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Columnista - 19 diciembre, 2016

“Amar a Dios sobre todas las cosas”

Luego de la travesía del mar rojo, el pueblo de Israel se adentró en el desierto bajo la guía de Moisés y con la certeza de ser protegido y acompañado por Dios. La historia es bien conocida por todos: el pueblo elegido se rebeló una y otra vez contra Yahvé y en repetidas ocasiones murmuró […]

Luego de la travesía del mar rojo, el pueblo de Israel se adentró en el desierto bajo la guía de Moisés y con la certeza de ser protegido y acompañado por Dios. La historia es bien conocida por todos: el pueblo elegido se rebeló una y otra vez contra Yahvé y en repetidas ocasiones murmuró contra su Dios. Pidieron pan y Dios les mandó el Maná; quisieron carne y las codornices saciaron su deseo; exigieron agua y de la roca brotó un manantial.

Fueron guiados hasta el monte santo, el Sinaí y allí Moisés recibió escritos en tablas de piedra los mandatos que debían orientar la vida de los hijos de Israel. Diez palabras, diez promesas, diez exigencias, diez normas. A meditar sobre ellas dedicaremos los siguientes escritos, completando así el comentario a las cuatro partes del Catecismo de la Iglesia Católica: La profesión de fe (el credo), la celebración del misterio cristiano (los Sacramentos), la vida en Cristo (los Mandamientos), la oración cristiana (el Padre Nuestro). Esta serie de escritos es sólo un intento por provocar en los creyentes el deseo de conocer y profundizar en su fe. Hay muchos católicos que no saben en lo que creen, ni las implicaciones de tales creencias.

El primero de los mandamientos es la exigencia de Dios a ocupar un primerísimo lugar en el corazón humano. Ningún bien, ninguna persona, ninguna realidad debe anteponerse al amor a Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. El corazón designa el centro de la persona humana, el lugar sagrado en donde se toman las decisiones, el centro de los afectos. El alma es el centro de nuestra espiritualidad; y la mente, por su parte, designa el centro de la inteligencia y el pensamiento. Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente significa que ningún otro amor, ningún otro ser, ni concepto alguno puede estar por encima de quien “per se” es el Amor, el Ser y el Saber supremo.

Esta no es una exigencia temeraria o egoísta. Dios nada gana de nuestro amor. Somos nosotros quienes, amándolo a él por encima de todo, encontramos gran beneficio. Dios es todo lo que nuestro humano corazón desea, aquello que ansiosamente buscamos y pretendemos encontrar para ser plenamente felices. Amar a Dios sobre todo y todos es encontrar el tesoro, alcanzar el nirvana, fundirnos de una vez por todas con la energía que lo mueve todo.

¿Es fácil? En lo absoluto. Nuestra voluntad tiende al mal y la vida cristiana se nos presenta siempre como una lucha. Es preciso pelear valientemente si queremos alcanzar este objetivo. Es necesario reconocer nuestras debilidades y equivocaciones, fiarnos del perdón de quien mejor nos conoce y elevar hacia él nuestros afectos y pensamientos.

Este mandato divino nos alerta contra la superstición, la idolatría, la adivinación, la magia y también la falta de fe. Al mismo tiempo nos anima a practicar y a meditar sobre las virtudes teologales: la fe, la esperanza y el amor. ¿Cómo sabemos si una persona ama a Dios como él pide ser amado? Una frase de Hollywood podría ayudarnos a responder: “No es quien seas en el interior, son tus actos los que te definen”.

Columnista
19 diciembre, 2016

“Amar a Dios sobre todas las cosas”

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

Luego de la travesía del mar rojo, el pueblo de Israel se adentró en el desierto bajo la guía de Moisés y con la certeza de ser protegido y acompañado por Dios. La historia es bien conocida por todos: el pueblo elegido se rebeló una y otra vez contra Yahvé y en repetidas ocasiones murmuró […]


Luego de la travesía del mar rojo, el pueblo de Israel se adentró en el desierto bajo la guía de Moisés y con la certeza de ser protegido y acompañado por Dios. La historia es bien conocida por todos: el pueblo elegido se rebeló una y otra vez contra Yahvé y en repetidas ocasiones murmuró contra su Dios. Pidieron pan y Dios les mandó el Maná; quisieron carne y las codornices saciaron su deseo; exigieron agua y de la roca brotó un manantial.

Fueron guiados hasta el monte santo, el Sinaí y allí Moisés recibió escritos en tablas de piedra los mandatos que debían orientar la vida de los hijos de Israel. Diez palabras, diez promesas, diez exigencias, diez normas. A meditar sobre ellas dedicaremos los siguientes escritos, completando así el comentario a las cuatro partes del Catecismo de la Iglesia Católica: La profesión de fe (el credo), la celebración del misterio cristiano (los Sacramentos), la vida en Cristo (los Mandamientos), la oración cristiana (el Padre Nuestro). Esta serie de escritos es sólo un intento por provocar en los creyentes el deseo de conocer y profundizar en su fe. Hay muchos católicos que no saben en lo que creen, ni las implicaciones de tales creencias.

El primero de los mandamientos es la exigencia de Dios a ocupar un primerísimo lugar en el corazón humano. Ningún bien, ninguna persona, ninguna realidad debe anteponerse al amor a Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. El corazón designa el centro de la persona humana, el lugar sagrado en donde se toman las decisiones, el centro de los afectos. El alma es el centro de nuestra espiritualidad; y la mente, por su parte, designa el centro de la inteligencia y el pensamiento. Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente significa que ningún otro amor, ningún otro ser, ni concepto alguno puede estar por encima de quien “per se” es el Amor, el Ser y el Saber supremo.

Esta no es una exigencia temeraria o egoísta. Dios nada gana de nuestro amor. Somos nosotros quienes, amándolo a él por encima de todo, encontramos gran beneficio. Dios es todo lo que nuestro humano corazón desea, aquello que ansiosamente buscamos y pretendemos encontrar para ser plenamente felices. Amar a Dios sobre todo y todos es encontrar el tesoro, alcanzar el nirvana, fundirnos de una vez por todas con la energía que lo mueve todo.

¿Es fácil? En lo absoluto. Nuestra voluntad tiende al mal y la vida cristiana se nos presenta siempre como una lucha. Es preciso pelear valientemente si queremos alcanzar este objetivo. Es necesario reconocer nuestras debilidades y equivocaciones, fiarnos del perdón de quien mejor nos conoce y elevar hacia él nuestros afectos y pensamientos.

Este mandato divino nos alerta contra la superstición, la idolatría, la adivinación, la magia y también la falta de fe. Al mismo tiempo nos anima a practicar y a meditar sobre las virtudes teologales: la fe, la esperanza y el amor. ¿Cómo sabemos si una persona ama a Dios como él pide ser amado? Una frase de Hollywood podría ayudarnos a responder: “No es quien seas en el interior, son tus actos los que te definen”.