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Columnista - 25 junio, 2017

Croniquilla: El gentilicio vallenato

Desde las montañas de Perijá hasta las siluetas de la Sierra Nevada, se expande, como una inmensa mancha de tinta verde, el Valle de Euparí o de Upar, como lo llamaron los cronistas españoles cuando pisaron estos dominios. A la distancia se divisaba ese paisaje de silencio hecho de selva donde los corpachones de sus […]

Desde las montañas de Perijá hasta las siluetas de la Sierra Nevada, se expande, como una inmensa mancha de tinta verde, el Valle de Euparí o de Upar, como lo llamaron los cronistas españoles cuando pisaron estos dominios.

A la distancia se divisaba ese paisaje de silencio hecho de selva donde los corpachones de sus árboles con mansedumbre presenciaban el desfile de los tiempos. Ese espacio salpicado por uno que otro roto de sabana, era el imperio del jején y de las fiebres tercianas.

No precisado con exactitud matemática, el país vallenato que dijera Aníbal Martínez Zuleta, es esa gigantesca explanada entre las estriberas surorientales de la Nevada, Perijá y Montes de Oca en la Cordillera Oriental, la margen del rio Calancala o Ranchería en los dominios de San Agustín de Fonseca y las regiones de rebosos del rio de La Magdalena a las alturas de las playones de Chimichagua y La Candelaria de Plato.

Allí, desde La Colonia se dio una lenta fusión de indios (tupes y chimilas, principalmente) con colonos blancos y criollos, africanos cimarrones fugados de sus amos o traídos por éstos para descuaje de montes y vaquerías, hasta formarse un espécimen humano distinto del que habita las regiones costeras del Caribe colombiano. El aislamiento de aquel grupo en más de 300 años por ríos de empuje, ciénagas desbordadas, selvas húmedas y calurosas, hizo poco apetecible la colonización del territorio, porque sumado a ésto, eran parajes propicios a la emboscada de las flechas vengativas del indio, a los machetes de los salteadores de camino, al acecho de la pupila del tigre, a las nubes de zancudos que inoculaban la malaria, a los caimanes de las aguas muertas donde esperaba la muerte. Por eso era el territorio de libertad para los negros fugitivos, sendas pérdidas para los contrabandistas de ron de alambique, por cuyas abras también transitó la soldadesca en las contiendas de nuestras guerras civiles para pagar la cuota de sangre proletaria.

En ese escenario de abandono por tres centurias se cohesionó un grupo humano con una historia y mitos, remedios de hierbas y secretos de curanderos, hábitos culinarios muy nuestros, una música nueva (fruto de la mezcla de tres razas) disuelta en el bullicio de acordeones, unos apellidos sin remudas que terminaron siendo los mismos siempre, un acento peculiar en la pronunciación con vocablos del castellano arcaico y de regionalismos que bien supo acopiar Consuelo Araujo en su Lexicón Vallenato.

Cuando nuestra Republica pasó a llamarse Estados Unidos de Colombia en el siglo XIX, en tiempos del federalismo que creó los Estados Soberanos como el Magdalena que era el nuestro, el Valle de Euparí o de Upar, asiento de los pueblos vallenatos, (como nos llamaban con desdén los samarios), fue dividido en las provincias de Padilla y Valle de Upar, entonces ellos, y los riohacheros, nos llamaron provincianos como sinónimo de atrasados.

Tiempo después la Constitución de Núñez nos volvió al centralismo y desaparecieron las provincias, vigorizándose los municipios. Hace medio siglo se creó el Departamento de La Guajira, y los territorios vallenatos de la antigua Provincia de Padilla (Fonseca, San Juan y Villanueva en ese entonces, pasaron a ser parte de él. Poco después se crea el Departamento del Cesar y la antigua Provincia del Valle de Upar con los otros pueblos vallenatos formaron esta entidad territorial.

En lo que toca a Valledupar, o ciudad de los Santos Reyes, monseñor Roig y Villalba, cuando era obispo de la Diócesis creada con territorios que fueron de las dos provincias, a los nacidos en aquella urbe, además del gentilicio “vallenato” que les corresponde como a todos los pobladores del Valle de Euparí, les ideó el de valduparense para evitar la confusión de creer que sólo tenían esa condición de vallenatos los nacidos en esta ciudad. Tenemos entonces que guajiro y cesarense son gentilicios de demarcación política y administrativa.

Vallenato y provinciano es un gentilicio geográfico y sociológico. Ellos no se excluyen sino que se complementan.

Aun cuando algunos rehúsan aceptarlo por no superar el mundillo ridículo de las rivalidades lugareñas, se es al mismo tiempo, por ejemplo, sanjuanero, guajiro y vallenato; como se es también chiriguanero, vallenato y casarense.

