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Columnista - 27 julio, 2017

Noemí

Conoció el sufrimiento inmortal que causa la aparición sorpresiva del crimen, cuando sus sueños vírgenes y sus senos salvajes florecían como una amapola. Era mediodía, había un sol violento y Pescaito lucía inmóvil. Noemí venía del colegio y vio cómo su padre, al bajarse de un viejo Renault 12, fue liquidado por una fiera de […]

Conoció el sufrimiento inmortal que causa la aparición sorpresiva del crimen, cuando sus sueños vírgenes y sus senos salvajes florecían como una amapola. Era mediodía, había un sol violento y Pescaito lucía inmóvil. Noemí venía del colegio y vio cómo su padre, al bajarse de un viejo Renault 12, fue liquidado por una fiera de ojos rojos que disparaba serpientes desde una bicicleta.

El hecho ocurrió al frente de la casa familiar. Su madre apareció con los ojos húmedos, las cejas alzadas y el cabello desordenado: “Hijueputas”, gritó. Luego se arrodilló sobre un charco de sangre y abrazó a su marido con fuerza o más bien con rabia. A media cuadra de distancia, siguió Noemí inerte, muda. Allí hubiera querido quedarse para siempre, pero Robín, su vecino y profesor de taekwondo, la despertó con una caricia en la mejilla.

A pesar del rencor que todavía vive en sus entrañas, Noemí nunca ha querido saber quién asesinó a su padre: “Era un pobre vendedor de ilusiones de un pequeño casino del centro histórico de Santa Marta”, dice. Después de aquel evento trágico, ella juró que sería una abogada prestigiosa como quería su progenitor, mientras que su madre aseguró que cosería como una loca para pagar todos los gastos del hogar: ambas resolvieron encarar su odisea con firmeza, sin miedos.

No obstante, el amor, así como la rabia y la compasión, a veces ofrece retos repentinos e inevitables. Antes de acabar el bachillerato, Noemí quedó embarazada de Robín. Él era diez años mayor que ella, pero creía que estaba demasiado joven para encarcelar su espíritu libre, así que cuando se enteró que iba a ser padre, salió corriendo sin rumbo fijo. Ahí Noemí vislumbró que venían días más tenaces, que los hombres son unos cobardes: “El otro día supe que Robín vive en Caracas. Figúrate, salió en RCN gritando babosadas a favor de Maduro, ahí está pintado ese marica”, dice con enfado.

Cuando su madre supo la noticia del embarazo, se llenó de enojo: “Perra”, le gritó y le pegó una bofetada. Aun así, la vieja terminó ofreciéndole su compresión y su apoyo: sabía que estaban solas en el mundo. Noemí alumbró una niña hermosa, luego volvió al colegio y finalizó el bachillerato. Como el hambre seguía apuñalando sin piedad a su familia y no quería abandonar su sueño de ser una abogada, resolvió dejar a su hija con la abuela y venirse a Valledupar, la tierra de su padre, a trabajar y a estudiar derecho en la UPC: pensaba que aquí tal vez todo sería más fácil.

Noemí es morena, fileña y alta. Tiene los labios carnudos, el pelo largo y las piernas fornidas: el gimnasio es su obsesión, no tiene cirugías. Usa poco maquillaje y viste elegante, sensual. Acaba de cumplir veintiún años, cursa sexto semestre de derecho y vive sola en Los Cortijos. Ama el helado de vainilla, los poemas de Neruda y las películas de Mia Khalifa. Reconoce que tiene que consumir licor y cocaína para cumplir su trabajo, reconoce que todavía imagina a Robín mordiendo sus nalgas en el baño de la escuela de taekwondo.

Aquí en Valledupar Noemí trabajó como vendedora en un almacén de ropa y como mesera en un restaurante criollo, pero nunca contó con la plata suficiente para pagar la matrícula de la universidad, cubrir sus gastos personales y mandar para el sustento de la casa: “Mi madre tiene cáncer de garganta y casi no puede coser. La luz de sus ojos es su nieta”, afirma con nostalgia. Hoy la realidad de Noemí es otra, hoy no tiene problemas económicos. Hace parte del catálogo de K, un servicio suyo vale $ 150.000, de los que se gana $ 110.000. En vacaciones trabaja en Cartagena, Barranquilla y Bucaramanga. Dice que lleva una doble vida a la perfección, que sus compañeros de la UPC no sospechan en que anda. A veces, después de sus viajes fantasmagóricos y sus festines de semen, ha pensado en suicidarse, pero la imagen de su criatura de cinco años y su madre inocente se terminan imponiendo, la llenan de vida.

