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Columnista - 27 mayo, 2017

Croniquilla: El culto a la personalidad

Es frecuente el abultamiento del ego cuando el éxito y la fama nos llega. Difícil es guardar la humildad del sabio, quien guarda el equilibrio de situarse por encima de los triunfos humanos. La soberbia aleja, en muchos casos, al triunfador, de la realidad circundante, entonces aflora el delirio de grandeza. La historia ilustra muchísimos […]

Es frecuente el abultamiento del ego cuando el éxito y la fama nos llega. Difícil es guardar la humildad del sabio, quien guarda el equilibrio de situarse por encima de los triunfos humanos. La soberbia aleja, en muchos casos, al triunfador, de la realidad circundante, entonces aflora el delirio de grandeza. La historia ilustra muchísimos casos sobre este fenómeno sicológico incurable que vivieran emperadores, faraones, dictadores y mandatarios, principalmente, porque en la escala social descendente contamina también a funcionarios de menor rango, a militares, guerreros, músicos y políticos de toda condición, y hasta a los antiguos inspectores de policía en tiempos de mi niñez que acompasaban su paso con majestad y las cejas contraídas para mostrar su autoridad.

Los griegos acuñaron el vocablo “hubris” (desmesura) cuando a sus arcontes, jueces y demás funcionarios se le subía el humo a la cabeza en el ejercicio del cargo; y cuando quedaban sin amigos, después de su mandato humillante, lo llamaban “nemesis”, algo así como repudiado social. Esa inflamación del ego, alimentada también por los aduladores, llevó a que se adorara a los faraones como hijos del dios–sol Ra y las pirámides se construyeran para conservar la “esencia” del fallecido, quien ascendía en alma a los cielos para transfigurase en estrella.

El emperador que unificó a China, Quin Shi Huang, se hacía llamar “Tien Chun”, “Hijo del Cielo” y fue sepultado con 8.000 guerreros de terracota de tamaño natural, para que lo protegieran en la otra vida, así como a los rajás de la India que enterraban con sus concubinas vivas.

Los patricios romanos buscaban entre sus antepasados a un dios de la mitología como genitor de su clan familiar y el senado de Roma, por adulación a los césares, les otorgaba títulos como el de “augusto”, y les erigía estatuas y templos para que los veneraran como dioses vivientes.

El griego Alejandro Magno adoptó la “proskynesis” en la cual los visitantes se postraban ante él y avanzaban reptando el suelo hasta llegar a sus pies, como era de uso entre los reyes persas a quienes venció.
En el Perú, el inca era considerado divino, hijo de Inti, el sol, y sólo podía casarse con su propia hermana, como los faraones de Egipto.

Los colonos españoles en América, malandrines y asaltantes de caminos en Castilla, procuraban arroparse como descendientes de nobles hispanos para satisfacer su importancia.

En la Edad Media, los papas de Roma se hacían llamar Vice-Dios y a los obispos había que hacerle genuflexiones y besarles un anillo. En el Tibet el Dalai Lama es la encarnación de Buda. Los cortesanos de Versalles llamaban a Luis XIV, el Rey-Sol (que entre otras cosas se bañó dos veces en su vida: cuando nació y cuando murió).

A Simón Bolívar le adjudicaron el título de Libertador como a Mao Tse Tung el de Gran Timonel. Lenin fue embalsamado y expuesto a la veneración pública durante décadas en la Plaza Roja de Moscú. En la Alemania nazi el saludo era levantar el brazo al frente y decir “heil Hitler”, en honor a su líder.

Después de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, los japoneses escucharon por radio la voz de su divino emperador por primera vez en toda la historia del trono, ordenándoles deponer armas.

En nuestros solares con eso del delirio de grandeza, un exitoso banquero colombiano (que después huyó por fraude), nunca usaba dos veces una toalla, haciéndosela cambiar en cada ocasión en que se lavaba las manos. En Argentina hubo iglesias para venerar a Maradona y el cadáver de Eva Perón duró embalsamado en una bodega española para evitar el culto de su cuerpo por sus connacionales.
El fetiche en una manera de culto a la personalidad. Consiste en coleccionar objetos que hayan sido de un famoso como armas, prendas, camisetas, etc.

Aún en nuestro micro universo provinciano se da este culto cuando nuestros cantantes vallenatos son citados como filósofos por la gente menuda: “Como dice fulano…” y seguidamente repiten una frase de parranda que haya dicho su ídolo.

El culto a la personalidad y los delirios de grandeza, son constantes sociológicas inevitables en toda etapa cultural de humanidad.

