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Columnista - 4 febrero, 2017

‘Anrique’ Díaz, el tigre de María La Baja

El 3 de abril de 1945 nació un niño en María la Baja, apacible y laborioso pueblito, un pedacito de tierra de nuestra patria colombiana, ubicado allí en la sabana de Bolívar al pie de los Montes de María, montañas majestuosas e imponentes que ejercen su señorío sobre el paisaje de este terruño pincelando con […]

El 3 de abril de 1945 nació un niño en María la Baja, apacible y laborioso pueblito, un pedacito de tierra de nuestra patria colombiana, ubicado allí en la sabana de Bolívar al pie de los Montes de María, montañas majestuosas e imponentes que ejercen su señorío sobre el paisaje de este terruño pincelando con un hermoso verdor la sonrisa de la sabana y donde la ciénaga, los caños y demás espejos de agua hicieron del paisaje la cuna donde nació el que llegaría a ser uno de los intérpretes de música vallenata más carismático, pintoresco y jocoso, dueño de su propio estilo para ejecutar el acordeón, para cantar y componer canciones. Poseedor de una voz poderosa, perfectamente afinada de tonalidad grave y quien muy pocas veces interpretaba música ajena si no la de su propia cosecha, a ese niñito llamado Enrique Díaz no le gustaba comerse el arroz vacío sino acompañado de bocachico, consideraba que la demora para que le sirvieran un trago lo perjudicaba y no permitía escupirlo a su tiempo.

Enrique quien aprendió inicialmente a tocar la violina y subsiguientemente el acordeón, lo vi tocar por primera vez en una parranda que el juglar sabanero Geño Gil organizó en su finca ‘La Florida’, ubicada en el corregimiento de Las Majaguas a la margen izquierda de la carretera que desde Sincelejo conduce a las hermosas playas de Tolú y Coveñas. En esa parranda estaban también nada menos y nada más que Andrés Landero, el rey de la cumbia, y Luis Enrique Martínez, el pollo vallenato, dos de las escuelas de música de acordeón que más admiraba Enrique. Desde esa ocasión puedo decir que la música de Enrique me sedujo, no era para menos, ese estilo sencillo y agradable del Kike Díaz para cantar y digitar tan peculiarmente los pitos del acordeón, coqueteando con las notas de los bajos era difícil de ignorar y que no produjera en los que llevamos la música de acordeón clavada en el alma una agradable sensación.

Ese día ‘El Tigre de María La Baja’ rugió con fuerza y desplegó esa personalidad jocosa y sus dichos impregnados de la filosofía popular que adornaban sus conversas y que utilizó inclementemente para argumentar las canciones con las que se enfrentó en simpática rivalidad musical a Rugero Suárez. Desde entonces comprendí que Enrique era un artista especial, capaz de trascender. No en vano el gusto y la afición por la música de Enrique se fueron extendiendo por los pueblos de la costa, llegando con mucha aceptación a Venezuela.

Enrique que viajaba por tierra en avión, que fue propietario según Rugero Suárez de la finca más grande del planeta, cuyo dominio se extendía de Tolú para adentro, vivió al igual que uno de sus ídolos Alejo Duran, la mayor parte de su vida en Planeta Rica, Córdoba, pueblo que debió tener un encanto especial que sedujeron a Enrique y a un juglar tan andariego como Alejo, los cuales hicieron de Planeta Rica su casa de habitación.

Hoy que Enrique, así como sus ídolos: Alejo, Landero y Luis Enrique, al igual que otros inolvidables de la música vallenato, pertenecen a la nómina del conjunto celestial y ante la inobservancia de los artistas de hoy al formato del vallenato perrencuo que catapultó a este género musical como patrimonio cultural e inmaterial de la humanidad, sentimos la añoranza, el vacío musical y artístico que ‘Anrique’ como cariñosamente lo llamaban sus admiradores dejó cuando partió a reunirse con sus colegas, en especial con su amigo Rugero Suárez. ¡Dios te tenga en su santa gloria ‘Anrique’!

