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Columnista - 28 febrero, 2015

Los aromas del acordeón

Son diversos los aromas y olores que pueden emanar de un acordeón de acuerdo con circunstancias muy particulares propiciadas por largas horas de ejecución, ya sea en parranda, casetas o conciertos de tiro largo. El olor más común que fluía de los acordeones usados por los viejos juglares era el sudor, principalmente el sudor de […]

Son diversos los aromas y olores que pueden emanar de un acordeón de acuerdo con circunstancias muy particulares propiciadas por largas horas de ejecución, ya sea en parranda, casetas o conciertos de tiro largo.

El olor más común que fluía de los acordeones usados por los viejos juglares era el sudor, principalmente el sudor de pecho, agrio, penetrante e hiriente, por el estrecho contacto del músico con el instrumento; era frecuente que llevaran una pequeña toalla en el hombro para secarse y asear el acordeón.

Muchos acordeoneros que en parrandas tocaban sentados colocaban el ‘Tres coronas’ sobre sus piernas y al momento en que era servido el guiso o el sancocho apoyaban el plato sobre el instrumento y éste casi siempre quedaba salpicado exhalando entonces un olor a chivo, morrocón o bocachico salao, que en combinación con el sudor produce un efecto cercano a un queso de varios días que contrasta con la dulzura de las notas que se desgranan de su interior.
Durante los años de la tristemente célebre ‘bonanza’ en La Guajira, fueron famosas las parrandas donde los invitados eran bañados por el anfitrión con María Farina y las damas con Coco Chanel, al igual que los músicos y sus instrumentos que quedaban gratamente aromatizados por algún tiempo. En estos ajetreos de la vida juglaresca no ha faltado un caso que yo considero exótico como el vivido por el rey vallenato Almes Granados, allá en Mariangola, su pueblo.

Tocaba una parranda con un acordeón prestado por Saúl Betín, un viejo músico del lugar y en un momento en que se fue al baño y dejó el acordeón sobre el piso, una perra barcina, nalgona y de largas pestañas que estaba en días de calor, le restregó la flor de sus íntimos aromas a la parrilla del aparato, que entre sus espacios tiene una tela protectora, la cual quedó impregnada de la esencia alborotadora de cualquier mastín.

Almes devolvió el acordeón a su dueño y aquí comenzó un verdadero viacrucis para Betín. Intrigado y nervioso observaba que cuando salía a tocar en alguna parranda mariangolera, por donde pasaba, los perros callejeros del poblado se le iban detrás aullando y haciéndole musarañas. Temeroso de que el ‘Tres coronas’ hubiera sido víctima de un maleficio por parte de músicos envidiosos, se fue a Valledupar y lo dejó en una casa de empeño. Regresó al pueblo y entonces fue peor, los perros le ladraban malhumorados, le pelaban el diente y lo perseguían entre gruñidos y dentelladas, pues los había privado del más delicado, tierno y seductor aroma que cualquier perro pueda percibir. Desesperado Saúl Betín se fue de Mariangola y jamás volvieron a tener noticias de él.

Independientemente de cualquier aroma extraño y repelente que pueda salir de un acordeón, esto es suavizado completamente por las dulces melodías que las prodigiosas manos de nuestros juglares son capaces de brindarnos. ¡Bendito sea el acordeón!

Columnista
28 febrero, 2015

Los aromas del acordeón

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Julio C. Oñate M.

Son diversos los aromas y olores que pueden emanar de un acordeón de acuerdo con circunstancias muy particulares propiciadas por largas horas de ejecución, ya sea en parranda, casetas o conciertos de tiro largo. El olor más común que fluía de los acordeones usados por los viejos juglares era el sudor, principalmente el sudor de […]


Son diversos los aromas y olores que pueden emanar de un acordeón de acuerdo con circunstancias muy particulares propiciadas por largas horas de ejecución, ya sea en parranda, casetas o conciertos de tiro largo.

El olor más común que fluía de los acordeones usados por los viejos juglares era el sudor, principalmente el sudor de pecho, agrio, penetrante e hiriente, por el estrecho contacto del músico con el instrumento; era frecuente que llevaran una pequeña toalla en el hombro para secarse y asear el acordeón.

Muchos acordeoneros que en parrandas tocaban sentados colocaban el ‘Tres coronas’ sobre sus piernas y al momento en que era servido el guiso o el sancocho apoyaban el plato sobre el instrumento y éste casi siempre quedaba salpicado exhalando entonces un olor a chivo, morrocón o bocachico salao, que en combinación con el sudor produce un efecto cercano a un queso de varios días que contrasta con la dulzura de las notas que se desgranan de su interior.
Durante los años de la tristemente célebre ‘bonanza’ en La Guajira, fueron famosas las parrandas donde los invitados eran bañados por el anfitrión con María Farina y las damas con Coco Chanel, al igual que los músicos y sus instrumentos que quedaban gratamente aromatizados por algún tiempo. En estos ajetreos de la vida juglaresca no ha faltado un caso que yo considero exótico como el vivido por el rey vallenato Almes Granados, allá en Mariangola, su pueblo.

Tocaba una parranda con un acordeón prestado por Saúl Betín, un viejo músico del lugar y en un momento en que se fue al baño y dejó el acordeón sobre el piso, una perra barcina, nalgona y de largas pestañas que estaba en días de calor, le restregó la flor de sus íntimos aromas a la parrilla del aparato, que entre sus espacios tiene una tela protectora, la cual quedó impregnada de la esencia alborotadora de cualquier mastín.

Almes devolvió el acordeón a su dueño y aquí comenzó un verdadero viacrucis para Betín. Intrigado y nervioso observaba que cuando salía a tocar en alguna parranda mariangolera, por donde pasaba, los perros callejeros del poblado se le iban detrás aullando y haciéndole musarañas. Temeroso de que el ‘Tres coronas’ hubiera sido víctima de un maleficio por parte de músicos envidiosos, se fue a Valledupar y lo dejó en una casa de empeño. Regresó al pueblo y entonces fue peor, los perros le ladraban malhumorados, le pelaban el diente y lo perseguían entre gruñidos y dentelladas, pues los había privado del más delicado, tierno y seductor aroma que cualquier perro pueda percibir. Desesperado Saúl Betín se fue de Mariangola y jamás volvieron a tener noticias de él.

Independientemente de cualquier aroma extraño y repelente que pueda salir de un acordeón, esto es suavizado completamente por las dulces melodías que las prodigiosas manos de nuestros juglares son capaces de brindarnos. ¡Bendito sea el acordeón!