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Columnista - 20 febrero, 2017

La estirpe del canto vallenato

En el arte lo que perdura es la calidad. El tiempo juzga, porque es el juez sabio que no sentencia de inmediato, pero al final termina dándole la razón a quien la tiene. Las buenas canciones son las que nunca envejecen, porque conservan la frescura de su calidad y permanecen en los sentimientos y en […]

En el arte lo que perdura es la calidad. El tiempo juzga, porque es el juez sabio que no sentencia de inmediato, pero al final termina dándole la razón a quien la tiene. Las buenas canciones son las que nunca envejecen, porque conservan la frescura de su calidad y permanecen en los sentimientos y en la memoria colectiva, como aquel sombrero que todavía se mece en las ramas del viento o la gota fría que se solaza en los espejos celestes de los acordeones.

Las buenas canciones conservan el equilibrio entre la armonía musical y la poesía, y se defienden solas; son como la luz del sol y vibran con su esplendor y se repiten en todos los amaneceres. No son canciones de un día ni de una temporada, la empatía de sus versos con la melodía las hace densas para que lleguen a las profundidades estéticas del alma. En la hondura humana de la ensoñación y la belleza.

Pensando en la poesía de mis compositores favoritos y en la frase reveladora de Georges Louis Leclerc, “el estilo es el hombre”, vienen estas breves descripciones, de Rafael Escalona: en la noche lluviosa se apaga la vela del relámpago y en el bosque de su alma el canto de un pájaro invisible; Leandro Díaz: en los espejos de agua del Tocaimo la imagen de la mujer que al caminar hacía reír las sabanas; Alejo Duran: en su correduría busca la filiación de su amada y llora por el adiós de aquel 039; Calixto Ochoa: en la pastoral custodia los altares y la soledad mancha el lirio rojo de su corazón; Juancho Polo: en su ausencia la elegía por su adorada compañera y el verso redondo que brilla en su cielo espiritual; Gustavo Gutiérrez: despliega el camino largo en las ventanas de luna y arrebol; Adolfo Pacheco: mecido en su Hamaca grande ve el mochuelo cantar la nostalgia del viejo Miguel; Luciano Gullo: en su lealtad romántica bendice La despedida del amor perdido; Carlos Huertas: en el festín de tunas y cardones viaja por el Ranchería en su Tierra de cantores; Rosendo Romero: descubre la Fantasía de robarle los minutos a las horas para conservar la juventud de sus padres; Roberto Calderón: con la sonrisa de la Luna sanjuanera hace eterno el canto para la vida; Santander Durán: en la Ausencia matinal poetiza el silencio del rocío; Emilianito Zuleta: con el aroma de la lluvia corteja a la mujer en la antesala del romance; Emiro Zuleta: con su caligrafía de la conquista deseada, pide que la noche se repita; Julio Oñate: con su profecía clama a las barreras de los bosques que frenen el trote del desierto. De esa estirpe de historia y poesía se ha forjado el canto vallenato, el que perdura y sigue como el ave sonora del tiempo, porque el tiempo es el juez.

El verdadero artista no conjuga su creación con los afanes ni las prisas; pero hoy los autores quieren ganarse el título de “compositores” por el número de canciones grabadas, preocupados más por la cantidad que por la calidad. En las grabaciones recientes uno intenta buscar un ramo de poesía, un verso de armonía estremecedora que cautive, y es muy pobre el resultado. Muchas de estas canciones no tienen la densidad de la poesía y la armonía, son intangibles a la fuerza gravitacional del alma y la memoria. Muy pronto serán azotados por el vendaval del olvido.

Columnista
20 febrero, 2017

La estirpe del canto vallenato

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
José Atuesta Mindiola

En el arte lo que perdura es la calidad. El tiempo juzga, porque es el juez sabio que no sentencia de inmediato, pero al final termina dándole la razón a quien la tiene. Las buenas canciones son las que nunca envejecen, porque conservan la frescura de su calidad y permanecen en los sentimientos y en […]


En el arte lo que perdura es la calidad. El tiempo juzga, porque es el juez sabio que no sentencia de inmediato, pero al final termina dándole la razón a quien la tiene. Las buenas canciones son las que nunca envejecen, porque conservan la frescura de su calidad y permanecen en los sentimientos y en la memoria colectiva, como aquel sombrero que todavía se mece en las ramas del viento o la gota fría que se solaza en los espejos celestes de los acordeones.

Las buenas canciones conservan el equilibrio entre la armonía musical y la poesía, y se defienden solas; son como la luz del sol y vibran con su esplendor y se repiten en todos los amaneceres. No son canciones de un día ni de una temporada, la empatía de sus versos con la melodía las hace densas para que lleguen a las profundidades estéticas del alma. En la hondura humana de la ensoñación y la belleza.

Pensando en la poesía de mis compositores favoritos y en la frase reveladora de Georges Louis Leclerc, “el estilo es el hombre”, vienen estas breves descripciones, de Rafael Escalona: en la noche lluviosa se apaga la vela del relámpago y en el bosque de su alma el canto de un pájaro invisible; Leandro Díaz: en los espejos de agua del Tocaimo la imagen de la mujer que al caminar hacía reír las sabanas; Alejo Duran: en su correduría busca la filiación de su amada y llora por el adiós de aquel 039; Calixto Ochoa: en la pastoral custodia los altares y la soledad mancha el lirio rojo de su corazón; Juancho Polo: en su ausencia la elegía por su adorada compañera y el verso redondo que brilla en su cielo espiritual; Gustavo Gutiérrez: despliega el camino largo en las ventanas de luna y arrebol; Adolfo Pacheco: mecido en su Hamaca grande ve el mochuelo cantar la nostalgia del viejo Miguel; Luciano Gullo: en su lealtad romántica bendice La despedida del amor perdido; Carlos Huertas: en el festín de tunas y cardones viaja por el Ranchería en su Tierra de cantores; Rosendo Romero: descubre la Fantasía de robarle los minutos a las horas para conservar la juventud de sus padres; Roberto Calderón: con la sonrisa de la Luna sanjuanera hace eterno el canto para la vida; Santander Durán: en la Ausencia matinal poetiza el silencio del rocío; Emilianito Zuleta: con el aroma de la lluvia corteja a la mujer en la antesala del romance; Emiro Zuleta: con su caligrafía de la conquista deseada, pide que la noche se repita; Julio Oñate: con su profecía clama a las barreras de los bosques que frenen el trote del desierto. De esa estirpe de historia y poesía se ha forjado el canto vallenato, el que perdura y sigue como el ave sonora del tiempo, porque el tiempo es el juez.

El verdadero artista no conjuga su creación con los afanes ni las prisas; pero hoy los autores quieren ganarse el título de “compositores” por el número de canciones grabadas, preocupados más por la cantidad que por la calidad. En las grabaciones recientes uno intenta buscar un ramo de poesía, un verso de armonía estremecedora que cautive, y es muy pobre el resultado. Muchas de estas canciones no tienen la densidad de la poesía y la armonía, son intangibles a la fuerza gravitacional del alma y la memoria. Muy pronto serán azotados por el vendaval del olvido.