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Columnista - 10 diciembre, 2016

El Matador (o el toreo de salón)

Hace ya mucho tiempo escuché a varios de mis mayores en una interesante charla sobre toros y tauromaquia. Mencionaban a los toreros de entonces. Se pasearon por el mundo de la fiesta brava y algunos hacían alusión a su correspondiente estadía en España y en México y narraban con lujo de detalles lo que habían […]

Hace ya mucho tiempo escuché a varios de mis mayores en una interesante charla sobre toros y tauromaquia. Mencionaban a los toreros de entonces. Se pasearon por el mundo de la fiesta brava y algunos hacían alusión a su correspondiente estadía en España y en México y narraban con lujo de detalles lo que habían presenciado: la faena, el bravío y casta de los animales, la vistosidad de los trajes de luces, el arrojo y pericia de los banderilleros, la cruel parsimonia de los picadores, la belleza de las mujeres de cabellos azabache, ojos asesinos y cuerpos de diosa.

Especial mención hicieron de los espectaculares y sonoros pasodobles, expresaban su admiración sobre las plazas de esos países con énfasis en la Plaza México y la de Madrid. Esa conversación me cautivó y aquel relato fantástico lo conservo como un recuerdo inigualable.

Luego, con el tiempo, tuve la oportunidad de asistir a corridas de toros en Bogotá y allí vi torear a los grandes del momento: Paco Camino, maestro de lo clásico; El Cordobés; Pepe Cáceres, que estaba en su mejor momento; El Litri y otros que no menciono para no producir sonrisa burlona entre los jóvenes. No sé cuántas “corridas del siglo” hubo pero a mí me tocó una, de la cual hasta muchos años después escuché hablar y que rememoro vivamente.

Pero el mejor espectáculo torero, la mejor plaza y caballos, las más elegantes y atrevidas banderillas, la música, y el torero más diestro en todas las suertes de capote y muleta lo vi en Sincelejo. Qué señorío y valentía y sobre todo qué maestría en la lidia, la suerte de matar y qué resistencia física, pues fueron como cuatro o cinco los animales de esa tarde.

La corrida se inició alrededor de las tres, no hubo paseíllo y nunca supimos en qué momento se llenó la plaza ni quién dio la orden de iniciar la faena, pues hasta ese instante lo único evidente eran unos whiskies y algo de comida ligera. Pero aquellos hicieron su efecto y es así que se iniciaron los pasodobles y en aquel instante uno de los más tímidos mortales que haya conocido quedó transformado en una mezcla de Manolete, y El Cordobés. La sala de la casa se trocó en arena rodeada de gradas sin fin y tres se tornaron en treinta mil aficionados eufóricos.

A pesar de que todos los toros fueron muertos, no hubo rastros de sangre y sus cuerpos sin vida desaparecían como por arte de magia, aquella misma que los ponía frente al “matador” Olivares y que hizo de él el más fenomenal torero que haya conocido.

Nunca más pude ver toros ni toreros con aquella calidad y mucho menos unas banderillas tan bien puestas. Los toros caían fulminados con la primera estocada.

No pagué por la entrada y antes fui objeto de maravillosas atenciones por parte de aquel anfitrión que no tenía inconveniente en suspender la lidia y congelar el momento, para hacer un comentario didáctico u ofrecernos amablemente el licor o las viandas.

Aquella tarde entendí el porqué, si había un ser que mereciera el título y nombre de “matador”, era él: Alfonso Olivares Prados. Paz en su tumba.

jgarciachadid@gmail.com

Columnista
10 diciembre, 2016

El Matador (o el toreo de salón)

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jaime García Chadid.

Hace ya mucho tiempo escuché a varios de mis mayores en una interesante charla sobre toros y tauromaquia. Mencionaban a los toreros de entonces. Se pasearon por el mundo de la fiesta brava y algunos hacían alusión a su correspondiente estadía en España y en México y narraban con lujo de detalles lo que habían […]


Hace ya mucho tiempo escuché a varios de mis mayores en una interesante charla sobre toros y tauromaquia. Mencionaban a los toreros de entonces. Se pasearon por el mundo de la fiesta brava y algunos hacían alusión a su correspondiente estadía en España y en México y narraban con lujo de detalles lo que habían presenciado: la faena, el bravío y casta de los animales, la vistosidad de los trajes de luces, el arrojo y pericia de los banderilleros, la cruel parsimonia de los picadores, la belleza de las mujeres de cabellos azabache, ojos asesinos y cuerpos de diosa.

Especial mención hicieron de los espectaculares y sonoros pasodobles, expresaban su admiración sobre las plazas de esos países con énfasis en la Plaza México y la de Madrid. Esa conversación me cautivó y aquel relato fantástico lo conservo como un recuerdo inigualable.

Luego, con el tiempo, tuve la oportunidad de asistir a corridas de toros en Bogotá y allí vi torear a los grandes del momento: Paco Camino, maestro de lo clásico; El Cordobés; Pepe Cáceres, que estaba en su mejor momento; El Litri y otros que no menciono para no producir sonrisa burlona entre los jóvenes. No sé cuántas “corridas del siglo” hubo pero a mí me tocó una, de la cual hasta muchos años después escuché hablar y que rememoro vivamente.

Pero el mejor espectáculo torero, la mejor plaza y caballos, las más elegantes y atrevidas banderillas, la música, y el torero más diestro en todas las suertes de capote y muleta lo vi en Sincelejo. Qué señorío y valentía y sobre todo qué maestría en la lidia, la suerte de matar y qué resistencia física, pues fueron como cuatro o cinco los animales de esa tarde.

La corrida se inició alrededor de las tres, no hubo paseíllo y nunca supimos en qué momento se llenó la plaza ni quién dio la orden de iniciar la faena, pues hasta ese instante lo único evidente eran unos whiskies y algo de comida ligera. Pero aquellos hicieron su efecto y es así que se iniciaron los pasodobles y en aquel instante uno de los más tímidos mortales que haya conocido quedó transformado en una mezcla de Manolete, y El Cordobés. La sala de la casa se trocó en arena rodeada de gradas sin fin y tres se tornaron en treinta mil aficionados eufóricos.

A pesar de que todos los toros fueron muertos, no hubo rastros de sangre y sus cuerpos sin vida desaparecían como por arte de magia, aquella misma que los ponía frente al “matador” Olivares y que hizo de él el más fenomenal torero que haya conocido.

Nunca más pude ver toros ni toreros con aquella calidad y mucho menos unas banderillas tan bien puestas. Los toros caían fulminados con la primera estocada.

No pagué por la entrada y antes fui objeto de maravillosas atenciones por parte de aquel anfitrión que no tenía inconveniente en suspender la lidia y congelar el momento, para hacer un comentario didáctico u ofrecernos amablemente el licor o las viandas.

Aquella tarde entendí el porqué, si había un ser que mereciera el título y nombre de “matador”, era él: Alfonso Olivares Prados. Paz en su tumba.

jgarciachadid@gmail.com