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Columnista - 21 octubre, 2017

La vela que camina

(Recreación de un hecho real con nombres ficticios). Sucedió en los tiempos de los mechones y las lámparas de petróleo en un pueblo cualquiera de la costa. Todas las noches a la una en punto de la mañana salía en la placita pública de la aldea una vela que lentamente se arrastraba por el contorno […]

(Recreación de un hecho real con nombres ficticios).

Sucedió en los tiempos de los mechones y las lámparas de petróleo en un pueblo cualquiera de la costa. Todas las noches a la una en punto de la mañana salía en la placita pública de la aldea una vela que lentamente se arrastraba por el contorno de las casas del centro del poblado, ya había personas que reposaban en la clínica de la ciudad a causa del trauma, otros se mudaron de la población, la gente apenas teñía la noche se trancaban con trancas de Carreto para evitar ser poseídos por la maldición.

El pueblo entero estaba en estado de shock porque el asunto era una realidad comprobable, el cura todos los domingos en la misa conjuraba el maleficio, pero nada, el espanto no cedía ante el coro de las rezanderas encabezadas por Delfina Aguirre, la esposa de Mariano Escorcia Quiñones. Ella reunía a todas para que ayudaran a ver si aquel maleficio se desplazaba hacia la cuarta dimensión inferior.

Juan ‘El Corcobao’, el cazador, estaba molesto con tanta “chancharamancha”, él decía: Esas mujeres parteras inventan toda clase de mentiras cada vez que atienden un parto a media noche, en realidad andaba molesto oyendo donde el carnicero tantas ocurrencias sobre la vela que camina, igual en el billar, en el atrio de iglesia, en los velorios, en la fritanga y hasta en el campito de futbol, no había sitio que no estuviera infectado por el miedo a la vela que camina.

‘El Corcobao’, hombre de malos modales, sus piropos obscenos hacia las mujeres abultadas en sus partes traseras ya le habían acarreado amenazas y esa fea costumbre de soltar un escupitajo cada vez que llegaba un forastero, con la grosería de festejarse así mismo a carcajada limpia un viento fétido salido de sus entrañas con sonora publicidad, lo tenían como un hombre agreste, indeseable en las reuniones, estaba acostumbrado a pasar la noche completa en el monte tupido cazando cualquier animal y en varias ocasiones alguna hoja de bijao lo asustó al filo de la media noche, la cual brillaba con la luz de la luna y con el viento lo llamaba. ‘El Corcobao’ estaba curado de espantos y toda clase de leyendas, de tal forma que una noche dijo: “Voy a ver cuál es el cuento de esa puta vela”, tomó su escopeta y lámpara de casería y se estacionó a las 12:00 de la noche en la plaza y a la una en punto de la madrugada apareció el terrorífico espanto que, con una agonía casi infinita, caminaba sin rumbo. De inmediato una mujer en paños menores cruzó a la luz de la luna de su casa a la tienda del cachaco Ruperto, era Delfina que dejaba a su esposo Mariano, roncando en su habitación para ir a revolcarse con el tendero. Y la vela que camina era un morrocoy con una vela encima.

Por Rosendo Romero Ospino

 

Columnista
21 octubre, 2017

La vela que camina

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rosendo Romero Ospino

(Recreación de un hecho real con nombres ficticios). Sucedió en los tiempos de los mechones y las lámparas de petróleo en un pueblo cualquiera de la costa. Todas las noches a la una en punto de la mañana salía en la placita pública de la aldea una vela que lentamente se arrastraba por el contorno […]


(Recreación de un hecho real con nombres ficticios).

Sucedió en los tiempos de los mechones y las lámparas de petróleo en un pueblo cualquiera de la costa. Todas las noches a la una en punto de la mañana salía en la placita pública de la aldea una vela que lentamente se arrastraba por el contorno de las casas del centro del poblado, ya había personas que reposaban en la clínica de la ciudad a causa del trauma, otros se mudaron de la población, la gente apenas teñía la noche se trancaban con trancas de Carreto para evitar ser poseídos por la maldición.

El pueblo entero estaba en estado de shock porque el asunto era una realidad comprobable, el cura todos los domingos en la misa conjuraba el maleficio, pero nada, el espanto no cedía ante el coro de las rezanderas encabezadas por Delfina Aguirre, la esposa de Mariano Escorcia Quiñones. Ella reunía a todas para que ayudaran a ver si aquel maleficio se desplazaba hacia la cuarta dimensión inferior.

Juan ‘El Corcobao’, el cazador, estaba molesto con tanta “chancharamancha”, él decía: Esas mujeres parteras inventan toda clase de mentiras cada vez que atienden un parto a media noche, en realidad andaba molesto oyendo donde el carnicero tantas ocurrencias sobre la vela que camina, igual en el billar, en el atrio de iglesia, en los velorios, en la fritanga y hasta en el campito de futbol, no había sitio que no estuviera infectado por el miedo a la vela que camina.

‘El Corcobao’, hombre de malos modales, sus piropos obscenos hacia las mujeres abultadas en sus partes traseras ya le habían acarreado amenazas y esa fea costumbre de soltar un escupitajo cada vez que llegaba un forastero, con la grosería de festejarse así mismo a carcajada limpia un viento fétido salido de sus entrañas con sonora publicidad, lo tenían como un hombre agreste, indeseable en las reuniones, estaba acostumbrado a pasar la noche completa en el monte tupido cazando cualquier animal y en varias ocasiones alguna hoja de bijao lo asustó al filo de la media noche, la cual brillaba con la luz de la luna y con el viento lo llamaba. ‘El Corcobao’ estaba curado de espantos y toda clase de leyendas, de tal forma que una noche dijo: “Voy a ver cuál es el cuento de esa puta vela”, tomó su escopeta y lámpara de casería y se estacionó a las 12:00 de la noche en la plaza y a la una en punto de la madrugada apareció el terrorífico espanto que, con una agonía casi infinita, caminaba sin rumbo. De inmediato una mujer en paños menores cruzó a la luz de la luna de su casa a la tienda del cachaco Ruperto, era Delfina que dejaba a su esposo Mariano, roncando en su habitación para ir a revolcarse con el tendero. Y la vela que camina era un morrocoy con una vela encima.

Por Rosendo Romero Ospino