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Columnista - 12 noviembre, 2016

El azufre en las espaldas

Él aprendió a escribir en la tierra. No era un niño sino un floreciente volcán, cuando su mamá convirtió una rama en una tiza y el suelo en un tablero perpetuo, para enseñarle el oficio de bosquejar y armonizar las vocales. Unos años después, su papá, como vislumbrando que un cáncer de garganta pronto se […]

Él aprendió a escribir en la tierra. No era un niño sino un floreciente volcán, cuando su mamá convirtió una rama en una tiza y el suelo en un tablero perpetuo, para enseñarle el oficio de bosquejar y armonizar las vocales. Unos años después, su papá, como vislumbrando que un cáncer de garganta pronto se lo llevaría, llegó a la casa con una caja de libros y le expresó con la lengua trastabillando por culpa del whisky: “Esta es la única herencia que te voy a dejar”.

Al superar los quince años de edad, él dilapidó el legado de su papá: vendió la mayoría de los libros sin leerlos y usó el dinero para invitar a sus novias a comer helado en el Rancho Klaren´s. Rápidamente, se arrepintió del despilfarro y, quizás como un acto de autoflagelación, se tiró al precipicio infinito de la poesía y entró a estudiar Licenciatura en Lengua Castellana e Inglés en la UPC. Allí descubrió que era más fructífero asistir al taller literario del poeta Luis Alberto Murgas o quedarse leyendo en la biblioteca Rafael Carrillo Lúquez que entrar a clases.

Luego hizo parte de Yuluka, un grupo de amigos que se reunía alrededor de una botella de vino a debatir sobre Rimbaud, Char, Baudelaire… pero que siempre terminaba discutiendo con más pasión sobre el canto de Oñate y Poncho (al de La Junta lo declararon por fuera de concurso). Con Yuluka no únicamente ahondó su formación poética, sino que también consiguió un discurso filosófico y político. De manera que llegó a una conclusión: para alcanzar a ser un poeta necesitaba vivir, leer con hambre, escribir en la tierra y tertuliar en cofradía, pero no seguir yendo a la UPC, ese claustro de la dejadez solo le causaba aburrimiento y desencanto, así que resolvió dejar la carrera en el sexto semestre.

El primer poemario que publicó fue ‘Tormenta de fiebre’. Salió en la antología Yuluka: poetas de Valledupar (2010), se trata de un trabajo sentencioso, punzante y a veces metafórico. Después publicó ‘Épica de la sangre’ (2013), que es el primer libro que escribió. La edición fue igual que el parto: con las manos, acariciando las palabras, cociendo cada metáfora, haciendo caminar la respiración por el cuerpo y la lengua por las heridas. Él mismo pagó la impresión de los 110 ejemplares con el dinero que ganó dictando unos talleres de literatura: vive de y para la poesía, sabe que ella es la única.

Hace un par de semanas realizó en la biblioteca del Banco de la República, el lanzamiento de ‘Lo desnudo del volcán’, un poemario que habla del cuerpo como un arma que produce violencia y ternura, que habla del sexo como una manera de enfrentar a la muerte. A través de metáforas que arden como el azufre, se advierte un erotismo que quebranta, emancipa y reconforta. Al leer la obra es imposible no recodar a Sade y a Sacher-Masoch:

“Tenemos la tierra en las aberturas del cuerpo. Vértebras vaginales construyen nuestra morada. También de la destrucción vienen los besos, vertiendo el deseo en lo árido de nuestra quietud”.

William Jiménez nació en Valledupar en 1988. Es un tipo alto, trigueño y de andar pausado.

Siempre habla con cierta amabilidad pero sin abandonar la ironía, la sutil burla. Sus poemas son volcanes que trastocan la mente y el cuerpo de una forma silenciosa. No solo acaba de publicar su tercer poemario (tiraje que también financió él), sino que además lanzó ‘Terrear’, una editorial que tiene como finalidad sacar del anonimato a los nuevos autores del Cesar y la región. William tiene claro el camino, sabe que a través de la palabra se puede eyacular azufre en la espalda del tedio y convertir al lector en un voyerista empedernido ante las imágenes de la obra poética.