Columnista
25 junio, 2017

Croniquilla: El gentilicio vallenato

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rodolfo Ortega Montero

Desde las montañas de Perijá hasta las siluetas de la Sierra Nevada, se expande, como una inmensa mancha de tinta verde, el Valle de Euparí o de Upar, como lo llamaron los cronistas españoles cuando pisaron estos dominios. A la distancia se divisaba ese paisaje de silencio hecho de selva donde los corpachones de sus […]


Desde las montañas de Perijá hasta las siluetas de la Sierra Nevada, se expande, como una inmensa mancha de tinta verde, el Valle de Euparí o de Upar, como lo llamaron los cronistas españoles cuando pisaron estos dominios.

A la distancia se divisaba ese paisaje de silencio hecho de selva donde los corpachones de sus árboles con mansedumbre presenciaban el desfile de los tiempos. Ese espacio salpicado por uno que otro roto de sabana, era el imperio del jején y de las fiebres tercianas.

No precisado con exactitud matemática, el país vallenato que dijera Aníbal Martínez Zuleta, es esa gigantesca explanada entre las estriberas surorientales de la Nevada, Perijá y Montes de Oca en la Cordillera Oriental, la margen del rio Calancala o Ranchería en los dominios de San Agustín de Fonseca y las regiones de rebosos del rio de La Magdalena a las alturas de las playones de Chimichagua y La Candelaria de Plato.

Allí, desde La Colonia se dio una lenta fusión de indios (tupes y chimilas, principalmente) con colonos blancos y criollos, africanos cimarrones fugados de sus amos o traídos por éstos para descuaje de montes y vaquerías, hasta formarse un espécimen humano distinto del que habita las regiones costeras del Caribe colombiano. El aislamiento de aquel grupo en más de 300 años por ríos de empuje, ciénagas desbordadas, selvas húmedas y calurosas, hizo poco apetecible la colonización del territorio, porque sumado a ésto, eran parajes propicios a la emboscada de las flechas vengativas del indio, a los machetes de los salteadores de camino, al acecho de la pupila del tigre, a las nubes de zancudos que inoculaban la malaria, a los caimanes de las aguas muertas donde esperaba la muerte. Por eso era el territorio de libertad para los negros fugitivos, sendas pérdidas para los contrabandistas de ron de alambique, por cuyas abras también transitó la soldadesca en las contiendas de nuestras guerras civiles para pagar la cuota de sangre proletaria.

En ese escenario de abandono por tres centurias se cohesionó un grupo humano con una historia y mitos, remedios de hierbas y secretos de curanderos, hábitos culinarios muy nuestros, una música nueva (fruto de la mezcla de tres razas) disuelta en el bullicio de acordeones, unos apellidos sin remudas que terminaron siendo los mismos siempre, un acento peculiar en la pronunciación con vocablos del castellano arcaico y de regionalismos que bien supo acopiar Consuelo Araujo en su Lexicón Vallenato.

Cuando nuestra Republica pasó a llamarse Estados Unidos de Colombia en el siglo XIX, en tiempos del federalismo que creó los Estados Soberanos como el Magdalena que era el nuestro, el Valle de Euparí o de Upar, asiento de los pueblos vallenatos, (como nos llamaban con desdén los samarios), fue dividido en las provincias de Padilla y Valle de Upar, entonces ellos, y los riohacheros, nos llamaron provincianos como sinónimo de atrasados.

Tiempo después la Constitución de Núñez nos volvió al centralismo y desaparecieron las provincias, vigorizándose los municipios. Hace medio siglo se creó el Departamento de La Guajira, y los territorios vallenatos de la antigua Provincia de Padilla (Fonseca, San Juan y Villanueva en ese entonces, pasaron a ser parte de él. Poco después se crea el Departamento del Cesar y la antigua Provincia del Valle de Upar con los otros pueblos vallenatos formaron esta entidad territorial.

En lo que toca a Valledupar, o ciudad de los Santos Reyes, monseñor Roig y Villalba, cuando era obispo de la Diócesis creada con territorios que fueron de las dos provincias, a los nacidos en aquella urbe, además del gentilicio “vallenato” que les corresponde como a todos los pobladores del Valle de Euparí, les ideó el de valduparense para evitar la confusión de creer que sólo tenían esa condición de vallenatos los nacidos en esta ciudad. Tenemos entonces que guajiro y cesarense son gentilicios de demarcación política y administrativa.

Vallenato y provinciano es un gentilicio geográfico y sociológico. Ellos no se excluyen sino que se complementan.

Aun cuando algunos rehúsan aceptarlo por no superar el mundillo ridículo de las rivalidades lugareñas, se es al mismo tiempo, por ejemplo, sanjuanero, guajiro y vallenato; como se es también chiriguanero, vallenato y casarense.