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Columnista - 25 marzo, 2017

Croniquilla: Ambrosio Alfinger, el exterminador de tribus

Desde los caballetes pelados de Perijá, vendría un día el llanto y la desolación para los indios del Valle de Euparí. Lo sabían éstos por las noticias que venían desde el Lago de Maracaibo, antes de que la tropa del alemán Alfinger llegara con sus caballos, sus perros destripadores, sus arcabuces, espadas y picas. Los […]

Desde los caballetes pelados de Perijá, vendría un día el llanto y la desolación para los indios del Valle de Euparí. Lo sabían éstos por las noticias que venían desde el Lago de Maracaibo, antes de que la tropa del alemán Alfinger llegara con sus caballos, sus perros destripadores, sus arcabuces, espadas y picas. Los caciques chimilas y tupes ordenan quemar maizales y bohíos que estaban en la ruta de los cristianos que venía desde Coro (Venezuela), para que no tuviere vituallas ni abrigo de intemperie, pero la marcha de pasos largos de la tropa no da lugar a nada.

Los guerreros indios tratan de atajar la mesnada de asaltantes en una orilla del rio Zazare, pero los soldados, rodilla en tierra, disparaban sus armas de pólvora que causaban claros en las montoneras de nativos. Fue una carnicería de espadas partiendo cabezas y de perros que se comían vivos a los pocos que pudieron huir.

A Upar lo trajeron atado a la tolda del alemán, con su vestidura hecha jirones y sangrada. Días después nada entendió cuando un hombre de mantón largo y barba crecida le bañó la cabeza, mientras decía con los ojos cerrados unas palabras apagadas. Ya los indios habían traído ajorcas, brazaletes, collares y otros adornos de oro, a cambio de su vida, pero había que escarmentar a las otras tribus que no doblaban las rodillas ante los escuadrones de la conquista cristiana. Un escribano daba fe de la sentencia a muerte de Upar en la hoguera, pena sustituida por la de ahorcamiento por haber sido bautizado por Fray Fernando de Córdoba. Se le condujo con un redoble de tamboril hasta uno de los arboles cercanos a la aldea. Un rato después el gran cacique Upar, con ojos de asombro, dibujó por vez postrera en sus pupilas quietas el sol caído de la tarde.

Una partida de soldados haría arria hacia Coro con unas largas sogas que anudaba el cuello de los indios cautivos que se venderían como esclavos. El capitán Moserrat, con una hachuela, se evitaba el trabajo de desanudar el indio caído de fatiga, cortándole la cabeza. Otra partida de soldados con Alfinger enrrutaba a Tamalameque. Una comitiva de indios en paz salió al encuentro de la hueste conquistadora, pero su cacique fue aprisionado a pesar que entregaron por su rescate joyas y figuras de animales en oro. Alfinger dispuso que Iñigo de Vascuña con una tropa volviera a Coro llevando una cuerda de esclavos y un cargamento de oro, con el encargo que a su vuelta viniera con carpinteros para armar balandras que los remontasen corriente arriba del rio Yuma (Magdalena) hacia el Perú, tierra de colmada riqueza.

Pronto el hambre les llegó a esta tropa que deambuló entre los cenegales y la selva. Uno a uno puñalearon los caballos y después a los indios cargueros para apagar las urgencias del hambre. La fiebre de los pantanos los fue diezmando, entonces resolvieron enterrar el fabuloso tesoro que llevaban.

Un año ha pasado y Alfinger no tiene noticias de la gente que mandó a Coro. Decide entonces regresar por otra ruta, en que se había borrado los caminos con una manta de agua; las pezuñas de caballos y asnos se reblandecen hasta quedar lisiados; se van sacrificando los perros devoradores de hombres para aplacar la hambruna y por días sólo comen una frutilla morada y acidula de palmitos. Entonces decide torcer hacia el Lago de Maracaibo, subiendo la cordillera. Acosado por indios flecheros en el día, en la noche los hombres buscan un recodo para escapar del frio. Es el páramo de Santurbán por cuyos repelones sube la tropa. Solo el viento helado es la compañía en aquel paisaje de desolación. En una noche mueren 120 indios esclavos, una docena de negros, ocho alemanes y españoles. Es el fin.

Una tarde Alfinger sintió el zumbido de un venablo indígena rompiéndole la tráquea. Al día seguido muere el gran señor del llanto y la tragedia. El calendario apuntaba el 31 de mayo, en la tierra de los indios chitareros, valle de Dachitacomarí, lomos de las montañas altas de Perijá, suroriente del ardiente Valle de Euparí.