 

Columnista
12 noviembre, 2016

El azufre en las espaldas

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Carlos Cesar Silva

Él aprendió a escribir en la tierra. No era un niño sino un floreciente volcán, cuando su mamá convirtió una rama en una tiza y el suelo en un tablero perpetuo, para enseñarle el oficio de bosquejar y armonizar las vocales. Unos años después, su papá, como vislumbrando que un cáncer de garganta pronto se […]


Él aprendió a escribir en la tierra. No era un niño sino un floreciente volcán, cuando su mamá convirtió una rama en una tiza y el suelo en un tablero perpetuo, para enseñarle el oficio de bosquejar y armonizar las vocales. Unos años después, su papá, como vislumbrando que un cáncer de garganta pronto se lo llevaría, llegó a la casa con una caja de libros y le expresó con la lengua trastabillando por culpa del whisky: “Esta es la única herencia que te voy a dejar”.

Al superar los quince años de edad, él dilapidó el legado de su papá: vendió la mayoría de los libros sin leerlos y usó el dinero para invitar a sus novias a comer helado en el Rancho Klaren´s. Rápidamente, se arrepintió del despilfarro y, quizás como un acto de autoflagelación, se tiró al precipicio infinito de la poesía y entró a estudiar Licenciatura en Lengua Castellana e Inglés en la UPC. Allí descubrió que era más fructífero asistir al taller literario del poeta Luis Alberto Murgas o quedarse leyendo en la biblioteca Rafael Carrillo Lúquez que entrar a clases.

Luego hizo parte de Yuluka, un grupo de amigos que se reunía alrededor de una botella de vino a debatir sobre Rimbaud, Char, Baudelaire… pero que siempre terminaba discutiendo con más pasión sobre el canto de Oñate y Poncho (al de La Junta lo declararon por fuera de concurso). Con Yuluka no únicamente ahondó su formación poética, sino que también consiguió un discurso filosófico y político. De manera que llegó a una conclusión: para alcanzar a ser un poeta necesitaba vivir, leer con hambre, escribir en la tierra y tertuliar en cofradía, pero no seguir yendo a la UPC, ese claustro de la dejadez solo le causaba aburrimiento y desencanto, así que resolvió dejar la carrera en el sexto semestre.

El primer poemario que publicó fue ‘Tormenta de fiebre’. Salió en la antología Yuluka: poetas de Valledupar (2010), se trata de un trabajo sentencioso, punzante y a veces metafórico. Después publicó ‘Épica de la sangre’ (2013), que es el primer libro que escribió. La edición fue igual que el parto: con las manos, acariciando las palabras, cociendo cada metáfora, haciendo caminar la respiración por el cuerpo y la lengua por las heridas. Él mismo pagó la impresión de los 110 ejemplares con el dinero que ganó dictando unos talleres de literatura: vive de y para la poesía, sabe que ella es la única.

Hace un par de semanas realizó en la biblioteca del Banco de la República, el lanzamiento de ‘Lo desnudo del volcán’, un poemario que habla del cuerpo como un arma que produce violencia y ternura, que habla del sexo como una manera de enfrentar a la muerte. A través de metáforas que arden como el azufre, se advierte un erotismo que quebranta, emancipa y reconforta. Al leer la obra es imposible no recodar a Sade y a Sacher-Masoch:

“Tenemos la tierra en las aberturas del cuerpo. Vértebras vaginales construyen nuestra morada. También de la destrucción vienen los besos, vertiendo el deseo en lo árido de nuestra quietud”.

William Jiménez nació en Valledupar en 1988. Es un tipo alto, trigueño y de andar pausado.

Siempre habla con cierta amabilidad pero sin abandonar la ironía, la sutil burla. Sus poemas son volcanes que trastocan la mente y el cuerpo de una forma silenciosa. No solo acaba de publicar su tercer poemario (tiraje que también financió él), sino que además lanzó ‘Terrear’, una editorial que tiene como finalidad sacar del anonimato a los nuevos autores del Cesar y la región. William tiene claro el camino, sabe que a través de la palabra se puede eyacular azufre en la espalda del tedio y convertir al lector en un voyerista empedernido ante las imágenes de la obra poética.