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Columnista - 30 noviembre, 2016

Déjame saborear tu fuego

Silvia tiene los ojos marrones, el pelo largo de bronce espeso y la piel limpia como una virgen: no resulta difícil descubrir que las puñaladas de la vida solo han socavado su alma. Usa una minifalda amarilla, una blusa escotada morada y unos tacones negros, que son los que siempre se coloca para venir a […]

Silvia tiene los ojos marrones, el pelo largo de bronce espeso y la piel limpia como una virgen: no resulta difícil descubrir que las puñaladas de la vida solo han socavado su alma. Usa una minifalda amarilla, una blusa escotada morada y unos tacones negros, que son los que siempre se coloca para venir a trabajar. Sí, ahora estoy intentando esconder los arranques de animal que ella me despierta, pero no puedo impedir que mi mirada deje de deambular por sus senos puntiagudos y sus muslos recios.

Estamos en una habitación que tiene espejos abominables por todas partes y un tufo a orina trasnochada. Silvia está sentada en una cama de concreto, tiene las piernas cruzadas y las manos sobre la rodilla. Yo permanezco enfrente de ella, de pie, escudriñando con cierta sevicia el laberinto de su desolación y anotando en mi celular las frases más feroces que dice. Del núcleo del establecimiento, vienen el sonido de una música urbana y algunos aullidos de borrachos, pero la voz dócil de Silvia impera en mis oídos, ahora mismo toda Silvia prevalece en mí.

Más allá de su boquita pintada de rojo, sus mejillas ruborizadas y sus largas pestañas, Silvia es una mujer que confronta su tristeza con ahínco y arresto. Habla sin dramatismo sobre su huida de Maracaibo, su mamá que tiene cáncer de seno, su papá que fue ultimado en un intento de robo, sus estudios de Enfermería en la Universidad del Zulia y su hombre perpetuo, Federico, con quien vivió el delirio y la furia del amor.

Miro a Silvia con el mismo fervor que inspira todo aquello que es prohibido, suelto una sonrisita para mostrarle una calma que no tengo y le pregunto sobre la Revolución Bolivariana y el gobierno de Maduro. Ella se queda pensativa, frunce el ceño y luego manifiesta con enojo: “Chamo, todo eso es una mierda… Chávez era un burro y Maduro es peor. Yo me vine a Colombia a ofrecer mi cuerpo, porque en Venezuela no encontré un trabajo como enfermera y mi mamá se está muriendo y con lo que gano aquí al menos puedo mandarle para que compre las medicinas y coma algo… Para rematar, la oposición es de la misma calaña, solo quiere pescar en río revuelto, ese país hace rato se jodió: ¿Me entiendes?”.

Digo que sí moviendo la cabeza y luego ella continúa: “Mi mamá piensa que trabajo en un centro comercial, no sabe todo lo que me friego por ella… Yo la amo mucho, muchísimo, ni siquiera le agarré rabia cuando separó a Federico de mí, mi pobre Fede, él anda perdido en las drogas, estoy ahorrando para ayudarlo a salir de su infierno, para que salgamos de nuestros infiernos”. Antes de llegar a trabajar a Valledupar, Silvia estuvo entregando los sabores de su cuerpo en Bucaramanga, Cúcuta y Santa Marta: hace un año está en Colombia sufriendo de lejos el caos de Venezuela, un Estado que también se prostituyó.

El establecimiento en donde trabaja Silvia queda cerca del Mercado Público de Valledupar, antes aquí mismo estaba situada una discoteca. Vine solo a hablar con Silvia sobre su vida, su oficio, su tierra. Sí, sí, te prometí, Silvia, que solo venía a eso, a indagar sobre ti, a oírte. Tus palabras me han conmovido, tu historia triste y desoladora siempre la tendré incrustada en mi mente, pero no puedo ocultar que ahora tengo unos deseos terribles de acariciar tus labios, sé que esos labios tuyos únicamente se dejan tocar de otros labios cuando aparece el amor, quizás por eso mismo se han transformado en una tentación para mí.

Silvia, imagino a tu saliva prohibida en mi boca, a tu saliva incendiando a mi cuerpo con vehemencia, con furia total. Estoy enfrente de ti, tu carne me trastorna y me traga. Ahora se me da por preguntarte: “¿Por qué tu mamá alejó a Federico de ti?”. Y tú bajas la cabeza, te sobas el mentón y respondes con sutileza: “Porque Fede es mi hermano”.

