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Columnista - 9 diciembre, 2017

Croniquilla. Cólera morbus, la peste

Despuntaba el sol mañanero cuando varias personas caen derrumbadas por una fiebre repentina y temblores de animal degollado en la plaza de mercado. ¡La yuca brava, la yuca brava!, es el grito de susto en el viejo puerto de Cartagena de Indias. Allí, en ese lugar se ven rostros blancos y rubiales, cetrinos otros y […]

Despuntaba el sol mañanero cuando varias personas caen derrumbadas por una fiebre repentina y temblores de animal degollado en la plaza de mercado. ¡La yuca brava, la yuca brava!, es el grito de susto en el viejo puerto de Cartagena de Indias. Allí, en ese lugar se ven rostros blancos y rubiales, cetrinos otros y los más tienen todos los tonos del pan quemado por el revoltijo de negros, indios calamaríes, españoles, zambos, mestizos y mulatos nacidos en un babélico mazacote de razas.

Ese enjambre, pacifico antes, cambió ahora en carreras sin rumbo y clamores de misericordia. Se creía que la yuca brava vendida a escondidas en las comidas de las fondas callejeras era la causa del envenenamiento.

A la Calle del Estribo en la casa donde vivía don Vicente García, un facultativo, llevaron a un moribundo. Nada más fue que el galeno le subiera el párpado con el dedo para exclamar: ¡Es el cólera, es el cólera!

La noticia cubrió al instante todos los sitios de la ciudad. Del cinturón de murallas salen burros y mulas en volandas para escapar al monte de donde habían llegado al rayar el sol con gallinas, cabras, papayas, nísperos y demás frutas de la tierra caliente. Desde la Plaza del Matadero las piraguas que llegaron cargando pescados y camarones, soltaros amarras del atracadero y se alejaron por el mar apalancado las aguas con remos cuando llegó la noticia que confirmaba la peste.

Un día antes hubo una parada militar. Retumbaron los redoblantes y cornetas porque el nuevo gobernador, José María Obando, había jurado el cargo. En la noche anterior hubo fuego de artificios en el lomo de la muralla y en la Plaza de los Coches rompieron los bombos animando el fandango de las barriadas. En la vieja mansión de los marqueses de Valdehoyos, el gobernador bailó valses con su casaca de charreteras bordadas con hojas de olivo. Ahora su mente perturbada por la resaca del brandy escuchó las botas de su conserje cuando abrió la puerta de la alcoba para comentarle las malas nuevas de la peste. Con el camisón de dormir se asomó al balcón para ver la agitación de los que iban y venían con voces altas en un correr de hormiguero alborotado. Entonces escuchó las campanas de Santo Toribio y después la de todos los templos tocando a rebato con anuncios de alarma.

El Gobernador se reunió con sus amanuenses, los priores de todos los conventos y unos facultativos de la Escuela de Medicina para enfrentar el desastre. Se dispuso que los polvos, emulsiones y ungüentos de las boticas quedaban expropiados para pagarlos con bonos de deuda pública a fin de dar las dosis de tales fármacos a los atacados del mal. La tropa evitaría saqueos y los reclusos cavarían fosas en los cementerios. El Obispo, masón de alto mandil, convocó a sus hermanos de logia para recoger donativos en beneficio de los contagiados de peste. Mucha gente huía de la ciudad para tomar distancia del horror. Ya no había espacio en los camposantos y unas fosas comunes se excavaban fuera de ellos.

El Gobernador se sentía aplastado. Fastidio le tomó hasta a su baño en tina con agua de alcohol y paja de limonaria que un boticario le había recetado en previsión. Entonces ya sin bríos para luchar con tanta desventura tomó la decisión de huir de la ciudad. Con dos oficiales y veinte lanceros se fue con el pretexto de hacer diligencia de gobierno por las provincias de su Gobernación. Pensaba que a fin de cuentas no podía hacer más de lo hecho. No era digno para un guerrero como él morir postrado en una cama tomando sudoríficos de vino blanco con ruda y poleo entre sahumerios emolientes. Recordó el vaticinio de una pitonisa que le predijo (lo que se cumpliría años después) que la muerte le vendría en un galope de potros y le cruzaría el pecho con una jabalina de guerra. Espoleó su caballo para tomar distancia. A sus espaldas quedaba una ciudad al flote de su suerte cundida de goleros que sobre lo alto de sus murallas blanqueadas de salitre revoloteaban en su apretado círculo de luto.

