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Columnista - 19 enero, 2014

Perdidos en el pueblo

Cuando Valledupar era una aldea los vecinos se conocían entre sí. La acelerada mutación a ciudad la volvió impersonal, extraña. Nadie sabe quién es quién; ni siquiera sabe dónde vive.

Por Luis Augusto González Pimienta

Cuando Valledupar era una aldea los vecinos se conocían entre sí. La acelerada mutación a ciudad la volvió impersonal, extraña. Nadie sabe quién es quién; ni siquiera sabe dónde vive.

Un día fui a recoger en una dirección un tanto enrevesada unas arepas de queso que mi mujer había encargado para llevarles a unas amigas de Barranquilla. Preguntando aquí y allá intenté en vano llegar al sitio señalado.

Nadie daba razón. Para remover la memoria de los moradores del barrio hice énfasis en que era una familia que vendía arepas: de nada sirvió. Insistí por el apellido, tampoco.

Resolví por mi cuenta hallar la vivienda. Cuando por fin ubiqué el lugar recogí las arepas. Me llamó la atención que la casa no tenía nomenclatura distintiva.

El dueño me hizo saber que los números habían sido robados, al igual que los números de todas las casas de la misma acera.

Aseveró, además, que desde hacía algún tiempo su dirección había sido cambiada en los recibos de Electricaribe y que no sabía si la oficina de planeación municipal estaba enterada de ese cambio, o si lo había ordenado o permitido. Eso contribuía a la confusión.

La migración sin control ha dado lugar a que se asienten en Valledupar personas que desconocen su historia y sus lugares.

De allí surgen los nóveles conductores, acelerados, correntones, chocones. Hace poco tomé un taxi y le indique al chofer que cogiera por toda la Calle del Cesar, que llegado el momento le diría dónde parar. Ante mi sorpresa me preguntó cuál era la Calle del Cesar.

No lo podía creer. Le indagué cuánto tiempo tenía de vivir aquí, y me confesó que apenas llevaba un mes. ¡Qué osadía! ¡Cuánta irresponsabilidad! Qué tal que me hubiera dado por hablarle del Mamón, del Salivón, del café La Bolsa, o de tantos sitios tradicionales que pertenecen a la historia vallenata.

No es raro, entonces, que pasen los meses y los años sin que se conozca siquiera el rostro de los nuevos vecinos. Y sin que nosotros cumplamos el viejo ritual de hacer una visita de cortesía para ponernos a la orden. Nos conducimos como extraños.

Ha llegado demasiado lejos el desarraigo de las viejas costumbres. Es mastodóntico nuestro abandono. Nos convertimos en ciudad y con ello perdimos la solidaridad y la cordialidad, pilares de una amable convivencia. Hoy somos indiferentes, cuando no antipáticos.

Las relaciones de vecindad podría ser una campaña que orientaran nuestros líderes para retomar los antiguos hábitos, que a buen seguro nos harían más tolerantes, menos irascibles. A ver si así nos apiadamos de los taxistas novatos y llegamos pronto al lugar donde hacen las arepas.

 

Columnista
19 enero, 2014

Perdidos en el pueblo

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Luis Augusto González Pimienta

Cuando Valledupar era una aldea los vecinos se conocían entre sí. La acelerada mutación a ciudad la volvió impersonal, extraña. Nadie sabe quién es quién; ni siquiera sabe dónde vive.


Por Luis Augusto González Pimienta

Cuando Valledupar era una aldea los vecinos se conocían entre sí. La acelerada mutación a ciudad la volvió impersonal, extraña. Nadie sabe quién es quién; ni siquiera sabe dónde vive.

Un día fui a recoger en una dirección un tanto enrevesada unas arepas de queso que mi mujer había encargado para llevarles a unas amigas de Barranquilla. Preguntando aquí y allá intenté en vano llegar al sitio señalado.

Nadie daba razón. Para remover la memoria de los moradores del barrio hice énfasis en que era una familia que vendía arepas: de nada sirvió. Insistí por el apellido, tampoco.

Resolví por mi cuenta hallar la vivienda. Cuando por fin ubiqué el lugar recogí las arepas. Me llamó la atención que la casa no tenía nomenclatura distintiva.

El dueño me hizo saber que los números habían sido robados, al igual que los números de todas las casas de la misma acera.

Aseveró, además, que desde hacía algún tiempo su dirección había sido cambiada en los recibos de Electricaribe y que no sabía si la oficina de planeación municipal estaba enterada de ese cambio, o si lo había ordenado o permitido. Eso contribuía a la confusión.

La migración sin control ha dado lugar a que se asienten en Valledupar personas que desconocen su historia y sus lugares.

De allí surgen los nóveles conductores, acelerados, correntones, chocones. Hace poco tomé un taxi y le indique al chofer que cogiera por toda la Calle del Cesar, que llegado el momento le diría dónde parar. Ante mi sorpresa me preguntó cuál era la Calle del Cesar.

No lo podía creer. Le indagué cuánto tiempo tenía de vivir aquí, y me confesó que apenas llevaba un mes. ¡Qué osadía! ¡Cuánta irresponsabilidad! Qué tal que me hubiera dado por hablarle del Mamón, del Salivón, del café La Bolsa, o de tantos sitios tradicionales que pertenecen a la historia vallenata.

No es raro, entonces, que pasen los meses y los años sin que se conozca siquiera el rostro de los nuevos vecinos. Y sin que nosotros cumplamos el viejo ritual de hacer una visita de cortesía para ponernos a la orden. Nos conducimos como extraños.

Ha llegado demasiado lejos el desarraigo de las viejas costumbres. Es mastodóntico nuestro abandono. Nos convertimos en ciudad y con ello perdimos la solidaridad y la cordialidad, pilares de una amable convivencia. Hoy somos indiferentes, cuando no antipáticos.

Las relaciones de vecindad podría ser una campaña que orientaran nuestros líderes para retomar los antiguos hábitos, que a buen seguro nos harían más tolerantes, menos irascibles. A ver si así nos apiadamos de los taxistas novatos y llegamos pronto al lugar donde hacen las arepas.