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Columnista - 23 octubre, 2017

Condecoraciones y antidecoraciones

Cuando a una persona se le conceda una condecoración tendrá, de acuerdo con su estilo, una manera especial de recibirla. Lo hará con sencillez, con júbilo o serenidad. Las expresiones del alma no están sumisas a las rígidas reglas del protocolo. En Egipto fueron famosas las condecoraciones de collares de oro con figuras de leones […]

Cuando a una persona se le conceda una condecoración tendrá, de acuerdo con su estilo, una manera especial de recibirla. Lo hará con sencillez, con júbilo o serenidad. Las expresiones del alma no están sumisas a las rígidas reglas del protocolo.

En Egipto fueron famosas las condecoraciones de collares de oro con figuras de leones que los faraones entregaban a los más bravos guerreros del imperio. En Colombia la primera condecoración para exaltar a los valientes miembros del Ejército fue creada por la Junta de Notables de Santafé (Bogotá) el 9 de septiembre de 1819, y el primero en recibirla fue el libertador Simón Bolívar, en la Plaza Mayor de Santafé el 18 de septiembre de 1819.

Hoy en todo el país existen múltiples condecoraciones, unas más significativas que otras, pero tienen en común el reconocimiento a los valores o servicios prestados de las personas o instituciones. Somos de la opinión de que las condecoraciones deben entregarse en vida para que el homenajeado disfrute de esos laureles; aunque algunos son partidarios de los honores póstumos, porque miran desde la óptica de ciertos filósofos cristianos que consideran que el ser humano vive en la oscuridad y su luz comienza con la muerte.

El valor de una condecoración es relativo, en razón de los méritos de quien la recibe y de quien la concede. En Colombia se debería crear para los gobernantes, legisladores y demás funcionarios la condecoración “Corona de oro por la transparencia, la honestidad y la eficiencia”.

Como existen también las condecoraciones insustanciales, sin valor. Para la muestra, leamos el siguiente pasaje: El rector de un colegio en Valledupar, en los días próximos a la celebración del Día del Maestro, invita al coordinador académico a que le colabore para incluir en la programación un punto de condecoraciones a los docentes destacados y, de paso, sugiere se le incluya a él. Pero como estaba recién nombrado, el coordinador le plantea una serie de consideraciones, entre ellas su condición de exalumno del plantel; y le interroga sobre el tenor de dicha condecoración: ¿cómo bachiller sobresaliente?, ¿deportista destacado?, ¿miembro de la banda cívica?, ¿buen puntaje Icfes?, o ¿por sus cualidades artísticas? El rector reconoce con sinceridad que no califica en ninguna de las anteriores. Pero era tanta su insistencia en recibir la condecoración, que decide condecorar a todos los exalumnos que eran docentes de la institución. Esa noche hubo cuarenta condecoraciones, entre ellas la del rector, firmada por el rector y recibida por el rector.

Por afortunada ironía, también existen las anti condecoraciones, sustentadas por la razón de la sinrazón y en detrimento de los preceptos legales del honor y el respeto. Una de las máximas injusticias de esos afanes de anticondecoración la posee el dictador Leónidas Trujillo (1891-1961) de República Dominicana, quien gobernó desde 1930 hasta su asesinato en 1961. Cuentan que en una tarde de carnaval mientras observaba un desfile de danzas de empleados oficiales, le llamó la atención la arritmia de un danzante (el pobre hombre desentonaba en los pases y en la coreografía), de inmediato le ordena a uno de sus lugartenientes que averigüe el nombre para destituirlo. Minutos después el diligente lugarteniente regresa y le informa que ese pobre infeliz, semanas antes había sido despedido del trabajo. El dictador da la orden de un nuevo nombramiento, y al día siguiente publica el decreto de destitución.

Por José Atuesta Mindiola

 

Columnista
23 octubre, 2017

Condecoraciones y antidecoraciones

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
José Atuesta Mindiola

Cuando a una persona se le conceda una condecoración tendrá, de acuerdo con su estilo, una manera especial de recibirla. Lo hará con sencillez, con júbilo o serenidad. Las expresiones del alma no están sumisas a las rígidas reglas del protocolo. En Egipto fueron famosas las condecoraciones de collares de oro con figuras de leones […]


Cuando a una persona se le conceda una condecoración tendrá, de acuerdo con su estilo, una manera especial de recibirla. Lo hará con sencillez, con júbilo o serenidad. Las expresiones del alma no están sumisas a las rígidas reglas del protocolo.

En Egipto fueron famosas las condecoraciones de collares de oro con figuras de leones que los faraones entregaban a los más bravos guerreros del imperio. En Colombia la primera condecoración para exaltar a los valientes miembros del Ejército fue creada por la Junta de Notables de Santafé (Bogotá) el 9 de septiembre de 1819, y el primero en recibirla fue el libertador Simón Bolívar, en la Plaza Mayor de Santafé el 18 de septiembre de 1819.

Hoy en todo el país existen múltiples condecoraciones, unas más significativas que otras, pero tienen en común el reconocimiento a los valores o servicios prestados de las personas o instituciones. Somos de la opinión de que las condecoraciones deben entregarse en vida para que el homenajeado disfrute de esos laureles; aunque algunos son partidarios de los honores póstumos, porque miran desde la óptica de ciertos filósofos cristianos que consideran que el ser humano vive en la oscuridad y su luz comienza con la muerte.

El valor de una condecoración es relativo, en razón de los méritos de quien la recibe y de quien la concede. En Colombia se debería crear para los gobernantes, legisladores y demás funcionarios la condecoración “Corona de oro por la transparencia, la honestidad y la eficiencia”.

Como existen también las condecoraciones insustanciales, sin valor. Para la muestra, leamos el siguiente pasaje: El rector de un colegio en Valledupar, en los días próximos a la celebración del Día del Maestro, invita al coordinador académico a que le colabore para incluir en la programación un punto de condecoraciones a los docentes destacados y, de paso, sugiere se le incluya a él. Pero como estaba recién nombrado, el coordinador le plantea una serie de consideraciones, entre ellas su condición de exalumno del plantel; y le interroga sobre el tenor de dicha condecoración: ¿cómo bachiller sobresaliente?, ¿deportista destacado?, ¿miembro de la banda cívica?, ¿buen puntaje Icfes?, o ¿por sus cualidades artísticas? El rector reconoce con sinceridad que no califica en ninguna de las anteriores. Pero era tanta su insistencia en recibir la condecoración, que decide condecorar a todos los exalumnos que eran docentes de la institución. Esa noche hubo cuarenta condecoraciones, entre ellas la del rector, firmada por el rector y recibida por el rector.

Por afortunada ironía, también existen las anti condecoraciones, sustentadas por la razón de la sinrazón y en detrimento de los preceptos legales del honor y el respeto. Una de las máximas injusticias de esos afanes de anticondecoración la posee el dictador Leónidas Trujillo (1891-1961) de República Dominicana, quien gobernó desde 1930 hasta su asesinato en 1961. Cuentan que en una tarde de carnaval mientras observaba un desfile de danzas de empleados oficiales, le llamó la atención la arritmia de un danzante (el pobre hombre desentonaba en los pases y en la coreografía), de inmediato le ordena a uno de sus lugartenientes que averigüe el nombre para destituirlo. Minutos después el diligente lugarteniente regresa y le informa que ese pobre infeliz, semanas antes había sido despedido del trabajo. El dictador da la orden de un nuevo nombramiento, y al día siguiente publica el decreto de destitución.

Por José Atuesta Mindiola