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Columnista - 9 enero, 2017

Cuando las madres lloran hijos ajenos

Decir que hacía frío en Bogotá es una redundancia. Acababa de llegar desde el caluroso Valle y estaba feliz por el reencuentro con mis hijos, nos arrebatábamos las palabras para contarnos cosas así como si hubiera pasado mucho tiempo sin vernos. El encuentro con los hijos siempre es un motivo de fiesta. Y sí. Era […]

Decir que hacía frío en Bogotá es una redundancia. Acababa de llegar desde el caluroso Valle y estaba feliz por el reencuentro con mis hijos, nos arrebatábamos las palabras para contarnos cosas así como si hubiera pasado mucho tiempo sin vernos. El encuentro con los hijos siempre es un motivo de fiesta. Y sí. Era una fiesta de amor la que disfrutábamos en el trayecto a casa. De pronto apareció uno de los temidos trancones. Una de mis hijas dijo: “Quizás es un accidente en la vía”, el chofer encontró un hueco y se desvió, y salvó las dos cuadras de distancias que nos separaban de nuestro destino.

Ya en el apartamento continuamos conversando cuando alguien dijo con voz enronquecida por el horror: “Encontraron a la niñita muerta, torturada y abusada, aquí mismo donde estaba el trancón”. Todos a una voz preguntamos: “¿Cuál niñita?” “La que habían secuestrado”. “¡Yuliana!, dijeron mis hijos. Hicimos silencio. Mi corazón cambió su ritmo apacible por un apretón que bombeaba dolor. Pensé en la criatura, en su dolor, en su corta vida, y me pregunté: ¿Para qué nace un ser si solo se asoma a la vida y el salvajismo le da un zarpazo y la hace morir de la peor manera?

Las noticias siguieron, el país se conmovió y la historia la saben no solo los colombianos, sino el mundo entero. La inquietud me rondaba, cuando veía en las noticias a la gente que se acercaba a poner flores en la puerta del edificio; era mi espíritu periodístico que me empujaba a ir a ver que podía encontrar, o quizás mi condición maternal que también se quería unir a la tragedia aunque fuera con una oración. Y fui con una de mis hijas. Las escalinatas que conducen a la puerta del tenebroso edificio estaban llenas de flores mustias y flores frescas; velas humildes, velones grandes, una vela que al parecer fue azul se derretía en el piso y se mantenía la llamita del pabilo, solitaria como si no quisiera apagarse nunca, cono si deseara alumbrar la corta vida de un ángel, por siempre. Letreros pequeños, grandes, hechos en hojas finas, en cartones, con adioses, repudio y peticiones de justicia.

Lo observé todo y me llamó la atención un letrero en rojo: “Yuliana perdona a este mundo”. Alrededor del mismo varias mujeres, lloraban inconsolables, fui donde una y con voz queda les pregunté si era madre, todas lo eran, o lo iban a ser algún día; me alejé un poco y di rienda suelta a mis lágrimas. Solo yo sé y sabré siempre lo que se siente cuando lloramos hijos ajenos y recordé un pasaje de Jeremías 31, 15 “Esto es lo que ha dicho el Señor: En Ramá se está oyendo una voz, lamentación y llanto amargo; Raquel que llora a sus hijos”.

Días después, desde la terraza del apartamento veía el letrero grandote pintado en una larga pared del barrio Rosales: “Yuliana no ha muerto, vivirá siempre”. Mis vacaciones perdieron un poco de la lucidez que había soñado y me quedó el convencimiento de que cuando las madres lloramos a los hijos ajenos es porque estamos viviendo el horror de un mundo que se pudre entre la barbarie y la desesperanza.

Columnista
9 enero, 2017

Cuando las madres lloran hijos ajenos

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Mary Daza Orozco

Decir que hacía frío en Bogotá es una redundancia. Acababa de llegar desde el caluroso Valle y estaba feliz por el reencuentro con mis hijos, nos arrebatábamos las palabras para contarnos cosas así como si hubiera pasado mucho tiempo sin vernos. El encuentro con los hijos siempre es un motivo de fiesta. Y sí. Era […]


Decir que hacía frío en Bogotá es una redundancia. Acababa de llegar desde el caluroso Valle y estaba feliz por el reencuentro con mis hijos, nos arrebatábamos las palabras para contarnos cosas así como si hubiera pasado mucho tiempo sin vernos. El encuentro con los hijos siempre es un motivo de fiesta. Y sí. Era una fiesta de amor la que disfrutábamos en el trayecto a casa. De pronto apareció uno de los temidos trancones. Una de mis hijas dijo: “Quizás es un accidente en la vía”, el chofer encontró un hueco y se desvió, y salvó las dos cuadras de distancias que nos separaban de nuestro destino.

Ya en el apartamento continuamos conversando cuando alguien dijo con voz enronquecida por el horror: “Encontraron a la niñita muerta, torturada y abusada, aquí mismo donde estaba el trancón”. Todos a una voz preguntamos: “¿Cuál niñita?” “La que habían secuestrado”. “¡Yuliana!, dijeron mis hijos. Hicimos silencio. Mi corazón cambió su ritmo apacible por un apretón que bombeaba dolor. Pensé en la criatura, en su dolor, en su corta vida, y me pregunté: ¿Para qué nace un ser si solo se asoma a la vida y el salvajismo le da un zarpazo y la hace morir de la peor manera?

Las noticias siguieron, el país se conmovió y la historia la saben no solo los colombianos, sino el mundo entero. La inquietud me rondaba, cuando veía en las noticias a la gente que se acercaba a poner flores en la puerta del edificio; era mi espíritu periodístico que me empujaba a ir a ver que podía encontrar, o quizás mi condición maternal que también se quería unir a la tragedia aunque fuera con una oración. Y fui con una de mis hijas. Las escalinatas que conducen a la puerta del tenebroso edificio estaban llenas de flores mustias y flores frescas; velas humildes, velones grandes, una vela que al parecer fue azul se derretía en el piso y se mantenía la llamita del pabilo, solitaria como si no quisiera apagarse nunca, cono si deseara alumbrar la corta vida de un ángel, por siempre. Letreros pequeños, grandes, hechos en hojas finas, en cartones, con adioses, repudio y peticiones de justicia.

Lo observé todo y me llamó la atención un letrero en rojo: “Yuliana perdona a este mundo”. Alrededor del mismo varias mujeres, lloraban inconsolables, fui donde una y con voz queda les pregunté si era madre, todas lo eran, o lo iban a ser algún día; me alejé un poco y di rienda suelta a mis lágrimas. Solo yo sé y sabré siempre lo que se siente cuando lloramos hijos ajenos y recordé un pasaje de Jeremías 31, 15 “Esto es lo que ha dicho el Señor: En Ramá se está oyendo una voz, lamentación y llanto amargo; Raquel que llora a sus hijos”.

Días después, desde la terraza del apartamento veía el letrero grandote pintado en una larga pared del barrio Rosales: “Yuliana no ha muerto, vivirá siempre”. Mis vacaciones perdieron un poco de la lucidez que había soñado y me quedó el convencimiento de que cuando las madres lloramos a los hijos ajenos es porque estamos viviendo el horror de un mundo que se pudre entre la barbarie y la desesperanza.