Columnista
30 noviembre, 2016

Déjame saborear tu fuego

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Carlos Cesar Silva

Silvia tiene los ojos marrones, el pelo largo de bronce espeso y la piel limpia como una virgen: no resulta difícil descubrir que las puñaladas de la vida solo han socavado su alma. Usa una minifalda amarilla, una blusa escotada morada y unos tacones negros, que son los que siempre se coloca para venir a […]


Silvia tiene los ojos marrones, el pelo largo de bronce espeso y la piel limpia como una virgen: no resulta difícil descubrir que las puñaladas de la vida solo han socavado su alma. Usa una minifalda amarilla, una blusa escotada morada y unos tacones negros, que son los que siempre se coloca para venir a trabajar. Sí, ahora estoy intentando esconder los arranques de animal que ella me despierta, pero no puedo impedir que mi mirada deje de deambular por sus senos puntiagudos y sus muslos recios.

Estamos en una habitación que tiene espejos abominables por todas partes y un tufo a orina trasnochada. Silvia está sentada en una cama de concreto, tiene las piernas cruzadas y las manos sobre la rodilla. Yo permanezco enfrente de ella, de pie, escudriñando con cierta sevicia el laberinto de su desolación y anotando en mi celular las frases más feroces que dice. Del núcleo del establecimiento, vienen el sonido de una música urbana y algunos aullidos de borrachos, pero la voz dócil de Silvia impera en mis oídos, ahora mismo toda Silvia prevalece en mí.

Más allá de su boquita pintada de rojo, sus mejillas ruborizadas y sus largas pestañas, Silvia es una mujer que confronta su tristeza con ahínco y arresto. Habla sin dramatismo sobre su huida de Maracaibo, su mamá que tiene cáncer de seno, su papá que fue ultimado en un intento de robo, sus estudios de Enfermería en la Universidad del Zulia y su hombre perpetuo, Federico, con quien vivió el delirio y la furia del amor.

Miro a Silvia con el mismo fervor que inspira todo aquello que es prohibido, suelto una sonrisita para mostrarle una calma que no tengo y le pregunto sobre la Revolución Bolivariana y el gobierno de Maduro. Ella se queda pensativa, frunce el ceño y luego manifiesta con enojo: “Chamo, todo eso es una mierda… Chávez era un burro y Maduro es peor. Yo me vine a Colombia a ofrecer mi cuerpo, porque en Venezuela no encontré un trabajo como enfermera y mi mamá se está muriendo y con lo que gano aquí al menos puedo mandarle para que compre las medicinas y coma algo… Para rematar, la oposición es de la misma calaña, solo quiere pescar en río revuelto, ese país hace rato se jodió: ¿Me entiendes?”.

Digo que sí moviendo la cabeza y luego ella continúa: “Mi mamá piensa que trabajo en un centro comercial, no sabe todo lo que me friego por ella… Yo la amo mucho, muchísimo, ni siquiera le agarré rabia cuando separó a Federico de mí, mi pobre Fede, él anda perdido en las drogas, estoy ahorrando para ayudarlo a salir de su infierno, para que salgamos de nuestros infiernos”. Antes de llegar a trabajar a Valledupar, Silvia estuvo entregando los sabores de su cuerpo en Bucaramanga, Cúcuta y Santa Marta: hace un año está en Colombia sufriendo de lejos el caos de Venezuela, un Estado que también se prostituyó.

El establecimiento en donde trabaja Silvia queda cerca del Mercado Público de Valledupar, antes aquí mismo estaba situada una discoteca. Vine solo a hablar con Silvia sobre su vida, su oficio, su tierra. Sí, sí, te prometí, Silvia, que solo venía a eso, a indagar sobre ti, a oírte. Tus palabras me han conmovido, tu historia triste y desoladora siempre la tendré incrustada en mi mente, pero no puedo ocultar que ahora tengo unos deseos terribles de acariciar tus labios, sé que esos labios tuyos únicamente se dejan tocar de otros labios cuando aparece el amor, quizás por eso mismo se han transformado en una tentación para mí.

Silvia, imagino a tu saliva prohibida en mi boca, a tu saliva incendiando a mi cuerpo con vehemencia, con furia total. Estoy enfrente de ti, tu carne me trastorna y me traga. Ahora se me da por preguntarte: “¿Por qué tu mamá alejó a Federico de ti?”. Y tú bajas la cabeza, te sobas el mentón y respondes con sutileza: “Porque Fede es mi hermano”.