Publicidad
Categorías
Categorías
Columnista - 23 enero, 2017

Los cien años de la maestra Juana Bautista

Atánquez, edén musical de gaitas y guitarras, el cerro de la Juaneta derrama la brisa fría de la Nevada y el aroma de trapiches y alfandoques se entrelaza con el verdor de la primavera y la ruta ceremonial de las mochilas. Ahí nace el 25 de enero de 1917, Juana Bautista Mindiola Corzo. La primera […]

Atánquez, edén musical de gaitas y guitarras, el cerro de la Juaneta derrama la brisa fría de la Nevada y el aroma de trapiches y alfandoques se entrelaza con el verdor de la primavera y la ruta ceremonial de las mochilas. Ahí nace el 25 de enero de 1917, Juana Bautista Mindiola Corzo. La primera hija de Sara Corzo Maestre, elegante patillalera de fina estampa, que tuvo con José Antonio Mindiola Arregocés, distinguido boticario, agricultor y comerciante.

Juana Bautista vive su infancia en Atánquez, y hereda de su madre la tradición religiosa, por eso desde niña estuvo dedicada a la oración. Tenía la predisposición para ser monja o ser maestra, y se viene para Valledupar en compañía de su madre con los sueños de educarse y en el colegio La Sagrada Familia realiza el ciclo básico de secundaria. Empieza a ejercer sus labores de instructora de algunos niños vecinos. En 1943 contrae matrimonio con José Eleuterio Atuesta Acuña, un joven de Santa Ana (Magdalena), miembro activo de la Policía Nacional.

En 1954 es nombrada profesora del corregimiento de Mariangola. El arte de la pedagogía lo enaltece con su vocación religiosa, y comienza a escribir su bella historia de maestra, madre y esposa. Su misión educacional la desarrolla en toda la comunidad: a los padres de familia les enseña las normas de urbanidad, el respeto por los actos religiosos y los símbolos patrios, resalta la importancia de la educación como alternativa de calidad de vida y la necesidad de consumir más alimentos vegetales ricos en fibras y proteínas. Pero, además, les recordaba a los padres el compromiso de orientar y corregir con disciplina y autoridad a sus hijos, y con frecuencia les repetía esta frase que se le atribuye al filósofo Pitágoras: “Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres”. También, utilizaba las pericias de las abuelas que para atemorizar a los niños se inventaban personajes fantasmagóricos que llegaban a las orillas de los ríos y con la oscuridad de las noches, y por supuesto, los niños no iban solos al río ni permanecían de noche fuera de la casa.

Durante más de treinta años ejerció la docencia con liderazgo, motivación e idoneidad. Siempre será una persona referente que hizo de su procesión un testimonio de dignidad, abnegación y trabajo para la transformación social de los niños de Mariangola y de sus hijos. Su esposo por varios años fue inspector del corregimiento con gran responsabilidad civil, defensor de la conservación de los árboles y de los ríos, de las sabanas comunales y visionario del crecimiento urbanístico.

Cuando los atardeceres octogenarios y la soledad se apoderaron de su cuerpo, regresa a Valledupar con su esposo, y vive donde uno de sus hijos; los otros seis, por razones de trabajo residen en otras ciudades. En esos instantes de meditaciones su palabra era fragancia de gratitud para alabar a Dios por la vida, la familia y las bendiciones recibidas. Evocaba de Mariangola, su tierra prometida: el sol derretido en las sabanas, el chapaleo de invierno con los zapatos nuevos en las manos, la frescura del agua en la tinaja, la lectura de las horas en el tamaño de la sombra, la venerada imagen del Santo Cristo, la tempestad apagada con el poder de la oración, los niños festejando la escritura de las primeras letras y la algazara infantil de los aguinaldos en noche buena. El 3 de mayo de 2007, un silencio de santidad abrazó su cuerpo dormido.

Columnista
23 enero, 2017

Los cien años de la maestra Juana Bautista

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
José Atuesta Mindiola

Atánquez, edén musical de gaitas y guitarras, el cerro de la Juaneta derrama la brisa fría de la Nevada y el aroma de trapiches y alfandoques se entrelaza con el verdor de la primavera y la ruta ceremonial de las mochilas. Ahí nace el 25 de enero de 1917, Juana Bautista Mindiola Corzo. La primera […]


Atánquez, edén musical de gaitas y guitarras, el cerro de la Juaneta derrama la brisa fría de la Nevada y el aroma de trapiches y alfandoques se entrelaza con el verdor de la primavera y la ruta ceremonial de las mochilas. Ahí nace el 25 de enero de 1917, Juana Bautista Mindiola Corzo. La primera hija de Sara Corzo Maestre, elegante patillalera de fina estampa, que tuvo con José Antonio Mindiola Arregocés, distinguido boticario, agricultor y comerciante.

Juana Bautista vive su infancia en Atánquez, y hereda de su madre la tradición religiosa, por eso desde niña estuvo dedicada a la oración. Tenía la predisposición para ser monja o ser maestra, y se viene para Valledupar en compañía de su madre con los sueños de educarse y en el colegio La Sagrada Familia realiza el ciclo básico de secundaria. Empieza a ejercer sus labores de instructora de algunos niños vecinos. En 1943 contrae matrimonio con José Eleuterio Atuesta Acuña, un joven de Santa Ana (Magdalena), miembro activo de la Policía Nacional.

En 1954 es nombrada profesora del corregimiento de Mariangola. El arte de la pedagogía lo enaltece con su vocación religiosa, y comienza a escribir su bella historia de maestra, madre y esposa. Su misión educacional la desarrolla en toda la comunidad: a los padres de familia les enseña las normas de urbanidad, el respeto por los actos religiosos y los símbolos patrios, resalta la importancia de la educación como alternativa de calidad de vida y la necesidad de consumir más alimentos vegetales ricos en fibras y proteínas. Pero, además, les recordaba a los padres el compromiso de orientar y corregir con disciplina y autoridad a sus hijos, y con frecuencia les repetía esta frase que se le atribuye al filósofo Pitágoras: “Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres”. También, utilizaba las pericias de las abuelas que para atemorizar a los niños se inventaban personajes fantasmagóricos que llegaban a las orillas de los ríos y con la oscuridad de las noches, y por supuesto, los niños no iban solos al río ni permanecían de noche fuera de la casa.

Durante más de treinta años ejerció la docencia con liderazgo, motivación e idoneidad. Siempre será una persona referente que hizo de su procesión un testimonio de dignidad, abnegación y trabajo para la transformación social de los niños de Mariangola y de sus hijos. Su esposo por varios años fue inspector del corregimiento con gran responsabilidad civil, defensor de la conservación de los árboles y de los ríos, de las sabanas comunales y visionario del crecimiento urbanístico.

Cuando los atardeceres octogenarios y la soledad se apoderaron de su cuerpo, regresa a Valledupar con su esposo, y vive donde uno de sus hijos; los otros seis, por razones de trabajo residen en otras ciudades. En esos instantes de meditaciones su palabra era fragancia de gratitud para alabar a Dios por la vida, la familia y las bendiciones recibidas. Evocaba de Mariangola, su tierra prometida: el sol derretido en las sabanas, el chapaleo de invierno con los zapatos nuevos en las manos, la frescura del agua en la tinaja, la lectura de las horas en el tamaño de la sombra, la venerada imagen del Santo Cristo, la tempestad apagada con el poder de la oración, los niños festejando la escritura de las primeras letras y la algazara infantil de los aguinaldos en noche buena. El 3 de mayo de 2007, un silencio de santidad abrazó su cuerpo dormido.