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Columnista - 22 noviembre, 2016

La Eucaristía

Para que nos resultara más fácil de comprender, quiso Dios hacer la vida espiritual semejante a la material. Así como nacemos de nuestra madre y vemos la luz luego de haber sido gestados en el vientre, la Iglesia (nuestra madre espiritual) nos conduce a la luz de la vida divina a través de un segundo […]

Para que nos resultara más fácil de comprender, quiso Dios hacer la vida espiritual semejante a la material. Así como nacemos de nuestra madre y vemos la luz luego de haber sido gestados en el vientre, la Iglesia (nuestra madre espiritual) nos conduce a la luz de la vida divina a través de un segundo nacimiento, que es el Bautismo. Ahora bien, la misión de una madre no se detiene al dar a luz; después del nacimiento comienza una nueva etapa que reviste tanta o mayor importancia que la precedente: la madre debe alimentar y prodigar sus cuidados y protección al recién nacido.

De manera similar, la Iglesia ofrece a sus hijos el alimento necesario para fortalecerles y ayudarles a crecer. Este alimento no es, sin embargo, algo sino alguien: se trata del mismo Dios en persona. Jesús, el Verbo eterno, se nos ofrece como alimento de dos maneras místicas: la Palabra y la Eucaristía.

La meditación constante de la Palabra de Dios es alimento del creyente. En ella, el alma sedienta encuentra sosiego, esperanza y paz, así como también las reprensiones del Padre cuando se ha desviado el camino. Esa Palabra que, según el evangelista Juan existía desde el principio y que, al llegar la plenitud de los tiempos, se hizo carne, guía, ilumina e inspira los pasos del cristiano a través de un camino no siempre rodeado de azucenas.

Yendo, sin embargo, más allá de lo imaginable, la noche en que iba a ser entregado, el Maestro de Nazaret decidió compartir una cena peculiar con sus discípulos. Era la noche memorable de la Pascua, en la que los judíos solían comer pan sin levadura y yerbas amargas en memoria de la esclavitud que vivieron sus padres en Egipto y beber vino para conmemorar la alianza sellada con Dios en el Sinaí. Pero, al partir el pan y ofrecer el cáliz, Jesús cambió el ritual: “Esto es mi cuerpo, este es el cáliz de mi sangre… Haced esto en memoria mía”. De esta manera instituyó, el primer Jueves Santo de la historia, el sacramento de la Eucaristía.

La palabra Eucaristía tiene sus raíces en el griego y significa literalmente “dar gracias”. Esta acción sagrada es también conocida como “Misa”, evocando la despedida usada por los sacerdotes en la época en la que se celebraba en latín: “Ite missa est” (“Id en misión evangelizadora”). Según la doctrina de la Iglesia, este sacramento admirable tiene tres dimensiones que es preciso considerar:

1. La Eucaristía es presencia real: Jesús está verdadera y realmente presente en el pan y el vino consagrado. Se trata de su cuerpo y su sangre, el mismo cuerpo que pendió de la cruz y la misma sangre que por nosotros fue derramada. Así adquiere sentido la adoración eucarística: estar de rodillas delante de Dios mismo.

2. La Eucaristía es banquete festivo: Se trata de una comida en la que la comunidad celebra el amor de Dios y da gracias, al tiempo que suplica por sí misma y por el mundo.

3. La Eucaristía es sacrificio: La Misa no es otra cosa que la actualización incruenta del sacrificio cruento del Calvario. El mismo cordero se ofrece por la salvación del mundo y los efectos de su pasión, muerte y resurrección revitalizan al alma.

Columnista
22 noviembre, 2016

La Eucaristía

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

Para que nos resultara más fácil de comprender, quiso Dios hacer la vida espiritual semejante a la material. Así como nacemos de nuestra madre y vemos la luz luego de haber sido gestados en el vientre, la Iglesia (nuestra madre espiritual) nos conduce a la luz de la vida divina a través de un segundo […]


Para que nos resultara más fácil de comprender, quiso Dios hacer la vida espiritual semejante a la material. Así como nacemos de nuestra madre y vemos la luz luego de haber sido gestados en el vientre, la Iglesia (nuestra madre espiritual) nos conduce a la luz de la vida divina a través de un segundo nacimiento, que es el Bautismo. Ahora bien, la misión de una madre no se detiene al dar a luz; después del nacimiento comienza una nueva etapa que reviste tanta o mayor importancia que la precedente: la madre debe alimentar y prodigar sus cuidados y protección al recién nacido.

De manera similar, la Iglesia ofrece a sus hijos el alimento necesario para fortalecerles y ayudarles a crecer. Este alimento no es, sin embargo, algo sino alguien: se trata del mismo Dios en persona. Jesús, el Verbo eterno, se nos ofrece como alimento de dos maneras místicas: la Palabra y la Eucaristía.

La meditación constante de la Palabra de Dios es alimento del creyente. En ella, el alma sedienta encuentra sosiego, esperanza y paz, así como también las reprensiones del Padre cuando se ha desviado el camino. Esa Palabra que, según el evangelista Juan existía desde el principio y que, al llegar la plenitud de los tiempos, se hizo carne, guía, ilumina e inspira los pasos del cristiano a través de un camino no siempre rodeado de azucenas.

Yendo, sin embargo, más allá de lo imaginable, la noche en que iba a ser entregado, el Maestro de Nazaret decidió compartir una cena peculiar con sus discípulos. Era la noche memorable de la Pascua, en la que los judíos solían comer pan sin levadura y yerbas amargas en memoria de la esclavitud que vivieron sus padres en Egipto y beber vino para conmemorar la alianza sellada con Dios en el Sinaí. Pero, al partir el pan y ofrecer el cáliz, Jesús cambió el ritual: “Esto es mi cuerpo, este es el cáliz de mi sangre… Haced esto en memoria mía”. De esta manera instituyó, el primer Jueves Santo de la historia, el sacramento de la Eucaristía.

La palabra Eucaristía tiene sus raíces en el griego y significa literalmente “dar gracias”. Esta acción sagrada es también conocida como “Misa”, evocando la despedida usada por los sacerdotes en la época en la que se celebraba en latín: “Ite missa est” (“Id en misión evangelizadora”). Según la doctrina de la Iglesia, este sacramento admirable tiene tres dimensiones que es preciso considerar:

1. La Eucaristía es presencia real: Jesús está verdadera y realmente presente en el pan y el vino consagrado. Se trata de su cuerpo y su sangre, el mismo cuerpo que pendió de la cruz y la misma sangre que por nosotros fue derramada. Así adquiere sentido la adoración eucarística: estar de rodillas delante de Dios mismo.

2. La Eucaristía es banquete festivo: Se trata de una comida en la que la comunidad celebra el amor de Dios y da gracias, al tiempo que suplica por sí misma y por el mundo.

3. La Eucaristía es sacrificio: La Misa no es otra cosa que la actualización incruenta del sacrificio cruento del Calvario. El mismo cordero se ofrece por la salvación del mundo y los efectos de su pasión, muerte y resurrección revitalizan al alma.