Por Rodolfo Ortega Montero

Columnista
25 marzo, 2017

Croniquilla: Ambrosio Alfinger, el exterminador de tribus

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Carlos Rodolfo Ortega

Desde los caballetes pelados de Perijá, vendría un día el llanto y la desolación para los indios del Valle de Euparí. Lo sabían éstos por las noticias que venían desde el Lago de Maracaibo, antes de que la tropa del alemán Alfinger llegara con sus caballos, sus perros destripadores, sus arcabuces, espadas y picas. Los […]


Desde los caballetes pelados de Perijá, vendría un día el llanto y la desolación para los indios del Valle de Euparí. Lo sabían éstos por las noticias que venían desde el Lago de Maracaibo, antes de que la tropa del alemán Alfinger llegara con sus caballos, sus perros destripadores, sus arcabuces, espadas y picas. Los caciques chimilas y tupes ordenan quemar maizales y bohíos que estaban en la ruta de los cristianos que venía desde Coro (Venezuela), para que no tuviere vituallas ni abrigo de intemperie, pero la marcha de pasos largos de la tropa no da lugar a nada.

Los guerreros indios tratan de atajar la mesnada de asaltantes en una orilla del rio Zazare, pero los soldados, rodilla en tierra, disparaban sus armas de pólvora que causaban claros en las montoneras de nativos. Fue una carnicería de espadas partiendo cabezas y de perros que se comían vivos a los pocos que pudieron huir.

A Upar lo trajeron atado a la tolda del alemán, con su vestidura hecha jirones y sangrada. Días después nada entendió cuando un hombre de mantón largo y barba crecida le bañó la cabeza, mientras decía con los ojos cerrados unas palabras apagadas. Ya los indios habían traído ajorcas, brazaletes, collares y otros adornos de oro, a cambio de su vida, pero había que escarmentar a las otras tribus que no doblaban las rodillas ante los escuadrones de la conquista cristiana. Un escribano daba fe de la sentencia a muerte de Upar en la hoguera, pena sustituida por la de ahorcamiento por haber sido bautizado por Fray Fernando de Córdoba. Se le condujo con un redoble de tamboril hasta uno de los arboles cercanos a la aldea. Un rato después el gran cacique Upar, con ojos de asombro, dibujó por vez postrera en sus pupilas quietas el sol caído de la tarde.

Una partida de soldados haría arria hacia Coro con unas largas sogas que anudaba el cuello de los indios cautivos que se venderían como esclavos. El capitán Moserrat, con una hachuela, se evitaba el trabajo de desanudar el indio caído de fatiga, cortándole la cabeza. Otra partida de soldados con Alfinger enrrutaba a Tamalameque. Una comitiva de indios en paz salió al encuentro de la hueste conquistadora, pero su cacique fue aprisionado a pesar que entregaron por su rescate joyas y figuras de animales en oro. Alfinger dispuso que Iñigo de Vascuña con una tropa volviera a Coro llevando una cuerda de esclavos y un cargamento de oro, con el encargo que a su vuelta viniera con carpinteros para armar balandras que los remontasen corriente arriba del rio Yuma (Magdalena) hacia el Perú, tierra de colmada riqueza.

Pronto el hambre les llegó a esta tropa que deambuló entre los cenegales y la selva. Uno a uno puñalearon los caballos y después a los indios cargueros para apagar las urgencias del hambre. La fiebre de los pantanos los fue diezmando, entonces resolvieron enterrar el fabuloso tesoro que llevaban.

Un año ha pasado y Alfinger no tiene noticias de la gente que mandó a Coro. Decide entonces regresar por otra ruta, en que se había borrado los caminos con una manta de agua; las pezuñas de caballos y asnos se reblandecen hasta quedar lisiados; se van sacrificando los perros devoradores de hombres para aplacar la hambruna y por días sólo comen una frutilla morada y acidula de palmitos. Entonces decide torcer hacia el Lago de Maracaibo, subiendo la cordillera. Acosado por indios flecheros en el día, en la noche los hombres buscan un recodo para escapar del frio. Es el páramo de Santurbán por cuyos repelones sube la tropa. Solo el viento helado es la compañía en aquel paisaje de desolación. En una noche mueren 120 indios esclavos, una docena de negros, ocho alemanes y españoles. Es el fin.

Una tarde Alfinger sintió el zumbido de un venablo indígena rompiéndole la tráquea. Al día seguido muere el gran señor del llanto y la tragedia. El calendario apuntaba el 31 de mayo, en la tierra de los indios chitareros, valle de Dachitacomarí, lomos de las montañas altas de Perijá, suroriente del ardiente Valle de Euparí.

Por Rodolfo Ortega Montero