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Columnista - 14 enero, 2017

Las miembras

Leo frecuentemente sobre asuntos relacionados con nuestro idioma, el castellano, y en los últimos tiempos hay un agite sobre el uso del lenguaje sexista, andro-centrista, es decir aquel que desconoce la existencia de los dos sexos y en el que todo se enmarca bajo denominaciones masculinas, y por ello para estos radicales no hay abogadas, […]

Leo frecuentemente sobre asuntos relacionados con nuestro idioma, el castellano, y en los últimos tiempos hay un agite sobre el uso del lenguaje sexista, andro-centrista, es decir aquel que desconoce la existencia de los dos sexos y en el que todo se enmarca bajo denominaciones masculinas, y por ello para estos radicales no hay abogadas, sino abogados, hombres y mujeres, y los jueces son jueces, así sean mujeres. Eso de jueza les suena raro.

En fin, como en todo, si se exageran las cosas terminan debilitándose. Hoy por hoy, se digieren los términos abogadas, médicas, sacerdotisas, etcétera, así como dejaron de sonarnos mal enfermero y bacteriólogo, pues en una época quienes ejercían esa profesión eran casi todas mujeres.

Es cuestión de usos y costumbres, es la gente, la “vox pópuli”, la que consagra o descalifica y por eso y por ahora eso de miembras no suena muy bien.

Pero para mí esto del lenguaje es secundario, pues en la realidad lo que hay detrás de todo eso es un feminismo y un igualitarismo equivocado.

Siempre he creído que equiparar hombres y mujeres puede ser inconveniente y confuso. Si una mujer llega a ser presidenta de su país, lo ha hecho no por mujer, sino por capaz. Por eso no entiendo eso de la igualdad de género, pues no veo, por ahora, a un hombre con licencia de maternidad y la hora de lactancia. El concepto de la igualdad es de doble filo, afirmación que quiero ilustrar con un ejemplo histórico. En una época cuando en los Estados Unidos la población negra pedía poder usar los mismos baños y buses de los blancos, una Corte, debió ser la de Alabama, sentenció que como los negros pedían baños y buses y hasta tenían razón, pues que le construyeran baños y compraran buses para uso exclusivo de los negros, y así se producía la igualdad, lo que por supuesto era perverso porque igualaba pero discriminaba.

La igualdad es hermana de las diferencias y por eso existen las ramplas de acceso para los discapacitados. Estas se construyen porque quien se encuentra afectado por una invalidez motriz es diferente. Lo que resulta ser igual es su derecho de acceso que lo produce precisamente una desigualdad. Las mujeres tienen algunos derechos específicos y exclusivos, no por ser iguales a los hombres, sino por ser mujeres, como pensionarse a más temprana edad.

Si se trata de imponer a rajatabla los usos que pregonan los “amigos y amigas” que propugnan la igualdad de género, entonces nos veremos “abocadas y abocados” a la redacción de “documentas y documentos” interminables por el uso obligado y poco práctico de esa doble denominación, salvo el “señoras y señores” de protocolo.

Sobre lo anterior hay chistes y chistas que por supuesto no voy mencionar.

La dama argentina Pilar Careaga expresa que las jóvenes creen que cierta liberación es igualdad pero que la desigualdad la experimentarán en su lugar de trabajo con relación a las posiciones de poder, y entonces, agrego yo, qué dirán Angela Merckel, canciller de Alemania, o Cristina Kirtchner de Argentina, o nuestra admiradas Condolezza Rice e Hilary Clintob, Indira Gandhi o Evita Perón, Dejémonos de vainas: la igualdad material no existe y por lo tanto no debemos confundirnos.

[email protected]

Columnista
14 enero, 2017

Las miembras

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jaime García Chadid.

Leo frecuentemente sobre asuntos relacionados con nuestro idioma, el castellano, y en los últimos tiempos hay un agite sobre el uso del lenguaje sexista, andro-centrista, es decir aquel que desconoce la existencia de los dos sexos y en el que todo se enmarca bajo denominaciones masculinas, y por ello para estos radicales no hay abogadas, […]


Leo frecuentemente sobre asuntos relacionados con nuestro idioma, el castellano, y en los últimos tiempos hay un agite sobre el uso del lenguaje sexista, andro-centrista, es decir aquel que desconoce la existencia de los dos sexos y en el que todo se enmarca bajo denominaciones masculinas, y por ello para estos radicales no hay abogadas, sino abogados, hombres y mujeres, y los jueces son jueces, así sean mujeres. Eso de jueza les suena raro.

En fin, como en todo, si se exageran las cosas terminan debilitándose. Hoy por hoy, se digieren los términos abogadas, médicas, sacerdotisas, etcétera, así como dejaron de sonarnos mal enfermero y bacteriólogo, pues en una época quienes ejercían esa profesión eran casi todas mujeres.

Es cuestión de usos y costumbres, es la gente, la “vox pópuli”, la que consagra o descalifica y por eso y por ahora eso de miembras no suena muy bien.

Pero para mí esto del lenguaje es secundario, pues en la realidad lo que hay detrás de todo eso es un feminismo y un igualitarismo equivocado.

Siempre he creído que equiparar hombres y mujeres puede ser inconveniente y confuso. Si una mujer llega a ser presidenta de su país, lo ha hecho no por mujer, sino por capaz. Por eso no entiendo eso de la igualdad de género, pues no veo, por ahora, a un hombre con licencia de maternidad y la hora de lactancia. El concepto de la igualdad es de doble filo, afirmación que quiero ilustrar con un ejemplo histórico. En una época cuando en los Estados Unidos la población negra pedía poder usar los mismos baños y buses de los blancos, una Corte, debió ser la de Alabama, sentenció que como los negros pedían baños y buses y hasta tenían razón, pues que le construyeran baños y compraran buses para uso exclusivo de los negros, y así se producía la igualdad, lo que por supuesto era perverso porque igualaba pero discriminaba.

La igualdad es hermana de las diferencias y por eso existen las ramplas de acceso para los discapacitados. Estas se construyen porque quien se encuentra afectado por una invalidez motriz es diferente. Lo que resulta ser igual es su derecho de acceso que lo produce precisamente una desigualdad. Las mujeres tienen algunos derechos específicos y exclusivos, no por ser iguales a los hombres, sino por ser mujeres, como pensionarse a más temprana edad.

Si se trata de imponer a rajatabla los usos que pregonan los “amigos y amigas” que propugnan la igualdad de género, entonces nos veremos “abocadas y abocados” a la redacción de “documentas y documentos” interminables por el uso obligado y poco práctico de esa doble denominación, salvo el “señoras y señores” de protocolo.

Sobre lo anterior hay chistes y chistas que por supuesto no voy mencionar.

La dama argentina Pilar Careaga expresa que las jóvenes creen que cierta liberación es igualdad pero que la desigualdad la experimentarán en su lugar de trabajo con relación a las posiciones de poder, y entonces, agrego yo, qué dirán Angela Merckel, canciller de Alemania, o Cristina Kirtchner de Argentina, o nuestra admiradas Condolezza Rice e Hilary Clintob, Indira Gandhi o Evita Perón, Dejémonos de vainas: la igualdad material no existe y por lo tanto no debemos confundirnos.

[email protected]