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Columnista - 31 julio, 2015

El perdón

“Y yo sé que en mí, no habita el bien, porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”. Romanos 7,18-19. La Epístola de Santiago nos dice que ciertamente nuestra vida es neblina que se aparece por un […]

“Y yo sé que en mí, no habita el bien, porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”. Romanos 7,18-19.

La Epístola de Santiago nos dice que ciertamente nuestra vida es neblina que se aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece. De allí la importancia de negarnos a permitir que el rencor, el odio o la venganza destruyan la vida. El viaje hacia el perdón incluye un encuentro con lo inesperado, y una de esas cosas inesperadas es la humildad para reconocer que por temibles que puedan ser nuestros enemigos, el peor de todos soy yo mismo. Nos cuesta aceptar que cometemos errores, y mucho menos que hemos hecho sufrir a otras personas.

El perdón se puede entender como un proceso que comienza con la decisión de perdonar al autor del daño, y termina con la liberación emocional del enojo o el odio. Lo contrario, la falta de perdón es un estado de enojo, venganza y odio hacia la persona que nos lastimó, saboteando nuestros mejores esfuerzos para encontrar sanidad y esperanza. Es como un imán que nos lleva a rumiar sobre las heridas del pasado, a exagerar los relatos con adjetivos y adverbios amargos que provocan menosprecio, a manifestar motivaciones de malquerencia y venganza, a pensar una y otra vez en las características negativas del ofensor y la ofensa, e incluso a tramar planes maliciosos y vengativos.
Solamente tenemos dos opciones cuando experimentamos heridas emocionales, dejamos el dolor en el pasado o seguimos cargando con él, con las consecuencias negativas de continuar sufriendo traumas debido al recuerdo de las experiencias dolorosas.

¿Por qué hacemos lo que hacemos? No hay nivel de espiritualidad que nos permita trascender los instintos humanos básicos por más de un breve período. Nadie es inmune a los impulsos que nuestro ADN demanda. Y aunque podemos aprender a gestionar nuestras debilidades y satisfacer nuestros apetitos correctamente, experimentamos momentos de debilidad y de fracaso. Después de hacer esas cosas estúpidas, enfermizas de las que nos avergonzamos y por las que nos decepcionamos de nosotros mismos, nos preguntamos: ¿Por qué hice eso? En lo profundo de nuestro ser, existe una doble hélice conflictiva y confusa que se manifiesta en conductas de contradicción y sabotaje y la única valida explicación es que somos seres humanos con defectos, incapaces de tener una vida perfectamente íntegra.

Amados lectores, debemos eliminar los obstáculos para el perdón. Uno de ellos son los aires de superioridad o arrogancia moral respecto de las personas que nos hicieron daño. Ser humano significa que somos víctimas y victimarios, nadie se escapa de las consecuencias de nuestra humanidad; nos lastiman y lastimamos a otros, nos hacen daño, pero nosotros también hacemos daño. Mientras nos consideremos inherentemente mejores que los demás e incapaces de herir profundamente a alguien alguna vez, ya sea con nuestras acciones u omisiones, es imposible que encontremos la humildad necesaria para tener empatía con las faltas de otro ser humano.
Bien cierto es que perdonar exige un esfuerzo. Requiere tiempo, energía e intencionalidad. Si no sabemos cómo perdonar a una persona que nos hizo daño, sucumbiremos ante nuestros bajos instintos del enojo, el odio, la violencia y la venganza.

Como es de esperar, las personas a las que más necesitamos perdonar son las que tratamos más a menudo. El corazón perdonador entiende que la condición humana es tan imperfecta que hacer cosas inapropiadas e hirientes es lo que los seres humanos imperfectos hacemos inevitablemente, por lo tanto: ¡Perdónenme!

Columnista
31 julio, 2015

El perdón

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Valerio Mejía Araújo

“Y yo sé que en mí, no habita el bien, porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”. Romanos 7,18-19. La Epístola de Santiago nos dice que ciertamente nuestra vida es neblina que se aparece por un […]


“Y yo sé que en mí, no habita el bien, porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”. Romanos 7,18-19.

La Epístola de Santiago nos dice que ciertamente nuestra vida es neblina que se aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece. De allí la importancia de negarnos a permitir que el rencor, el odio o la venganza destruyan la vida. El viaje hacia el perdón incluye un encuentro con lo inesperado, y una de esas cosas inesperadas es la humildad para reconocer que por temibles que puedan ser nuestros enemigos, el peor de todos soy yo mismo. Nos cuesta aceptar que cometemos errores, y mucho menos que hemos hecho sufrir a otras personas.

El perdón se puede entender como un proceso que comienza con la decisión de perdonar al autor del daño, y termina con la liberación emocional del enojo o el odio. Lo contrario, la falta de perdón es un estado de enojo, venganza y odio hacia la persona que nos lastimó, saboteando nuestros mejores esfuerzos para encontrar sanidad y esperanza. Es como un imán que nos lleva a rumiar sobre las heridas del pasado, a exagerar los relatos con adjetivos y adverbios amargos que provocan menosprecio, a manifestar motivaciones de malquerencia y venganza, a pensar una y otra vez en las características negativas del ofensor y la ofensa, e incluso a tramar planes maliciosos y vengativos.
Solamente tenemos dos opciones cuando experimentamos heridas emocionales, dejamos el dolor en el pasado o seguimos cargando con él, con las consecuencias negativas de continuar sufriendo traumas debido al recuerdo de las experiencias dolorosas.

¿Por qué hacemos lo que hacemos? No hay nivel de espiritualidad que nos permita trascender los instintos humanos básicos por más de un breve período. Nadie es inmune a los impulsos que nuestro ADN demanda. Y aunque podemos aprender a gestionar nuestras debilidades y satisfacer nuestros apetitos correctamente, experimentamos momentos de debilidad y de fracaso. Después de hacer esas cosas estúpidas, enfermizas de las que nos avergonzamos y por las que nos decepcionamos de nosotros mismos, nos preguntamos: ¿Por qué hice eso? En lo profundo de nuestro ser, existe una doble hélice conflictiva y confusa que se manifiesta en conductas de contradicción y sabotaje y la única valida explicación es que somos seres humanos con defectos, incapaces de tener una vida perfectamente íntegra.

Amados lectores, debemos eliminar los obstáculos para el perdón. Uno de ellos son los aires de superioridad o arrogancia moral respecto de las personas que nos hicieron daño. Ser humano significa que somos víctimas y victimarios, nadie se escapa de las consecuencias de nuestra humanidad; nos lastiman y lastimamos a otros, nos hacen daño, pero nosotros también hacemos daño. Mientras nos consideremos inherentemente mejores que los demás e incapaces de herir profundamente a alguien alguna vez, ya sea con nuestras acciones u omisiones, es imposible que encontremos la humildad necesaria para tener empatía con las faltas de otro ser humano.
Bien cierto es que perdonar exige un esfuerzo. Requiere tiempo, energía e intencionalidad. Si no sabemos cómo perdonar a una persona que nos hizo daño, sucumbiremos ante nuestros bajos instintos del enojo, el odio, la violencia y la venganza.

Como es de esperar, las personas a las que más necesitamos perdonar son las que tratamos más a menudo. El corazón perdonador entiende que la condición humana es tan imperfecta que hacer cosas inapropiadas e hirientes es lo que los seres humanos imperfectos hacemos inevitablemente, por lo tanto: ¡Perdónenme!