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Columnista - 30 enero, 2018

La primera

Han pasado más de veinte años y ese recuerdo sigue volviendo una y otra vez a mi cabeza. Desaparece durante largas temporadas y de la nada me asalta vívido en cualquier lugar, como una ventana al pasado casi palpable. Es un torrente de imágenes que no se desgasta, que resiste al tiempo, que es inmortal. […]

Han pasado más de veinte años y ese recuerdo sigue volviendo una y otra vez a mi cabeza. Desaparece durante largas temporadas y de la nada me asalta vívido en cualquier lugar, como una ventana al pasado casi palpable. Es un torrente de imágenes que no se desgasta, que resiste al tiempo, que es inmortal. Se me escapa su nombre, aunque estoy bastante seguro de que alguna vez lo supe e incluso lo pronuncié aún cuando ella no estaba presente, pero hoy por más que me esfuerzo en nadar hasta él a través de las espesas arenas de mi memoria, no lo logro alcanzar y me hundo en mi propio olvido ¿Empezaba con S o con C? En este punto, no es fácil distinguir lo que pasó de lo que me estoy inventando.

Yo debía tener entre 4 y 6 años, y para entonces mi mundo se contenía en las cuatro paredes del jardín infantil Tordecillas, esa casa multicolor en una loma de Cabecera donde el primer día lloré hasta la deshidratación porque pensé que mi mamá me llevaba hasta allí solo para abandonarme. Una mañana en que no había colegio subimos al Fiat rojo que se convertía en camioneta y fuimos hasta una casa que hoy evoco de color naranja como el ladrillo ¿Provenza? ¿Real de Minas? Ni siquiera logro precisar si seguía siendo Bucaramanga o ya habíamos pasado por debajo del segundo puente de la autopista que la transforma en Floridablanca.

Y ahí estaba ella, menudita y con una larga cabellera que ondulaba entre castaño y cobrizo. Extrañamente no logro evocar un solo rasgo de su rostro, su belleza enigmática siempre estaba cubierta por aquellos rizos indomables que le caían como un velo. Así y todo, he vivido con la certeza de que disfrutaba de su compañía como no lo hacía con la de nadie más, ni siquiera en Tordecillas. En los rincones más antiguos de mi cerebro preservo frágiles y efímeros instantes con ella, milésimas de segundo en las que nos divertimos jugando, su sonrisa perlada de dientes de leche, mi camiseta verde y su vestido azul.

No estoy seguro cómo me enteré de que se mudaría, pero la tristeza que sentí ese día fue demoledora. Mi papá me consoló y junto con mi mamá, dupla de románticos irremediables, le compramos un bonito regalo de despedida. Llegamos cuando su papá el calvo subía de envión la última maleta al Renault. “Mi hijo le quiere entregar algo a su hija”, le soltó al vernos. Se bajó del carro, le entregué el obsequio, nos dijimos algo ininteligible y con un vacío en el pecho vi cómo sus rizos que brillaban al atardecer desde el asiento trasero se volvían cada vez más diminutos hasta desaparecer conforme se alejaban de mí.

Columnista
30 enero, 2018

La primera

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Fuad Gonzalo Chacon

Han pasado más de veinte años y ese recuerdo sigue volviendo una y otra vez a mi cabeza. Desaparece durante largas temporadas y de la nada me asalta vívido en cualquier lugar, como una ventana al pasado casi palpable. Es un torrente de imágenes que no se desgasta, que resiste al tiempo, que es inmortal. […]


Han pasado más de veinte años y ese recuerdo sigue volviendo una y otra vez a mi cabeza. Desaparece durante largas temporadas y de la nada me asalta vívido en cualquier lugar, como una ventana al pasado casi palpable. Es un torrente de imágenes que no se desgasta, que resiste al tiempo, que es inmortal. Se me escapa su nombre, aunque estoy bastante seguro de que alguna vez lo supe e incluso lo pronuncié aún cuando ella no estaba presente, pero hoy por más que me esfuerzo en nadar hasta él a través de las espesas arenas de mi memoria, no lo logro alcanzar y me hundo en mi propio olvido ¿Empezaba con S o con C? En este punto, no es fácil distinguir lo que pasó de lo que me estoy inventando.

Yo debía tener entre 4 y 6 años, y para entonces mi mundo se contenía en las cuatro paredes del jardín infantil Tordecillas, esa casa multicolor en una loma de Cabecera donde el primer día lloré hasta la deshidratación porque pensé que mi mamá me llevaba hasta allí solo para abandonarme. Una mañana en que no había colegio subimos al Fiat rojo que se convertía en camioneta y fuimos hasta una casa que hoy evoco de color naranja como el ladrillo ¿Provenza? ¿Real de Minas? Ni siquiera logro precisar si seguía siendo Bucaramanga o ya habíamos pasado por debajo del segundo puente de la autopista que la transforma en Floridablanca.

Y ahí estaba ella, menudita y con una larga cabellera que ondulaba entre castaño y cobrizo. Extrañamente no logro evocar un solo rasgo de su rostro, su belleza enigmática siempre estaba cubierta por aquellos rizos indomables que le caían como un velo. Así y todo, he vivido con la certeza de que disfrutaba de su compañía como no lo hacía con la de nadie más, ni siquiera en Tordecillas. En los rincones más antiguos de mi cerebro preservo frágiles y efímeros instantes con ella, milésimas de segundo en las que nos divertimos jugando, su sonrisa perlada de dientes de leche, mi camiseta verde y su vestido azul.

No estoy seguro cómo me enteré de que se mudaría, pero la tristeza que sentí ese día fue demoledora. Mi papá me consoló y junto con mi mamá, dupla de románticos irremediables, le compramos un bonito regalo de despedida. Llegamos cuando su papá el calvo subía de envión la última maleta al Renault. “Mi hijo le quiere entregar algo a su hija”, le soltó al vernos. Se bajó del carro, le entregué el obsequio, nos dijimos algo ininteligible y con un vacío en el pecho vi cómo sus rizos que brillaban al atardecer desde el asiento trasero se volvían cada vez más diminutos hasta desaparecer conforme se alejaban de mí.