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Columnista - 16 octubre, 2016

Creo en Jesucristo

“Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo único…”. Para el Creador del universo no era suficiente manifestar su amor a la humanidad a través de las creaturas, le era preciso hacerlo también a través de su misma esencia. Por esta razón, en un gesto inconmensurable de misericordia, envió a su […]

“Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo único…”. Para el Creador del universo no era suficiente manifestar su amor a la humanidad a través de las creaturas, le era preciso hacerlo también a través de su misma esencia. Por esta razón, en un gesto inconmensurable de misericordia, envió a su Hijo al mundo.

Una joven de Nazaret recibió la noticia de haber sido elegida para llevar en su vientre a Aquél a quien ni siquiera el cielo puede contener. Su “sí” posibilitó que las puertas del paraíso, cerradas para Adán y sus descendientes, volvieran a abrirse; y, de la misma manera que el rayo de luz atraviesa el cristal sin causarle daño, “el Eterno entró en el tiempo, el Todo se escondió en la parte y Dios asumió el rostro del hombre”. La Palabra eterna de Dios, por quien fueron creadas todas las cosas, asumió la naturaleza humana y, así como de la crisálida emerge una mariposa con dos alas, en la persona de Jesús confluyen magníficamente la naturaleza humana y la naturaleza divina.

Jesús, cuyo nombre mismo expresa la salvación que viene del Padre (Yahvé salva), es el “rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre.” Así, pues, si alguien quiere conocer a Dios, mire al Cristo. Y, al mismo tiempo, si alguien quiere conocerse a sí mismo, obsérvese en el espejo del Mesías.

El Salvador del mundo nació en Belén de Judá. Su madre y su padre putativo le prodigaron el amor y el calor de una familia, le educaron y cuidaron de él. El pequeño, “hijo del carpintero”, pero también Hijo del Altísimo, creció en sabiduría e inteligencia y aprendió como hombre todo lo que como Dios ya sabía. Se hizo uno de nosotros en todo, menos en el pecado, se fatigó, sintió hambre, sintió dolor, alegría, tristeza, angustia, tuvo amigos y experimentó todas aquellas emociones, sensaciones y experiencias que le son propias a nuestra naturaleza: “trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia humana y amó con humano corazón”.

Durante su vida pública, “el carpintero de Nazaret”, predicó el amor, sanó a los enfermos, curó corazones rotos y devolvió la esperanza a quienes la habían perdido, suscitó la fe en quienes le escucharon y muchas vidas cambiaron al acoger su mensaje. Irreverente en ocasiones, misericordioso siempre y profundamente cercano a los pobres y sufridos, Jesús mostró a sus contemporáneos que “hay más alegría en dar que en recibir”, instituyó el Sacramento de la Eucaristía en el que mística, pero realmente entrega su cuerpo y su sangre como alimento y, al llegar el momento indicado por la divina providencia, trazó con sus brazos extendidos entre el cielo y la tierra el signo indeleble de la alianza. Quien por ser Dios no podía morir, entregó como hombre su vida en el madero, “sus heridas nos han curado y su muerte nos dio la salvación”. Pero como era imposible que el sepulcro retuviera en sí a quien es la Vida misma, al tercer día resucitó de entre los muertos y subió al cielo prometiendo enviar su Santo Espíritu y permanecer con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, cuando vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos y su reino no tendrá fin. “Creo en Jesucristo”.

Columnista
16 octubre, 2016

Creo en Jesucristo

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

“Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo único…”. Para el Creador del universo no era suficiente manifestar su amor a la humanidad a través de las creaturas, le era preciso hacerlo también a través de su misma esencia. Por esta razón, en un gesto inconmensurable de misericordia, envió a su […]


“Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo único…”. Para el Creador del universo no era suficiente manifestar su amor a la humanidad a través de las creaturas, le era preciso hacerlo también a través de su misma esencia. Por esta razón, en un gesto inconmensurable de misericordia, envió a su Hijo al mundo.

Una joven de Nazaret recibió la noticia de haber sido elegida para llevar en su vientre a Aquél a quien ni siquiera el cielo puede contener. Su “sí” posibilitó que las puertas del paraíso, cerradas para Adán y sus descendientes, volvieran a abrirse; y, de la misma manera que el rayo de luz atraviesa el cristal sin causarle daño, “el Eterno entró en el tiempo, el Todo se escondió en la parte y Dios asumió el rostro del hombre”. La Palabra eterna de Dios, por quien fueron creadas todas las cosas, asumió la naturaleza humana y, así como de la crisálida emerge una mariposa con dos alas, en la persona de Jesús confluyen magníficamente la naturaleza humana y la naturaleza divina.

Jesús, cuyo nombre mismo expresa la salvación que viene del Padre (Yahvé salva), es el “rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre.” Así, pues, si alguien quiere conocer a Dios, mire al Cristo. Y, al mismo tiempo, si alguien quiere conocerse a sí mismo, obsérvese en el espejo del Mesías.

El Salvador del mundo nació en Belén de Judá. Su madre y su padre putativo le prodigaron el amor y el calor de una familia, le educaron y cuidaron de él. El pequeño, “hijo del carpintero”, pero también Hijo del Altísimo, creció en sabiduría e inteligencia y aprendió como hombre todo lo que como Dios ya sabía. Se hizo uno de nosotros en todo, menos en el pecado, se fatigó, sintió hambre, sintió dolor, alegría, tristeza, angustia, tuvo amigos y experimentó todas aquellas emociones, sensaciones y experiencias que le son propias a nuestra naturaleza: “trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia humana y amó con humano corazón”.

Durante su vida pública, “el carpintero de Nazaret”, predicó el amor, sanó a los enfermos, curó corazones rotos y devolvió la esperanza a quienes la habían perdido, suscitó la fe en quienes le escucharon y muchas vidas cambiaron al acoger su mensaje. Irreverente en ocasiones, misericordioso siempre y profundamente cercano a los pobres y sufridos, Jesús mostró a sus contemporáneos que “hay más alegría en dar que en recibir”, instituyó el Sacramento de la Eucaristía en el que mística, pero realmente entrega su cuerpo y su sangre como alimento y, al llegar el momento indicado por la divina providencia, trazó con sus brazos extendidos entre el cielo y la tierra el signo indeleble de la alianza. Quien por ser Dios no podía morir, entregó como hombre su vida en el madero, “sus heridas nos han curado y su muerte nos dio la salvación”. Pero como era imposible que el sepulcro retuviera en sí a quien es la Vida misma, al tercer día resucitó de entre los muertos y subió al cielo prometiendo enviar su Santo Espíritu y permanecer con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, cuando vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos y su reino no tendrá fin. “Creo en Jesucristo”.