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Columnista - 21 noviembre, 2016

Los nobles criollos

Ha sido un afán muy español, el deseo de ostentar un título de nobleza. Nobles hubo entre nosotros acá, como los marqueses de Santa Coa, y los de Valdehoyos en Mompox, y en Cartagena los de Pestagua y del Premio Real. La nobleza en la madre patria, tuvo su origen en la lucha de ochocientos años que duró el dominio de los musulmanes en España y […]

Ha sido un afán muy español, el deseo de ostentar un título de nobleza. Nobles hubo entre nosotros acá, como los marqueses de Santa Coa, y los de Valdehoyos en Mompox, y en Cartagena los de Pestagua y del Premio Real.

La nobleza en la madre patria, tuvo su origen en la lucha de ochocientos años que duró el dominio de los musulmanes en España y la reconquista del territorio por la alianza de los minúsculos reinos cristianos que poco a poco recuperaron en ese lapso el territorio. En ese entonces los reyes otorgaban títulos a los vasallos que se distinguieran por su apoyo en la larga contienda, como el de condes para que atendieran el gobierno de un condado y los de marqueses que eran los jefes militares encargados de defender la “marca” o frontera de lo que se iba reconquistando.

Trasladada a hispanoamérica el sistema de la monarquía, hubo intriga de los criollos por detentar un pergamino de noble. Tenemos el caso de don Agustín de la Sierra y Mercader (tío abuelo del expresidente José Manuel Marroquín), personaje asentado en Valle de Upar hacia mediados del siglo XVIII como Juez Subdelegado de tierras y “pacificador” de los chimilas; dueño de grandes haciendas, influyente en el ánimo de virreyes en lo tocante a la antigua provincia de Santa Marta, relacionado con familias cortesanas de la metrópoli y quien valido de ellas, procura obtener el vistoso título de Marqués de Guatapurí.

Además de ello, don Agustín, para urgir las diligencias de tal propósito, viaja por dos veces a la Corte, para intrigar en persona el deseado blasón, cosa que pese a las morocotas de oro gastado, no lo obtuvo, y antes por lo contrario, su amigo el marqués de Casa González, para evitar que los mandatarios y golillas palaciegos lo siguieran esquilando con dinero y promesas incumplidas, solicitó a los familiares de aquél que le disuadieran la idea de procurarse tan ruidosos título.

No se salió con la suya nuestro frustrado marqués, lo que no fue obstáculo alguno para mandar diseñar su escudo de armas, empotrarlo en los dinteles de su casa situada frente a la plaza principal de Valle de Upar. Allá duró el famoso escudo hasta 1821, cuando las tropas patriotas del general Mariano Montilla penetraron en la ciudad y procedieron a su demolición.

Otra hidalguía parroquial fue la de aquel santafereño José Miguel Lozano, padre de otro expresidente Jorge Tadeo, dueño de inmensas dehesas en la sabana de Bogotá, único abastecedor de carnes a la ciudad de Santa Fe con una sola de sus haciendas, ‘El Novillero’, y quien detentó el título de “marqués”.

Muy orgulloso de su ascendencia española, don Jorge Miguel sintió particular regocijo cuando la Corona con motivo del nacimiento del príncipe Carlos de Asturias, decidió otorgar títulos a las personalidades de los dominios y al señor Lozano le fue ofrecido el de Marqués de San Jorge. Pero la aceptación del título implicaba el pago de un impuesto muy oneroso llamado de “lanzas”, y ello explica por qué muchos de los favorecidos rehusaron discretamente el costoso honor. Otra cosa hizo el señor Lozano, aceptó el título, mandó a fijar el escudo en su casa, celebró fiesta para vanagloriase de su reciente nobleza y cuando se le exigió el pago de los tributos, se negó a hacerlo alegando que el marquesado se le había conferido por sus propios méritos. Después de repetidos cobros y de inútiles amonestaciones, la Real Audiencia decidió por acuerdo del 5 de mayo de 1777, privarlo oficialmente de título y prohibirle el uso de sus armas heráldicas.

En los tiempos de la Colonia hubo afán de los súbditos criollos, después de consolidar una fortuna, por unir sus caudales al poderío del blasón para bautizar su posición de hidalgos en un medio social excluyente por el mero lugar de nacimiento. Éstos, que fueron los más, pretendieron hacer un disimulo de su condición de aventureros que adoptaron el tono de principales caballeros, cuando sus padre o abuelos, si no ellos mismo, fueron salteadores de caminos, prófugos de galeras, o en mejor de los casos, porquerizos, vagos y carceleros de los calabozos de Castilla.

Ufanarse en América hispana por ascendencia con títulos de hijodalgos, con escasas y conocidas excepciones, es verdad que constituye la apología del delito.