Columnista
4 febrero, 2017

‘Anrique’ Díaz, el tigre de María La Baja

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Manuel Manuel Barrios Gil

El 3 de abril de 1945 nació un niño en María la Baja, apacible y laborioso pueblito, un pedacito de tierra de nuestra patria colombiana, ubicado allí en la sabana de Bolívar al pie de los Montes de María, montañas majestuosas e imponentes que ejercen su señorío sobre el paisaje de este terruño pincelando con […]


El 3 de abril de 1945 nació un niño en María la Baja, apacible y laborioso pueblito, un pedacito de tierra de nuestra patria colombiana, ubicado allí en la sabana de Bolívar al pie de los Montes de María, montañas majestuosas e imponentes que ejercen su señorío sobre el paisaje de este terruño pincelando con un hermoso verdor la sonrisa de la sabana y donde la ciénaga, los caños y demás espejos de agua hicieron del paisaje la cuna donde nació el que llegaría a ser uno de los intérpretes de música vallenata más carismático, pintoresco y jocoso, dueño de su propio estilo para ejecutar el acordeón, para cantar y componer canciones. Poseedor de una voz poderosa, perfectamente afinada de tonalidad grave y quien muy pocas veces interpretaba música ajena si no la de su propia cosecha, a ese niñito llamado Enrique Díaz no le gustaba comerse el arroz vacío sino acompañado de bocachico, consideraba que la demora para que le sirvieran un trago lo perjudicaba y no permitía escupirlo a su tiempo.

Enrique quien aprendió inicialmente a tocar la violina y subsiguientemente el acordeón, lo vi tocar por primera vez en una parranda que el juglar sabanero Geño Gil organizó en su finca ‘La Florida’, ubicada en el corregimiento de Las Majaguas a la margen izquierda de la carretera que desde Sincelejo conduce a las hermosas playas de Tolú y Coveñas. En esa parranda estaban también nada menos y nada más que Andrés Landero, el rey de la cumbia, y Luis Enrique Martínez, el pollo vallenato, dos de las escuelas de música de acordeón que más admiraba Enrique. Desde esa ocasión puedo decir que la música de Enrique me sedujo, no era para menos, ese estilo sencillo y agradable del Kike Díaz para cantar y digitar tan peculiarmente los pitos del acordeón, coqueteando con las notas de los bajos era difícil de ignorar y que no produjera en los que llevamos la música de acordeón clavada en el alma una agradable sensación.

Ese día ‘El Tigre de María La Baja’ rugió con fuerza y desplegó esa personalidad jocosa y sus dichos impregnados de la filosofía popular que adornaban sus conversas y que utilizó inclementemente para argumentar las canciones con las que se enfrentó en simpática rivalidad musical a Rugero Suárez. Desde entonces comprendí que Enrique era un artista especial, capaz de trascender. No en vano el gusto y la afición por la música de Enrique se fueron extendiendo por los pueblos de la costa, llegando con mucha aceptación a Venezuela.

Enrique que viajaba por tierra en avión, que fue propietario según Rugero Suárez de la finca más grande del planeta, cuyo dominio se extendía de Tolú para adentro, vivió al igual que uno de sus ídolos Alejo Duran, la mayor parte de su vida en Planeta Rica, Córdoba, pueblo que debió tener un encanto especial que sedujeron a Enrique y a un juglar tan andariego como Alejo, los cuales hicieron de Planeta Rica su casa de habitación.

Hoy que Enrique, así como sus ídolos: Alejo, Landero y Luis Enrique, al igual que otros inolvidables de la música vallenato, pertenecen a la nómina del conjunto celestial y ante la inobservancia de los artistas de hoy al formato del vallenato perrencuo que catapultó a este género musical como patrimonio cultural e inmaterial de la humanidad, sentimos la añoranza, el vacío musical y artístico que ‘Anrique’ como cariñosamente lo llamaban sus admiradores dejó cuando partió a reunirse con sus colegas, en especial con su amigo Rugero Suárez. ¡Dios te tenga en su santa gloria ‘Anrique’!