Por Rodolfo Ortega Montero

 

Columnista
27 mayo, 2017

Croniquilla: El culto a la personalidad

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rodolfo Ortega Montero

Es frecuente el abultamiento del ego cuando el éxito y la fama nos llega. Difícil es guardar la humildad del sabio, quien guarda el equilibrio de situarse por encima de los triunfos humanos. La soberbia aleja, en muchos casos, al triunfador, de la realidad circundante, entonces aflora el delirio de grandeza. La historia ilustra muchísimos […]


Es frecuente el abultamiento del ego cuando el éxito y la fama nos llega. Difícil es guardar la humildad del sabio, quien guarda el equilibrio de situarse por encima de los triunfos humanos. La soberbia aleja, en muchos casos, al triunfador, de la realidad circundante, entonces aflora el delirio de grandeza. La historia ilustra muchísimos casos sobre este fenómeno sicológico incurable que vivieran emperadores, faraones, dictadores y mandatarios, principalmente, porque en la escala social descendente contamina también a funcionarios de menor rango, a militares, guerreros, músicos y políticos de toda condición, y hasta a los antiguos inspectores de policía en tiempos de mi niñez que acompasaban su paso con majestad y las cejas contraídas para mostrar su autoridad.

Los griegos acuñaron el vocablo “hubris” (desmesura) cuando a sus arcontes, jueces y demás funcionarios se le subía el humo a la cabeza en el ejercicio del cargo; y cuando quedaban sin amigos, después de su mandato humillante, lo llamaban “nemesis”, algo así como repudiado social. Esa inflamación del ego, alimentada también por los aduladores, llevó a que se adorara a los faraones como hijos del dios–sol Ra y las pirámides se construyeran para conservar la “esencia” del fallecido, quien ascendía en alma a los cielos para transfigurase en estrella.

El emperador que unificó a China, Quin Shi Huang, se hacía llamar “Tien Chun”, “Hijo del Cielo” y fue sepultado con 8.000 guerreros de terracota de tamaño natural, para que lo protegieran en la otra vida, así como a los rajás de la India que enterraban con sus concubinas vivas.

Los patricios romanos buscaban entre sus antepasados a un dios de la mitología como genitor de su clan familiar y el senado de Roma, por adulación a los césares, les otorgaba títulos como el de “augusto”, y les erigía estatuas y templos para que los veneraran como dioses vivientes.

El griego Alejandro Magno adoptó la “proskynesis” en la cual los visitantes se postraban ante él y avanzaban reptando el suelo hasta llegar a sus pies, como era de uso entre los reyes persas a quienes venció.
En el Perú, el inca era considerado divino, hijo de Inti, el sol, y sólo podía casarse con su propia hermana, como los faraones de Egipto.

Los colonos españoles en América, malandrines y asaltantes de caminos en Castilla, procuraban arroparse como descendientes de nobles hispanos para satisfacer su importancia.

En la Edad Media, los papas de Roma se hacían llamar Vice-Dios y a los obispos había que hacerle genuflexiones y besarles un anillo. En el Tibet el Dalai Lama es la encarnación de Buda. Los cortesanos de Versalles llamaban a Luis XIV, el Rey-Sol (que entre otras cosas se bañó dos veces en su vida: cuando nació y cuando murió).

A Simón Bolívar le adjudicaron el título de Libertador como a Mao Tse Tung el de Gran Timonel. Lenin fue embalsamado y expuesto a la veneración pública durante décadas en la Plaza Roja de Moscú. En la Alemania nazi el saludo era levantar el brazo al frente y decir “heil Hitler”, en honor a su líder.

Después de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, los japoneses escucharon por radio la voz de su divino emperador por primera vez en toda la historia del trono, ordenándoles deponer armas.

En nuestros solares con eso del delirio de grandeza, un exitoso banquero colombiano (que después huyó por fraude), nunca usaba dos veces una toalla, haciéndosela cambiar en cada ocasión en que se lavaba las manos. En Argentina hubo iglesias para venerar a Maradona y el cadáver de Eva Perón duró embalsamado en una bodega española para evitar el culto de su cuerpo por sus connacionales.
El fetiche en una manera de culto a la personalidad. Consiste en coleccionar objetos que hayan sido de un famoso como armas, prendas, camisetas, etc.

Aún en nuestro micro universo provinciano se da este culto cuando nuestros cantantes vallenatos son citados como filósofos por la gente menuda: “Como dice fulano…” y seguidamente repiten una frase de parranda que haya dicho su ídolo.

El culto a la personalidad y los delirios de grandeza, son constantes sociológicas inevitables en toda etapa cultural de humanidad.

Por Rodolfo Ortega Montero