Por Carlos César Silva

@ccsilva86

 

Columnista
27 julio, 2017

Noemí

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Carlos Cesar Silva

Conoció el sufrimiento inmortal que causa la aparición sorpresiva del crimen, cuando sus sueños vírgenes y sus senos salvajes florecían como una amapola. Era mediodía, había un sol violento y Pescaito lucía inmóvil. Noemí venía del colegio y vio cómo su padre, al bajarse de un viejo Renault 12, fue liquidado por una fiera de […]


Conoció el sufrimiento inmortal que causa la aparición sorpresiva del crimen, cuando sus sueños vírgenes y sus senos salvajes florecían como una amapola. Era mediodía, había un sol violento y Pescaito lucía inmóvil. Noemí venía del colegio y vio cómo su padre, al bajarse de un viejo Renault 12, fue liquidado por una fiera de ojos rojos que disparaba serpientes desde una bicicleta.

El hecho ocurrió al frente de la casa familiar. Su madre apareció con los ojos húmedos, las cejas alzadas y el cabello desordenado: “Hijueputas”, gritó. Luego se arrodilló sobre un charco de sangre y abrazó a su marido con fuerza o más bien con rabia. A media cuadra de distancia, siguió Noemí inerte, muda. Allí hubiera querido quedarse para siempre, pero Robín, su vecino y profesor de taekwondo, la despertó con una caricia en la mejilla.

A pesar del rencor que todavía vive en sus entrañas, Noemí nunca ha querido saber quién asesinó a su padre: “Era un pobre vendedor de ilusiones de un pequeño casino del centro histórico de Santa Marta”, dice. Después de aquel evento trágico, ella juró que sería una abogada prestigiosa como quería su progenitor, mientras que su madre aseguró que cosería como una loca para pagar todos los gastos del hogar: ambas resolvieron encarar su odisea con firmeza, sin miedos.

No obstante, el amor, así como la rabia y la compasión, a veces ofrece retos repentinos e inevitables. Antes de acabar el bachillerato, Noemí quedó embarazada de Robín. Él era diez años mayor que ella, pero creía que estaba demasiado joven para encarcelar su espíritu libre, así que cuando se enteró que iba a ser padre, salió corriendo sin rumbo fijo. Ahí Noemí vislumbró que venían días más tenaces, que los hombres son unos cobardes: “El otro día supe que Robín vive en Caracas. Figúrate, salió en RCN gritando babosadas a favor de Maduro, ahí está pintado ese marica”, dice con enfado.

Cuando su madre supo la noticia del embarazo, se llenó de enojo: “Perra”, le gritó y le pegó una bofetada. Aun así, la vieja terminó ofreciéndole su compresión y su apoyo: sabía que estaban solas en el mundo. Noemí alumbró una niña hermosa, luego volvió al colegio y finalizó el bachillerato. Como el hambre seguía apuñalando sin piedad a su familia y no quería abandonar su sueño de ser una abogada, resolvió dejar a su hija con la abuela y venirse a Valledupar, la tierra de su padre, a trabajar y a estudiar derecho en la UPC: pensaba que aquí tal vez todo sería más fácil.

Noemí es morena, fileña y alta. Tiene los labios carnudos, el pelo largo y las piernas fornidas: el gimnasio es su obsesión, no tiene cirugías. Usa poco maquillaje y viste elegante, sensual. Acaba de cumplir veintiún años, cursa sexto semestre de derecho y vive sola en Los Cortijos. Ama el helado de vainilla, los poemas de Neruda y las películas de Mia Khalifa. Reconoce que tiene que consumir licor y cocaína para cumplir su trabajo, reconoce que todavía imagina a Robín mordiendo sus nalgas en el baño de la escuela de taekwondo.

Aquí en Valledupar Noemí trabajó como vendedora en un almacén de ropa y como mesera en un restaurante criollo, pero nunca contó con la plata suficiente para pagar la matrícula de la universidad, cubrir sus gastos personales y mandar para el sustento de la casa: “Mi madre tiene cáncer de garganta y casi no puede coser. La luz de sus ojos es su nieta”, afirma con nostalgia. Hoy la realidad de Noemí es otra, hoy no tiene problemas económicos. Hace parte del catálogo de K, un servicio suyo vale $ 150.000, de los que se gana $ 110.000. En vacaciones trabaja en Cartagena, Barranquilla y Bucaramanga. Dice que lleva una doble vida a la perfección, que sus compañeros de la UPC no sospechan en que anda. A veces, después de sus viajes fantasmagóricos y sus festines de semen, ha pensado en suicidarse, pero la imagen de su criatura de cinco años y su madre inocente se terminan imponiendo, la llenan de vida.

Por Carlos César Silva

@ccsilva86