La primera vez que vi en la pantalla al “chico malo” estaba comiendo hamburguesas artesanales en Brooklyn en su programa Sin reservas. No solo comía y dejaba que la grasa de la comida se le escurriera por las comisuras de la boca, sino que cada tanto levantaba el vaso lleno de vodka para no atragantarse. […]
La primera vez que vi en la pantalla al “chico malo” estaba comiendo hamburguesas artesanales en Brooklyn en su programa Sin reservas. No solo comía y dejaba que la grasa de la comida se le escurriera por las comisuras de la boca, sino que cada tanto levantaba el vaso lleno de vodka para no atragantarse. Había decidido recorrer los distritos de Nueva York mostrando la buena comida, en el underground que era realmente al que pertenecía, el mismo que lo había hecho ser quien era y lo había llevado a la fama. Una fama merecida para alguien que tenía mucho que contar y que además sabía contarlo.
Pasó más de la mitad de su vida en cocinas oscuras con inacabables turnos. Era un muchacho de clase media de Nueva Yersey, acostumbrado a buscarse la vida desde siempre y con una gran pasión: la cocina. Y por ella hizo todo, incluso llenarse de drogas para aguantar la exigencia y también, tal como lo dijo, para aliviar el cansancio y poder escribir. Después de los largos turnos, se encerraba a escribir Confesiones de un Chef, el primer libro. Lo leí hace algunos años y más allá de develar todos los secretos de las cocinas, de decirnos por ejemplo que el lunes o martes es mejor no ir a ningún restaurante a fin de no tener que engullir comida de sobra, lo que descubrí fue un tremendo cronista. Su carácter permeaba toda la narración, sus definiciones y certezas sobre la vida o la gastronomía tenían tal fuerza que ya después de verlo o de leerlo no era posible escapar a su visión, a su contundencia, a su irreverencia.
Tal vez uno de los capítulos más avasalladores fue el de la comida con una tribu de Alaska. Sentados en la sala-cocina y al piso, el padre de familia entra arrastrando una foca y de inmediato es apuñalada por la madre y descuartizada. Mientras, él va narrando todo y conversando con la familia. La señora le busca con habilidad, detrás de los ojos del animal, lo que ella califica como la parte más exquisita y se la ofrece directamente de sus manos y él, la recibe agradecido. De inmediato se la mete a la boca. Mastica, traga con entusiasmo. Luego se pone de pie para salir casi huyendo. Afuera le espera la cámara y dice: Esto es lo más asqueroso que me he comido en la vida.
Ese era Tony, el gran Anthony Bourdain, libre de compromisos que no fueran consigo mismo, lleno de amor por los demás como para recibir cualquier bocado que le dieran y hondamente humano. Fue una figura de su tiempo y el gran cronista de la gastronomía del mundo desde un conocimiento y una percepción que trasmitió de manera auténtica, sin reservas.
La primera vez que vi en la pantalla al “chico malo” estaba comiendo hamburguesas artesanales en Brooklyn en su programa Sin reservas. No solo comía y dejaba que la grasa de la comida se le escurriera por las comisuras de la boca, sino que cada tanto levantaba el vaso lleno de vodka para no atragantarse. […]
La primera vez que vi en la pantalla al “chico malo” estaba comiendo hamburguesas artesanales en Brooklyn en su programa Sin reservas. No solo comía y dejaba que la grasa de la comida se le escurriera por las comisuras de la boca, sino que cada tanto levantaba el vaso lleno de vodka para no atragantarse. Había decidido recorrer los distritos de Nueva York mostrando la buena comida, en el underground que era realmente al que pertenecía, el mismo que lo había hecho ser quien era y lo había llevado a la fama. Una fama merecida para alguien que tenía mucho que contar y que además sabía contarlo.
Pasó más de la mitad de su vida en cocinas oscuras con inacabables turnos. Era un muchacho de clase media de Nueva Yersey, acostumbrado a buscarse la vida desde siempre y con una gran pasión: la cocina. Y por ella hizo todo, incluso llenarse de drogas para aguantar la exigencia y también, tal como lo dijo, para aliviar el cansancio y poder escribir. Después de los largos turnos, se encerraba a escribir Confesiones de un Chef, el primer libro. Lo leí hace algunos años y más allá de develar todos los secretos de las cocinas, de decirnos por ejemplo que el lunes o martes es mejor no ir a ningún restaurante a fin de no tener que engullir comida de sobra, lo que descubrí fue un tremendo cronista. Su carácter permeaba toda la narración, sus definiciones y certezas sobre la vida o la gastronomía tenían tal fuerza que ya después de verlo o de leerlo no era posible escapar a su visión, a su contundencia, a su irreverencia.
Tal vez uno de los capítulos más avasalladores fue el de la comida con una tribu de Alaska. Sentados en la sala-cocina y al piso, el padre de familia entra arrastrando una foca y de inmediato es apuñalada por la madre y descuartizada. Mientras, él va narrando todo y conversando con la familia. La señora le busca con habilidad, detrás de los ojos del animal, lo que ella califica como la parte más exquisita y se la ofrece directamente de sus manos y él, la recibe agradecido. De inmediato se la mete a la boca. Mastica, traga con entusiasmo. Luego se pone de pie para salir casi huyendo. Afuera le espera la cámara y dice: Esto es lo más asqueroso que me he comido en la vida.
Ese era Tony, el gran Anthony Bourdain, libre de compromisos que no fueran consigo mismo, lleno de amor por los demás como para recibir cualquier bocado que le dieran y hondamente humano. Fue una figura de su tiempo y el gran cronista de la gastronomía del mundo desde un conocimiento y una percepción que trasmitió de manera auténtica, sin reservas.