Por Carlos Rodolfo Ortega Montero

 

Columnista
21 noviembre, 2016

Los nobles criollos

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
El Pilón

Ha sido un afán muy español, el deseo de ostentar un título de nobleza. Nobles hubo entre nosotros acá, como los marqueses de Santa Coa, y los de Valdehoyos en Mompox, y en Cartagena los de Pestagua y del Premio Real. La nobleza en la madre patria, tuvo su origen en la lucha de ochocientos años que duró el dominio de los musulmanes en España y […]


Ha sido un afán muy español, el deseo de ostentar un título de nobleza. Nobles hubo entre nosotros acá, como los marqueses de Santa Coa, y los de Valdehoyos en Mompox, y en Cartagena los de Pestagua y del Premio Real.

La nobleza en la madre patria, tuvo su origen en la lucha de ochocientos años que duró el dominio de los musulmanes en España y la reconquista del territorio por la alianza de los minúsculos reinos cristianos que poco a poco recuperaron en ese lapso el territorio. En ese entonces los reyes otorgaban títulos a los vasallos que se distinguieran por su apoyo en la larga contienda, como el de condes para que atendieran el gobierno de un condado y los de marqueses que eran los jefes militares encargados de defender la “marca” o frontera de lo que se iba reconquistando.

Trasladada a hispanoamérica el sistema de la monarquía, hubo intriga de los criollos por detentar un pergamino de noble. Tenemos el caso de don Agustín de la Sierra y Mercader (tío abuelo del expresidente José Manuel Marroquín), personaje asentado en Valle de Upar hacia mediados del siglo XVIII como Juez Subdelegado de tierras y “pacificador” de los chimilas; dueño de grandes haciendas, influyente en el ánimo de virreyes en lo tocante a la antigua provincia de Santa Marta, relacionado con familias cortesanas de la metrópoli y quien valido de ellas, procura obtener el vistoso título de Marqués de Guatapurí.

Además de ello, don Agustín, para urgir las diligencias de tal propósito, viaja por dos veces a la Corte, para intrigar en persona el deseado blasón, cosa que pese a las morocotas de oro gastado, no lo obtuvo, y antes por lo contrario, su amigo el marqués de Casa González, para evitar que los mandatarios y golillas palaciegos lo siguieran esquilando con dinero y promesas incumplidas, solicitó a los familiares de aquél que le disuadieran la idea de procurarse tan ruidosos título.

No se salió con la suya nuestro frustrado marqués, lo que no fue obstáculo alguno para mandar diseñar su escudo de armas, empotrarlo en los dinteles de su casa situada frente a la plaza principal de Valle de Upar. Allá duró el famoso escudo hasta 1821, cuando las tropas patriotas del general Mariano Montilla penetraron en la ciudad y procedieron a su demolición.

Otra hidalguía parroquial fue la de aquel santafereño José Miguel Lozano, padre de otro expresidente Jorge Tadeo, dueño de inmensas dehesas en la sabana de Bogotá, único abastecedor de carnes a la ciudad de Santa Fe con una sola de sus haciendas, ‘El Novillero’, y quien detentó el título de “marqués”.

Muy orgulloso de su ascendencia española, don Jorge Miguel sintió particular regocijo cuando la Corona con motivo del nacimiento del príncipe Carlos de Asturias, decidió otorgar títulos a las personalidades de los dominios y al señor Lozano le fue ofrecido el de Marqués de San Jorge. Pero la aceptación del título implicaba el pago de un impuesto muy oneroso llamado de “lanzas”, y ello explica por qué muchos de los favorecidos rehusaron discretamente el costoso honor. Otra cosa hizo el señor Lozano, aceptó el título, mandó a fijar el escudo en su casa, celebró fiesta para vanagloriase de su reciente nobleza y cuando se le exigió el pago de los tributos, se negó a hacerlo alegando que el marquesado se le había conferido por sus propios méritos. Después de repetidos cobros y de inútiles amonestaciones, la Real Audiencia decidió por acuerdo del 5 de mayo de 1777, privarlo oficialmente de título y prohibirle el uso de sus armas heráldicas.

En los tiempos de la Colonia hubo afán de los súbditos criollos, después de consolidar una fortuna, por unir sus caudales al poderío del blasón para bautizar su posición de hidalgos en un medio social excluyente por el mero lugar de nacimiento. Éstos, que fueron los más, pretendieron hacer un disimulo de su condición de aventureros que adoptaron el tono de principales caballeros, cuando sus padre o abuelos, si no ellos mismo, fueron salteadores de caminos, prófugos de galeras, o en mejor de los casos, porquerizos, vagos y carceleros de los calabozos de Castilla.

Ufanarse en América hispana por ascendencia con títulos de hijodalgos, con escasas y conocidas excepciones, es verdad que constituye la apología del delito.

Por Carlos Rodolfo Ortega Montero