Publicidad
Categorías
Categorías
Columnista - 29 marzo, 2014

El secreto va por dentro

La primera vez que la vi tenía yo trece años, ella quince; fue para finales de septiembre del año 86. Recuerdo, llevaba colgada en su cara una sonrisa que nunca fui capaz de borrar de mi memoria, se le dibujaba en cada mejilla unos huequitos que terminaron por ser culpables de desenfundar las hormonas en […]

La primera vez que la vi tenía yo trece años, ella quince; fue para finales de septiembre del año 86. Recuerdo, llevaba colgada en su cara una sonrisa que nunca fui capaz de borrar de mi memoria, se le dibujaba en cada mejilla unos huequitos que terminaron por ser culpables de desenfundar las hormonas en mi cuerpo. Para ese entonces Pedro Norberto me había llevado a conocer el otro mundo, en manos de Ana Villa la encargada de mostrármelo, desafortunadamente de regreso me tuvo que dejar en la clínica, con la naturaleza malograda para que el cirujano me terminara de desflorar el capullo que por las buenas ella no pudo.

La de los huequitos en las mejillas, me confesó un día sin yo preguntarle que no tenía novio; y tres días después me preguntó casi que sojuzgándome el por qué se me aceleró el corazón el día que la vi por primera vez, y remató “o fue que la que te presento Pedro te traumatizó”. No pasaron dos meses cuando (18 de noviembre al medio día) ya éramos novios; entonces descubrí que cuando se enojaba los huequitos se le cambiaban de puesto. Me gustaba verles los ojos, cuando sonreía parecían ojales de camisa nueva. Me dijo Pablo Arias el día que se la presenté que esas piernas servían de base para un rasca cielos, que era mucha espuma para poco chocolate.

En efecto los amores concluyeron porque no quería terminar de criarme y además se iría a estudiar a otras tierras. Me recomendó que cogiera más carne, porque cuando me abrazaba sentía abrazar a un pajarito. El tiempo pasó, y los años se fueron con ella, no supe más de su vida, cuando preguntaba por ella muchos ni la recordaban, y los que si lo hacían me daban una respuesta fulminante. !quizás! Entonces se fue construyendo dentro de mí un misterio de colores vivos, algo parecido a un arco iris en medio de luctuosos nubarrones.

Muchos años después y por accidentes de la vida la encontré donde nunca me imaginé encontrarla. Me di cuenta que era ella por su mirada, con las mismas bases para rascacielos; sin embargo supe que los años la habían contrariado porque los huequitos no estaban en su lugar. Ella no se percató que quien tenía a escasos dos metros era aquel pajarito imberbe que solía abrazar de tras de la puerta cuando se despedían después de una larga visita, o cuando sin tener sed y sin pedirle me decía: entra a la cocina para darte agua.

Cuando conocí el mecanismo y lo puse en práctica, un día su padre le comentó que si era que en mi casa todos los días comían viuda de pescado o de lo contrario vivía en una resaca eterna. Eso lo supe después de reencontrarla años después en una ciudad neutral. Me habló de su familia, le hable de la mía; me contó sus cuitas, le conté las mías; días después la invité a almorzar, luego ella me invitó, y al finalizar sin yo tener sed me dijo: ven para darte agua, ese día volví a ver sus eclipsados huequitos de las mejillas; volvió a ser la misma de quince y me quedó claro que el secreto de la felicidad va por dentro.

Columnista
29 marzo, 2014

El secreto va por dentro

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
José Gregorio Guerrero Ramírez

La primera vez que la vi tenía yo trece años, ella quince; fue para finales de septiembre del año 86. Recuerdo, llevaba colgada en su cara una sonrisa que nunca fui capaz de borrar de mi memoria, se le dibujaba en cada mejilla unos huequitos que terminaron por ser culpables de desenfundar las hormonas en […]


La primera vez que la vi tenía yo trece años, ella quince; fue para finales de septiembre del año 86. Recuerdo, llevaba colgada en su cara una sonrisa que nunca fui capaz de borrar de mi memoria, se le dibujaba en cada mejilla unos huequitos que terminaron por ser culpables de desenfundar las hormonas en mi cuerpo. Para ese entonces Pedro Norberto me había llevado a conocer el otro mundo, en manos de Ana Villa la encargada de mostrármelo, desafortunadamente de regreso me tuvo que dejar en la clínica, con la naturaleza malograda para que el cirujano me terminara de desflorar el capullo que por las buenas ella no pudo.

La de los huequitos en las mejillas, me confesó un día sin yo preguntarle que no tenía novio; y tres días después me preguntó casi que sojuzgándome el por qué se me aceleró el corazón el día que la vi por primera vez, y remató “o fue que la que te presento Pedro te traumatizó”. No pasaron dos meses cuando (18 de noviembre al medio día) ya éramos novios; entonces descubrí que cuando se enojaba los huequitos se le cambiaban de puesto. Me gustaba verles los ojos, cuando sonreía parecían ojales de camisa nueva. Me dijo Pablo Arias el día que se la presenté que esas piernas servían de base para un rasca cielos, que era mucha espuma para poco chocolate.

En efecto los amores concluyeron porque no quería terminar de criarme y además se iría a estudiar a otras tierras. Me recomendó que cogiera más carne, porque cuando me abrazaba sentía abrazar a un pajarito. El tiempo pasó, y los años se fueron con ella, no supe más de su vida, cuando preguntaba por ella muchos ni la recordaban, y los que si lo hacían me daban una respuesta fulminante. !quizás! Entonces se fue construyendo dentro de mí un misterio de colores vivos, algo parecido a un arco iris en medio de luctuosos nubarrones.

Muchos años después y por accidentes de la vida la encontré donde nunca me imaginé encontrarla. Me di cuenta que era ella por su mirada, con las mismas bases para rascacielos; sin embargo supe que los años la habían contrariado porque los huequitos no estaban en su lugar. Ella no se percató que quien tenía a escasos dos metros era aquel pajarito imberbe que solía abrazar de tras de la puerta cuando se despedían después de una larga visita, o cuando sin tener sed y sin pedirle me decía: entra a la cocina para darte agua.

Cuando conocí el mecanismo y lo puse en práctica, un día su padre le comentó que si era que en mi casa todos los días comían viuda de pescado o de lo contrario vivía en una resaca eterna. Eso lo supe después de reencontrarla años después en una ciudad neutral. Me habló de su familia, le hable de la mía; me contó sus cuitas, le conté las mías; días después la invité a almorzar, luego ella me invitó, y al finalizar sin yo tener sed me dijo: ven para darte agua, ese día volví a ver sus eclipsados huequitos de las mejillas; volvió a ser la misma de quince y me quedó claro que el secreto de la felicidad va por dentro.