor y nos deja remembranzas. El dolor es finito, los recuerdos son perpetuos. No ocurre lo mismo cuando la ausencia es temporal.

La ilusión del reencuentro nunca se pierde, así la vela que la ilumina comience a consumirse. Algún día volverá, se dice, a manera de plegaria.

Desde luego hay casos de casos. Amigos que se esfuman por complicaciones económicas insuperables, otros que se van en procura de un ascenso profesional, o los que persiguen mejorar su salud o los que simplemente quieren un cambio radical en sus vidas. Las razones son múltiples y no intento hacer un catálogo.

Por estos días reapareció un amigo que estaba extraviado, sin que hubiera ningún motivo que justificara su lejanía. Hace cuatro años desapareció del panorama y poco o nada se sabía de él.

Se dijo que había trasladado su residencia a Bogotá y que de vez en cuando concurría a alguna reunión privada. Era como si quisiera evitar que se enteraran de sus andanzas.

Al principio me interesé mucho por su situación, pero poco a poco ese interés decayó, hasta extinguirse. Y había razones para que sucediera, pues sabiendo él que yo indagaba por su existencia, jamás se dignó corresponderme con una llamada o un simple correo electrónico. Era fácil entender que mi amistad no le interesaba y así lo asumí.

En el entretanto, mi vida continuó sin sobresaltos. Sencilla, organizada, plana. Arrancándole hojas al almanaque y divirtiéndome con las cosas elementales.

Hace poco supe de mi amigo. Me llegó una invitación a seguirlo en twitter. Confieso que no le puse atención porque he desarrollado una fobia a las redes sociales. Lo sorprendente fue su reaparición. 

Más adelante me llegó al correo electrónico un saludo extremadamente meloso del personaje redivivo. No lo contesté. De ahí en más, la profusión de mensajes fue tal, que parecía una campaña publicitaria de las que nos atosigan a diario ofreciendo gangas, tarjetas de crédito, suscripciones, viajes, equipos de última tecnología y que nos importunan hasta la neurosis.

Cuando creía superado el hostigamiento electrónico, deslizaron por debajo de la puerta un sobre. Lo abrí imaginando que ante la cercanía de la Navidad empezaban a llegar las tarjetas alusivas a la época, esas que se miran, se agradecen y se botan, o de una invitación a un cumpleaños de los que se festejan ahora, que más parecen un matrimonio. Nada de eso.

Mi amigo, el resucitado, convocaba a una reunión política para trazar planes para las elecciones que se avecinan.

Fue obvio: mi amigo quiere volver al Congreso.