Columnista
9 diciembre, 2017

Croniquilla. Cólera morbus, la peste

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Carlos Rodolfo Ortega

Despuntaba el sol mañanero cuando varias personas caen derrumbadas por una fiebre repentina y temblores de animal degollado en la plaza de mercado. ¡La yuca brava, la yuca brava!, es el grito de susto en el viejo puerto de Cartagena de Indias. Allí, en ese lugar se ven rostros blancos y rubiales, cetrinos otros y […]


Despuntaba el sol mañanero cuando varias personas caen derrumbadas por una fiebre repentina y temblores de animal degollado en la plaza de mercado. ¡La yuca brava, la yuca brava!, es el grito de susto en el viejo puerto de Cartagena de Indias. Allí, en ese lugar se ven rostros blancos y rubiales, cetrinos otros y los más tienen todos los tonos del pan quemado por el revoltijo de negros, indios calamaríes, españoles, zambos, mestizos y mulatos nacidos en un babélico mazacote de razas.

Ese enjambre, pacifico antes, cambió ahora en carreras sin rumbo y clamores de misericordia. Se creía que la yuca brava vendida a escondidas en las comidas de las fondas callejeras era la causa del envenenamiento.

A la Calle del Estribo en la casa donde vivía don Vicente García, un facultativo, llevaron a un moribundo. Nada más fue que el galeno le subiera el párpado con el dedo para exclamar: ¡Es el cólera, es el cólera!

La noticia cubrió al instante todos los sitios de la ciudad. Del cinturón de murallas salen burros y mulas en volandas para escapar al monte de donde habían llegado al rayar el sol con gallinas, cabras, papayas, nísperos y demás frutas de la tierra caliente. Desde la Plaza del Matadero las piraguas que llegaron cargando pescados y camarones, soltaros amarras del atracadero y se alejaron por el mar apalancado las aguas con remos cuando llegó la noticia que confirmaba la peste.

Un día antes hubo una parada militar. Retumbaron los redoblantes y cornetas porque el nuevo gobernador, José María Obando, había jurado el cargo. En la noche anterior hubo fuego de artificios en el lomo de la muralla y en la Plaza de los Coches rompieron los bombos animando el fandango de las barriadas. En la vieja mansión de los marqueses de Valdehoyos, el gobernador bailó valses con su casaca de charreteras bordadas con hojas de olivo. Ahora su mente perturbada por la resaca del brandy escuchó las botas de su conserje cuando abrió la puerta de la alcoba para comentarle las malas nuevas de la peste. Con el camisón de dormir se asomó al balcón para ver la agitación de los que iban y venían con voces altas en un correr de hormiguero alborotado. Entonces escuchó las campanas de Santo Toribio y después la de todos los templos tocando a rebato con anuncios de alarma.

El Gobernador se reunió con sus amanuenses, los priores de todos los conventos y unos facultativos de la Escuela de Medicina para enfrentar el desastre. Se dispuso que los polvos, emulsiones y ungüentos de las boticas quedaban expropiados para pagarlos con bonos de deuda pública a fin de dar las dosis de tales fármacos a los atacados del mal. La tropa evitaría saqueos y los reclusos cavarían fosas en los cementerios. El Obispo, masón de alto mandil, convocó a sus hermanos de logia para recoger donativos en beneficio de los contagiados de peste. Mucha gente huía de la ciudad para tomar distancia del horror. Ya no había espacio en los camposantos y unas fosas comunes se excavaban fuera de ellos.

El Gobernador se sentía aplastado. Fastidio le tomó hasta a su baño en tina con agua de alcohol y paja de limonaria que un boticario le había recetado en previsión. Entonces ya sin bríos para luchar con tanta desventura tomó la decisión de huir de la ciudad. Con dos oficiales y veinte lanceros se fue con el pretexto de hacer diligencia de gobierno por las provincias de su Gobernación. Pensaba que a fin de cuentas no podía hacer más de lo hecho. No era digno para un guerrero como él morir postrado en una cama tomando sudoríficos de vino blanco con ruda y poleo entre sahumerios emolientes. Recordó el vaticinio de una pitonisa que le predijo (lo que se cumpliría años después) que la muerte le vendría en un galope de potros y le cruzaría el pecho con una jabalina de guerra. Espoleó su caballo para tomar distancia. A sus espaldas quedaba una ciudad al flote de su suerte cundida de goleros que sobre lo alto de sus murallas blanqueadas de salitre revoloteaban en su apretado círculo de luto.